Read Tratado de ateología Online
Authors: Michel Onfray
El odio a sí mismo se transformó en un intenso odio al mundo y a lo que constituía su interés: la vida, el amor, el deseo, el placer, las sensaciones, el cuerpo, la carne, la alegría, la libertad, la independencia y la autonomía. El masoquismo de Pablo no es ningún misterio. Sometió su vida entera a las penurias. Iba al encuentro de las dificultades, le gustaban los problemas, los gozaba, deseaba, aspiraba a ellos y los creaba. En la epístola donde confirma su complacencia por la humillación, hace el balance de lo que ha soportado y resistido para evangelizar a las masas: cinco flagelaciones —treinta y nueve latigazos cada vez—, tres azotainas, una lapidación en Listra, Anatolia —por poco le cuesta la vida, pues lo dieron por muerto y lo dejaron tirado en el suelo...—, tres naufragios —en uno de ellos pasó un día y una noche sumergido en el agua helada—, sin hablar de los peligros relacionados con los viajes por rutas infestadas de bandoleros, el cruce peligroso de ríos, la fatiga de las caminatas bajo el sol ardiente, los frecuentes desvelos, los ayunos forzados, la falta de agua y el frío de las noches anatolianas. Sumemos a ello los días pasados en prisión, dos años en una fortaleza, el exilio... ¡Las delicias del masoquista!
De vez en cuando se veía en situaciones humillantes. Así le ocurrió en el ágora de Atenas, donde intentó convertir a los filósofos estoicos y epicúreos al cristianismo, hablándoles de la resurrección de la carne, una necedad para los helenos. Los discípulos de Zenón y de Epicuro se le rieron en la cara. Sufrió las pullas sin chistar... En otra oportunidad, para escapar de la venganza popular y de la furia del enarca de Damasco, huyó oculto dentro de un cesto que bajaron por una ventana detrás de las murallas del pueblo. Como el ridículo no mata, Pablo sobrevivió.
Pablo transformó el odio a sí mismo en odio al mundo: para poder vivir con él y, a la vez, quitárselo de encima, mantenerlo a distancia. La inversión de lo que lo mortificaba terminó por atormentar lo real. El desprecio del individuo Pablo por su carne, incapaz de estar a la altura de lo esperado, se convirtió en la repulsa de la carne en general, de los cuerpos y de todo el mundo. En los Corintios (1 Cor 9:27) confiesa: «Antes castigo a mi cuerpo y lo esclavizo», y le pide a la humanidad que castigue al cuerpo y lo esclavice. Hagan como yo...
Sabemos que ahí se origina el elogio del celibato, de la castidad y de la abstinencia. Jesús nada tiene que ver con esto; se trata más bien de la venganza de un aborto, como se nombra a sí mismo en la primera Epístola a los Corintios (15:8). ¿Incapaz de acercarse a las mujeres? Las detesta... ¿Impotente? Las desprecia. Excelente oportunidad para reciclar la misoginia del monoteísmo judío, heredado por el cristianismo y el islam. Los primeros versículos del primer libro de la Biblia marcan la tónica: el Génesis condena de modo radical y definitivo a la mujer, primera pecadora, y causa del mal del mundo. Pablo adoptó esa idea nefasta, mil veces nefasta.
De allí provienen las prohibiciones que afectan a las mujeres en la literatura paulina, Epístolas y Hechos; de ahí también surgen los consejos y advertencias que da el tarsiota sobre las mujeres: definitivamente débil, el destino de ese sexo es el de obedecer a los hombres en silencio y sumisión. Las descendientes de Eva deben temer al esposo, no aleccionar ni mandar al supuesto sexo fuerte. Tentadoras y seductoras, pueden acceder a la salvación, por cierto, pero sólo en, con y para la maternidad. ¡Dos milenos de castigos a las mujeres con el único fin de purgar la neurosis de un aborto!
Pablo, el masoquista, expone las ideas con las que triunfará el cristianismo un día. A saber, el elogio del goce de la sumisión, la obediencia, la pasividad, la esclavitud bajo los poderosos con el pretexto falaz de que el poder viene de Dios y que la situación social del pobre, el modesto y el humilde emerge de la voluntad celestial o de la decisión divina.
Dios bueno, misericordioso, etc., desea las enfermedades de los enfermos, la pobreza de los pobres, la tortura de los torturados, la sumisión de la servidumbre. A los romanos que adula les enseña muy oportunamente, en el corazón del Imperio, la obediencia a los magistrados, a los funcionarios y al emperador. Exhorta a cada uno a dar lo que debe: los impuestos y los gravámenes, a los recaudadores; el temor, al ejército, a la policía y a los dignatarios; el honor, a los senadores, a los ministros, al príncipe...
Pues el poder viene de Dios y emana de él. Desobedecer a esos hombres es equivalente a rebelarse contra Dios. De allí el elogio de la sumisión al orden y a la autoridad. Al seducir a los poderosos, al legitimar y justificar la indigencia de los miserables y al adular a las personas que blanden la espada, la Iglesia estableció desde sus orígenes una relación de complicidad con el Estado, lo que le permitió ubicarse al lado de los tiranos, dictadores y autócratas...
La impotencia sexual transfigurada en poder sobre el mundo, la incapacidad de acercarse a las mujeres, incapacidad convertida en motor del odio a lo femenino, el desprecio de sí mismo transformado en amor a los verdugos y la histeria sublimada en la creación de la neurosis social, todo ello constituye un soberbio cuadro psiquiátrico. Jesús adquiere consistencia cuando se convierte en el rehén de Pablo. Insustancial, ignorante de los temas sociales, de la sexualidad, de la política, y con razón —un ectoplasma no se encarna en ocho días...—, el nativo de Nazaret se concreta. La construcción del mito se hace cada vez más evidente.
Pablo no leyó nunca ninguno de los Evangelios. Tampoco conoció a Jesús. Marcos escribió el primer Evangelio durante los últimos años de la vida de Pablo o después de su muerte. Desde la primera mitad del siglo I de nuestra era, el tarsiota propagó el mito, fue al encuentro de muchísimas personas y contó fábulas a miles de individuos en una decena de países: en el Asia Menor de los filósofos presocráticos, en la Atenas de Platón y Epicuro, en el Corinto de Diógenes, y en la Italia de los epicúreos de la Campania o de los estoicos de Roma y la Sicilia de Empédocles. Visitó Cirene, la ciudad donde nació el hedonismo con Arístipo, y pasó también por Alejandría, la ciudad de Filón. Contaminó todos los lugares que visitó. Al poco tiempo, la enfermedad de Pablo afectó el cuerpo entero del Imperio...
Odio a sí mismo, al mundo, a las mujeres y a la libertad; Pablo de Tarso agrega a ese cuadro desolador el odio a la inteligencia. El Génesis ya enseña el desprecio por el saber; pues no lo olvidemos, el pecado original, la culpa imperdonable transmitida de generación en generación, es haber probado la fruta del árbol del conocimiento. Lo imperdonable consiste en haber querido saber y en no contentarse con la obediencia y la fe que Dios exige para acceder a la felicidad. Igualar a Dios en la ciencia, preferir la cultura y la inteligencia a la imbecilidad de los obedientes son otros tantos pecados mortales...
¿La cultura de Pablo? Ninguna, o muy poca: el Antiguo Testamento y la certeza de que Dios hablaba a través de él... ¿Su formación intelectual? No se sabe que se haya lucido en escuelas o realizado estudios minuciosos... Probablemente, tuvo formación rabínica... ¿Su oficio? Fabricante y vendedor de tiendas para nómadas... ¿Su estilo? Pesado, artificioso, complicado, oral, de hecho, en un griego torpe, quizá dictado mientras realizaba su trabajo manual: algunos aseguran que no sabía escribir... Lo contrario de Filón de Alejandría, filósofo y contemporáneo.
Ese hombre inculto, que provoca la risa de los estoicos y de los epicúreos en la plaza pública de Atenas, fiel a su técnica de hacer de la necesidad virtud, transforma su incultura en odio a la cultura. Invita a los corintios o a Timoteo a rechazar las «búsquedas tontas y locas» y los «engaños fútiles» de la filosofía. La correspondencia entre Pablo y Séneca es, sin duda, una falsificación de la mejor factura: el inculto no les habla a los filósofos, sino a sus semejantes. Su público, en todos los lugares de sus peregrinaciones por la cuenca mediterránea, no está conformado por intelectuales, filósofos o literatos, sino por gente humilde: los obreros, tintoreros, artesanos y carpinteros que menciona Celso en
Contra los cristianos.
Por lo tanto, no tiene ninguna necesidad de cultura, y le basta con la demagogia y su eterno aliado: el odio a la inteligencia.
Del mismo modo en que el racionalismo francés se constituye a partir de tres sueños de Descartes (!), el cristianismo ingresa en la historia con bombos y platillos por medio de sucesos provenientes de la más pura tradición pagana: los signos astrológicos... Estamos en el año 312. Constantino avanza hacia Roma. Lucha contra su rival Majencio y se propone arrebatarle Italia. Su conquista del norte de la península es fulminante: Turín, Milán y Verona caen fácilmente. El emperador está acostumbrado a entrar en contacto directo con lo absoluto: en el templo de Grand, en los Vosgos, se le aparece Apolo en persona para prometerle un reinado de treinta años. En ese tiempo el paganismo no le incomodaba. Por otra parte, ofrece sacrificios al
Sol invictus,
el sol invicto...
Esta vez, la señal se transforma. Del mismo modo que Pablo, postrado en suelo en el camino de Damasco, Constantino descubre en el cielo una señal que le anuncia que con ella vencerá. Y, detalle importante, sus tropas son testigos del suceso: ¡todos ven la misma señal sagrada! Eusebio de Cesárea, el intelectual corporativo del príncipe, obispo, por añadidura, falsificador sin igual, especialista de la apologética cristiana como ninguno, describe los detalles: esa señal provenía de una cruz iluminada encima del sol. Además —añade Eusebio...— un texto afirmaba que el emperador ganaría la batalla contra Majencio al invocar dicha señal. Dos precauciones valen más que una: Jesús se aparece en sueños, la noche siguiente, y le enseña a su protegido la señal de la cruz que le servirá para triunfar en cada una de sus batallas, siempre que lleve consigo el talismán. Es comprensible que, al convertirse en emperador cristiano, censure la astrología, la magia y el paganismo, pues en Constantino tanta racionalidad filosófica no deja de asombrar...
Días después, obtiene la victoria. Por supuesto... Majencio muere ahogado en el puente Silvio. Constantino, ayudado por el fantasma del Nazareno, se convierte en el soberano de Italia. Entra en Roma, disuelve la guardia pretoriana, y ofrece al Papa Milcíades el palacio de Letrán. El reino de los cristianos no es de este mundo, por cierto, pero no hay razón para desatenderlo cuando, por añadidura, permite el lujo, el oro, la púrpura, el dinero, el poder y la fuerza, virtudes tomadas, evidentemente, del mensaje del hijo del carpintero...
Bueno, ¿y esa señal? ¿Un texto crístico o una alucinación? ¿Un mensaje de Jesús, fijado en la eternidad celeste, pero con la mirada puesta en el mundo hasta en sus mínimos detalles? ¿O una prueba adicional de que esos tiempos aciagos, ese mundo resquebrajado, propiciaba las neurosis colectivas y los histéricos controlados por los dioses? ¿Una demostración de regeneración o un testimonio de decadencia? ¿El primer paso del cristianismo o uno de los últimos del paganismo? Hombres miserables sin dios, y con Dios, peor aún...
En la actualidad, esa señal puede leerse de manera racional, incluso, de modo ultrarracionalista: fin de la astrología, comienzo de la astronomía. Los científicos de hoy plantean la hipótesis de que se llevó a cabo una lectura histérica y religiosa de un hecho reductible a una causalidad simple. El 10 de octubre del año 312, o sea, dieciocho días antes de la famosa victoria sobre Majencio, el 28, Marte, Júpiter y Venus se encontraban configurados de tal modo en el cielo romano, que una proyección hacía posible la lectura de un presagio fabuloso. Bastaba el delirio para la continuación de la obra...
Si bien Constantino no se lucía por su cultura literaria, era considerado, no obstante, un buen estratega y un político astuto. ¿Creía de veras en el poder de la señal crística? ¿O la utilizaba con gran habilidad y la escenificaba con fines oportunistas? Como pagano inmerso en la magia, creyente en la astrología al igual que todos en ese período de la Antigüedad, el emperador hubiese podido aprovechar el beneficio que podía obtener de sus filas con tropas cristianas obedientes, sometidas al poder, sin rebelarse contra el orden y la autoridad, siempre fieles...
Su padre, Constancio Cloro, en la Galia, ejerció una política de tolerancia con los sectarios de Cristo, lo cual fue un acierto. ¿La restablecía con esa hábil política de politicastro, aconsejado por cristianos intrigantes y activos? ¿Como visionario percibía la conveniencia de utilizar esa fuerza digna de interés, incorporándola por sus obvias ventajas a su proyecto —digamos gramsciano— de unificación del Imperio? Lo cierto es que en ese período de comienzos del siglo IV, el improbable Jesús, pregonado por Pablo en todos los tonos, se volvió el instrumento emblemático de la fanfarria del nuevo Imperio...
Constantino da un golpe de Estado magistral. Aún vivimos esa herencia siniestra. Sin duda alguna, sabe bien lo que puede llegar a obtener de un pueblo sometido el mandato paulino de doblegarse ante las autoridades temporales, de aceptar sin quejas la miseria y la pobreza, de obedecer a los magistrados y funcionarios del Imperio, de prohibir la desobediencia temporal como injurias e insultos contra Dios y de tolerar la esclavitud, la alienación y las desigualdades sociales. Las escenas de martirio y las persecuciones esporádicas muestran al poder la conveniencia de esa gentuza para los impunes en la cúspide del Estado.
A partir de entonces, Constantino les paga sueldos. Digámoslo de otro modo: los compra. Y la transacción funciona... Incluye en la ley romana nuevos artículos que satisfacen a los cristianos y oficializan el ideal ascético. Contra la corrupción de las costumbres del Bajo Imperio, el sexo libre, el triunfo de los juegos circenses o las prácticas orgiásticas de algunos cultos paganos, legisla con severidad y crea obstáculos para el divorcio, prohíbe el concubinato, convierte la prostitución en delito y condena el libertinaje sexual. Al mismo tiempo, deroga la ley que impide heredar a los célibes. De modo que los miembros de la Iglesia pueden, legalmente, a partir de entonces, llenarse los bolsillos después de algunos decesos oportunos. No se prohíbe la esclavitud, contra lo que sostienen los sectarios de Cristo, aunque se flexibiliza un poco... En cambio, se prohíbe la magia y también la lucha de gladiadores. A la vez, Constantino da la orden de construir San Pedro y otras basílicas, menos importantes. Los cristianos muestran gran júbilo pues su reino de ahí en adelante será de este mundo...