Su vida es en muchos aspectos más cómoda que la nuestra. No conocen ni las marchas que duran semanas ni el revolcarse en medio de la suciedad, la putrefacción y la sangre. También les son ajenos los combates durante la noche o cuando hay niebla, así como las grandes mutilaciones. Con manos cuidadas, vestidos con un uniforme limpio y una ropa interior blanca como la nieve, tiran el cigarrillo y suben a sus aparatos; al cabo de una hora están de vuelta.
En las conversaciones posteriores a los vuelos es de buen tono el sacar a relucir los aspectos objetivos y profesionales de la aventura y el no entregarse al sentimentalismo, como una muchacha de servir que hubiera visto un fantasma. Esto hace que en sus charlas impere un tono seco; en ellas no encajan las cosas dudosas, no enteramente acabadas. Me producía placer verlos sentados juntos, con sus guerreras ligeras y abiertas, con sus cuellos blancos, con esos multicolores corbatines que suelen llevar y que tanto enojan al ejército de tierra. También es preciso señalar que no necesitan, para poder luchar, ese estímulo de baja categoría que es el odio. Incluso existe entre ellos y el adversario una especie de comunidad que tiende un puente por encima de los frentes trazados en la tierra, una comunidad del elemento en que se mueven y del arte que practican; es posible incluso que sea la comunidad de una misma raza activa y acometedora. Es éste un rasgo muy significativo.
Sucede a menudo —y en las zonas muy agitadas sucede casi a diario— que dejan a uno de los suyos detrás de las líneas enemigas. A estos percances se avienen como deben avenirse los soldados. Existe la costumbre de dejar una determinada cantidad de dinero para los funerales de uno mismo. Ya nuestros antepasados supieron esto: las mejores honras fúnebres son una alegre francachela. Además, ¿es que el caído no está sentado también a la mesa, a esa mesa en que lo único permanente es el cambio?
Poner esto en duda es cosa que vamos a dejársela a quienes tiemblan por su vida porque no sienten dentro de sí más que lo en ellos es mortal. Pero cada vez que uno de estos hombres voladores cae a tierra como una antorcha encendida, se da una respuesta afirmativa a una cuestión diferente de la del ser o el no ser.
Primera línea
Desde ayer por la noche me encuentro otra vez en mi sector y estoy de nuevo en mi castillo de verano, que carece de puertas. Oskar Kius, que manda ahora la Segunda Compañía y con el cual viví horas tan bellas en Hannover hace tan sólo dos semanas, me hizo entrega de ambas cosas, el sector y el castillo de verano. Tras el acto de entrega pasamos una hora juntos dentro de aquel agujero oscurísimo, sentados en el banco que hay allí. Fumamos un cigarrillo y nos entretuvimos con pequeñas bromas, que en este ambiente nos parecieron especialmente brillantes.
A veces sentimos con mucha intensidad que de las grandes ciudades permanentemente iluminadas nos separa sólo un breve viaje en tren, sólo media jornada transcurrida en un vagón restaurante. Cuando menos terrible nos parece la Muerte es cuando viene a arrancarnos de en medio de los placeres de toda índole; antes que morir en invierno preferimos morir en primavera, en la época en que están dispuestas las mesas para celebrar fiestas multicolores. Precisamente en aquellos lugares en que se encuentra cercada por la Muerte es donde la Vida brilla con colores más vivos, como los cuadros descritos por Boccaccio ante las puertas de la Florencia asolada por la peste, como el amor de los tuberculosos, como una bacanal celebrada en una nave que está hundiéndose.
Me siento feliz cuando no sufrimos bajas al hacer el relevo. Casi siempre nos cuesta sangre, y lo que causa enojo es que esa sangre no se derrame en el combate. Esta vez todo ha transcurrido felizmente; yo fui el único que pasé unos momentos desagradables a pocos pasos de Puisieu…
En estos tiempos de movimientos de masas, uno de los privilegios del jefe es que a él le está permitido caminar a solas. Yo marchaba siempre un poco más tarde que la tropa, para encontrarme realizado ya el relevo.
Inmediatamente delante del terraplén del ferrocarril vi algo que, a pesar de lo serio que era, me divirtió. Un comando de artillería aprovechaba la clara noche para segar la hierba en lo alto de una colina; los hombres que allí estaban trabajando y sus carros y caballos se destacaban del cielo como si estuvieran recortados con unas tijeras. Justo en el momento en que yo pasaba por el valle, feliz de contemplar aquella escena, estalló entre ellos una ráfaga de granadas de pequeño calibre, y todos, hombres y animales, desaparecieron en el acto, como si fueran duendes; lo único que contra el horizonte seguía destacándose era la silueta de un carro volcado.
Cuando llegué a la gran carretera que conduce a Puisieux y noté que delante de la aldea caían a intervalos bastante cortos proyectiles de grueso calibre —su eco seguía retumbando largo tiempo en el valle—, me sentí a disgusto en mi soledad y apresuré la marcha para atravesar pronto aquel sitio que no era posible rodear sin ir a parar a las malezas de los jardines, con sus pozos ocultos, sus setos de alambres espinosos y sus sótanos hundidos.
Me había fijado bien en la cadencia del tiro y había subdividido en varios fragmentos el camino que tenía que recorrer. Lo primero que había que hacer era acercarse lo más posible a aquella frontera peligrosa y aguardar la próxima explosión; luego echar a correr hasta llegar a la gran galería subterránea que en las afueras de la aldea alberga el puesto de socorro; una vez allí, aguardar a la próxima ráfaga; y, por fin, atravesar a la carrera la aldea para meterse en el Camino de Puisieux. Todo habría marchado bien si, al dar el primer salto, no hubiera perdido mi guardamapas; no quería quedarme sin él, sobre todo porque lo había heredado, durante la Gran Batalla, de un oficial de artillería inglés. Acababa de encontrarlo cuando por encima de la aldea se aproximó otro de aquellos rugidos; apenas tuve tiempo de acurrucarme detrás del tocón de un árbol cuyo tronco, destrozado por un tiro certero, se hallaba al borde del camino. En el valle, que ya estaba lleno de humo, explotaron tres proyectiles; el cuarto fue a aterrizar en la carretera. Cayó con tal virulencia que saltaron chispas y los guijarros y los cascos de metralla quedaron esparcidos por los alrededores. Aunque el peligro había pasado, intenté, arrastrado por el primer movimiento del susto, saltar al otro lado del tocón de mi árbol, pero perdí el equilibrio y caí a la cuneta, en donde quedé prendido en las secas ramas de la copa del árbol y salí malparado.
En el momento en que, más tarde, llegaba al abrigo, del que no me separaban más que unos cuantos pasos, vi que en medio de la carretera yacía alguien con los brazos extendidos. Era el centinela de las bengalas, que había sido derribado a la carretera desde su apostadero. Bajé a saltos la escalera del puesto de socorro y allí encontré al médico que estaba de guardia y que pertenecía a otro regimiento; le informé de lo que había visto e hizo que recogiesen inmediatamente al herido. Nada más echarle el primer vistazo dijo:
—No hay nada que hacer.
Para verlo no hacía falta ser médico. Un gran casco de metralla le había perforado el casco y se le había introducido en la parte posterior de la cabeza; la expresión tranquila del rostro del caído demostraba que había muerto enseguida.
No me detuve largo tiempo en aquella caverna impregnada de olor a fenol, sino que aguardé la próxima explosión de un proyectil y me apresuré a penetrar en la aldea; me sentí contento cuando pude sumergirme como un topo en los corredores de la trinchera de Puisieux. También me sentí contento cuando no necesité seguir recto aquel camino —en el Bosquecillo 125 parecía oler una vez más a chamusquina—, sino que pude torcer a la derecha y dirigirme hacia el Sector A, que permanecía en calma en medio del terreno.
Primera línea
Por la mañana me hallaba sentado de mal humor en mi banco de verano, pues aún estaba cansado de la noche, cuando oí con gran asombro que Schüddekopf silbaba una cancioncilla. Cuando un hombre nacido en los páramos de Luneburgo se pone a silbar, esto es cosa que da que pensar, igual que cuando un napolitano se vuelve taciturno. Ese hombre tiene que estar transido de una sensación de bienestar muy especial. Eso era, en efecto, lo que ocurría: a Schüddekopf «le había llegado el turno». Los hombres encargados de transportar el café habían traído a primera hora de la mañana la noticia de que se había levantado la prohibición de conceder permisos. De esta manera podrá Schüddekopf visitar durante dos semanas su pequeña granja, que está situada en el páramo entre Celle y Ülzen y en la que lo aguarda su joven esposa.
Me alegro mucho por él, pues desde que mi fiel Vinke fue herido en la Gran Batalla, y desde que su sucesor, el camarero, no regresó con el café que había ido a buscar, Schüddekopf y yo hemos convivido en el frente de una manera ejemplar. Yo hablo poco, él habla mucho menos, así es que nos llevamos perfectamente. Y, sobre todo, sé que puedo fiarme de él. Esto es muy importante, ya que el hombre armado de un fusil que más cerca me queda es él. Con su antecesor me ocurrió varias veces lo siguiente: en los momentos de peligro sabía hacerse invisible con una celeridad inexplicable. Cuando más tarde reaparecía solía contar que durante su ausencia había realizado tales hazañas heroicas y corrido tales aventuras que, en comparación con él, yo me sentía como un pobre hombre. Pero con August Schüddekopf no necesito volver la cabeza, puedo estar seguro en todo momento de que se halla detrás de mí, siempre con el mismo rostro serio. Por eso le expresé mis mejores deseos cuando, llevando encima un pesado equipaje, vino a despedirse hoy al mediodía.
Su sustituto, Otto, que ahora cuidará de mí por unos días, pertenece a un tipo humano del todo diferente. Es un buen guerrero, pero un mal soldado; tiende a ser caprichoso y aventurero, y por ello, como mínimo, llama necesariamente la atención «entre los prusianos». Y es cosa sabida que, entre éstos, siempre que alguien llama la atención la llama casi sólo desagradablemente. Creo, pues, que en tiempo de paz Otto no habría salido muchas veces del calabozo. También aquí puede decir que ha sido una suerte para él el haber venido a parar a mi lado, pues siempre he sentido debilidad por estos tipos. Es uno de esos hombres con que me encuentro repetidamente entre los voluntarios; pero a esa gente le gusta escurrir el bulto en cualquier clase de servicios. Por ello son un engorro continuo para el sargento de la compañía; en cambio, el oficial que considera —o debiera considerar— que lo decisivo es la aptitud para el combate, se entiende mejor con tipos como Otto.
Lo conocí hace aproximadamente un año, cuando, después de la primera batalla de Flandes, nos encontrábamos en Lorena y nos enviaron refuerzos nuevos destinados a cubrir las bajas sufridas. Tal vez posea yo el don de reconocer a primera vista a los seres humanos que aún no han perdido la energía elemental; incluso diría que soy capaz de olerlos, igual que un masón huele a otro masón. También cuando vi a Otto por vez primera tuve esa sensación: «Con ese tipo pueden hacerse cosas». Esto me fue confirmado inmediatamente después, aunque de una manera inesperada. El sargento, que tenía en sus manos los documentos de traslado, me susurró por la espalda:
—Esta vez no nos han enviado un personal muy sensato, todos ellos querían escurrir el bulto y quedarse en los batallones de depósito. Ese de ahí ha sufrido sanción tras sanción, incluso ha estado ya arrestado en el calabozo.
Por ello me sentí feliz cuando poco después Otto se presentó voluntario para una operación destinada a realizar una profunda incursión en las líneas francesas. Lo seleccioné, aunque entonces teníamos muchos voluntarios, y se demostró que mi elección había sido un acierto. Aquella operación no pudo salir peor; no cogimos ningún prisionero y, en cambio, dejamos muertos o heridos en las trincheras francesas a casi todos los hombres que participaron. También a Otto lo dimos por desaparecido, pero media hora más tarde apareció. Trajo consigo una ametralladora que él solo había capturado al enemigo. Hubo disgustos con la gente del Estado Mayor y hasta el comunicado del ejército francés mencionó el asunto; la ametralladora conquistada por Otto fue lo único agradable que hubo en aquella ocasión. De aquella fecha viene una amistad que, ciertamente, encierra para mí numerosos inconvenientes.
No voy a referirme a los pequeños, pero casi diarios incordios que le puede causar a uno un tipo caprichoso como Otto, que siempre anda a la greña con sus superiores, unas veces con uno y otras con otro. Hace tiempo que habría intentado quitármelo de encima aprovechando uno de los numerosos traslados, si no hubiera sido porque siempre se interponía un combate en el cual conquistaba Otto nueva fama. No cabe duda de que hay personas que en la vida cotidiana se marchitan como peces fuera del agua; sólo espabilan cuando hay peligro y dentro de él se mueven como si se encontraran en su elemento propio.
Después de la segunda batalla de Flandes, en la que una vez más volvió a distinguirse Otto, se me ocurrió que una condecoración podría tal vez obrar milagros. En todas las profesiones se dan casos extraordinarios, hombres que se hallan condenados al fracaso cuando han de seguir los caminos trazados por el reglamento. Están perdidos si no hay en algún lugar un amigo oculto que los favorezca.
Le comuniqué al sargento que pensaba proponer a Otto, o bien para el ascenso a cabo, o bien para la Cruz de Hierro de primera clase. Enseguida noté que el sargento, al oír mis palabras, puso una cara como si acabara de morder una manzana agria. Pero, como no consentí que me apease de mi propósito, se avino, como mal menor, a la Cruz de Hierro.
No iba yo a disfrutar mucho tiempo de este éxito, sin embargo; cuando a la mañana siguiente apareció el sargento con la carpeta de las firmas, como solía hacer a diario, añadió con una sonrisa maliciosa:
—Y quiero poner además en su conocimiento que el fusilero Otto se encuentra desaparecido desde ayer por la noche, aunque no se ha llevado su equipaje; tampoco hoy se ha presentado a la hora del servicio.
Aquello constituía, desde luego, un penoso descalabro para mí y lo único que deseé fue que se hubiera marchado para siempre y no volviera a aparecer nunca más. Pero a los pocos días lo trajeron de Tourcoing, ciudad cercana a Lille, donde habíamos pasado poco antes un período de descanso. La compañía estaba haciendo instrucción en el momento en que apareció Otto; de repente sentí, antes de verlo, que todos los hombres me miraban maliciosamente, con un punto de crueldad.