Un espíritu terrible ha borrado aquí todas las cosas superfluas y creado un trasfondo digno del cuadro que acabo de imaginar. Aquí el ser humano vuelve a convertirse necesariamente en un fragmento de la Naturaleza, que lo somete a sus leyes inescrutables y lo utiliza como una criatura hecha de sangre y músculos, de garras y dientes.
Son ya muchos los bosques que he visto destruidos por los proyectiles; el de Delville, el de Saint-Pierre-Vaast, la enorme floresta de Houtholst allá arriba en Flandes, que quedó reducida a escombros en pocos días; pero en ninguno de ellos me pareció que la destrucción fuese tan horrenda como aquí. Al que más se parece el Bosquecillo 125 es al bosque de Trônes, cuyos despedazados troncos se alzaban delante de nosotros, allá en el fondo, durante los días de Guillemont. Acaso la impresión que este aislado bosquecillo produce se deba a que se destaca con nitidez de una llanura en la que no hay árboles; el fuego de los alrededores se ve obligado a concentrarse sobre él. Por esta razón sería tal vez acertado dejarlo ahí sin guarnición ninguna, y, si hubiera peligro de un ataque, duplicar entonces el fuego enemigo con el propio, de manera que ningún ser vivo pudiera mantenerse en él. O bien cabría volar primero todas las obras de defensa que en él existan y obturarlo luego mediante una campana de gases letales de escasa movilidad. Pues estos lugares son trampas para los seres humanos y en ellos desaparecen, una tras otra, las guarniciones sin dejar rastro. En estos casos lo normal es evacuarlos; aquí no se ha actuado así —habrá sus razones—. La posición del Bosquecillo 125 está defendida por una compañía que tiene encomendada una misión difícil, pero claramente delimitada.
Estuve contemplando un rato el Bosquecillo desde el lugar en que desemboca en él el Camino de Puisieux; luego penetré en su interior por un ramal ciego y pronto topé con un suboficial de servicio en las trincheras. Este me previno contra aquellos lugares que desde el lado enemigo pueden ser divisados a corta distancia; caminar por ellos equivale a una muerte segura. Hace poco, mientras me hallaba realizando una visita a otra compañía, estuve en un tris de que me mataran de esa manera, que es bastante enojosa; me senté sobre una barricada que quedaba a menos de cuarenta metros de un centinela enemigo. Con este precedente, me alegré mucho de encontrar a aquel espíritu previsor y le rogué que me guiase en mi recorrido por aquellos parajes. Aquel hombre era un sargento aspirante a oficial que había llegado de la patria pocas semanas antes; por este motivo me sirvió de guía con mucho celo, lo que me resultó extraordinariamente útil.
El Bosquecillo tiene la forma aproximada de un cuadrilátero, al que se agregan algunos pequeños salientes. Casi exactamente en el punto de intersección de las diagonales de ese cuadrilátero ha sido construida en la greda una enorme galería subterránea. De ella salen en forma radial varios caminos y zanjas que desembocan en la primera línea. Esta rodea al Bosquecillo por tres de sus lados de modo que éste ocupa un resalte que se destaca nítidamente del frente. Durante el día los centinelas están apostados en la primera línea, la cual no es a menudo otra cosa que una simple zanja derruida y que en muchos trechos resulta casi irreconocible. Por la noche los centinelas se adelantan hasta el campo de embudos; con gran prudencia es preciso realizar este movimiento, que nos ha costado ya numerosas bajas, pues también los ingleses se instalan a esa misma hora en embudos desperdigados y difíciles de descubrir. Asimismo se han hecho ya prisioneros por ambas partes. La situación de estos hombres enviados a lugares inseguros es, desde luego, muy poco agradable; pero, al menos, ellos no pueden ser alcanzados por los bombardeos nocturnos que a cada hora se abaten sobre el Bosquecillo. En las primeras horas del día los hombres se ven obligados a observar con toda exactitud el tiempo que hace, pues si hay alguna claridad, aunque sea mínima, no regresan vivos. El sargento aspirante a oficial me contó que, a pesar de todos estos obstáculos, el jefe de la compañía que defiende el Bosquecillo, el alférez Vorbeck, logró hace poco la hazaña de infiltrarse a plena luz del día, acompañado de algunos hombres, en la trinchera inglesa y coger prisionero a un centinela.
Quise también conocer personalmente al bravo jefe que capitanea esta posición y que se ha incorporado hace poco a nuestro regimiento, mientras yo convalecía de mi última herida; para ello di la vuelta y por una zanja de escasa profundidad me encaminé hacia la gran galería subterránea; el camino tuvimos que hacerlo en parte a rastras y en parte agachados. Si no existiera la mencionada galería, sería impensable mantener en el Bosquecillo una guarnición. Cuatro entradas muy alejadas entre sí, y rodeadas, como si fueran conejeras, por la tierra extraída del interior, dan acceso a la galería. Los pasillos que en ella penetran descienden en una pendiente tan suave que sus constructores, sin duda muertos hace ya mucho tiempo, pudieron renunciar a cavar escalones en ellos. Lo que hicieron fue fijar con clavos en el suelo delgados listones de madera: así los moradores, sin exponerse a resbalones, pueden salir a saltos hasta la superficie como si ascendiesen por la escalera de un gallinero; aquí todo depende de unos pocos segundos.
Cuando bombardeos intensos devastan el Bosquecillo, todos los seres vivos se concentran en la galería, único lugar en que resulta posible resistir. Las estrictas normas que se refieren a las guardias prohíben ciertamente hacer eso; pero aquí no hay más vigilancia ni más normas que las que cada cual se impone a sí mismo.
Sólo cuando tuve delante de los ojos esa galería subterránea comprendí que la guarnición fuera capaz de mantenerse en el Bosquecillo. Visto desde atrás, éste se me había aparecido en muchas ocasiones como un simple remolino de vapores y tierra, un remolino que se alzaba cual un surtidor y caía luego sobre los árboles. Cuando esto ocurre, los hombres se reúnen en los pasillos de la galería subterránea y allí permanecen apretujados; con mucha frecuencia los proyectiles ciegan estos pasillos, al caer sobre ellos, y luego es preciso despejarlos recurriendo a las hachas y las azadas. Los únicos que permanecen en sus puestos son los centinelas de la zona avanzada, pero el estruendo impide que desde allí puedan comunicarse a gritos con los de la galería; nadie sabe si continúan vivos o si acaso ya han muerto desangrados. Es cierto que una bengala luminosa disparada a ras del suelo desde los dos lados, el de la galería y el de la zona avanzada, significa: «Aún seguimos aquí»; pero esta señal es demasiado delatora y no se puede repetir muchas veces. Además, al jefe de la zona avanzada le preocupa más lo que ocurre a su lado y delante que no lo que queda a sus espaldas.
Toda la atención de los hombres se dirige a captar el momento en que el fuego pierde intensidad y se desplaza hasta la parte de atrás del Bosquecillo, instalando allí un cerrojo de hierro. Pues es en ese momento cuando se ve si el enemigo ha pensado que intervengan en la lucha también los seres humanos, o sólo el material, es decir, si pretende también conquistar, o únicamente aniquilar. Antes, ese momento quedaba intercalado —se producía un silencio funesto entonces— entre las olas de fuego de la preparación artillera y el asalto propiamente dicho. Pero hoy, tras muchas enseñanzas sangrientas, el atacante recurre a todos los medios a su alcance para ocultar ese instante, para impedir que el defensor lo perciba. Hace que el fuego aumente y disminuya una y otra vez en poderosas oleadas, con el fin de que la atención quede fatigada; tiende cortinas de
shrapnels
, que se rasgan y revientan por encima de las cabezas de sus propias unidades de choque, pero que lanzan sus cargas de balines muy por delante de donde éstas se encuentran; dispara proyectiles que no explotan, bombas con espoleta retardada, bombas fumígenas, que no arrojan cascos de metralla, pero producen un efecto amenazador. Mediante esos recursos espera dejar sin respiro al defensor y hace que la aparición del ser humano siga tan inmediatamente a la aparición del fuego como el trueno al rayo.
Pues ha quedado demostrado que el ser humano posee una fuerza de resistencia mayor que la que se había sospechado; en la misma medida en que crecen sus medios crece también él; y, en este pugilato, siempre ha salido hasta ahora victoriosa la capacidad de resistir. Acercarse al ser humano resulta cada vez más difícil; lograrlo requiere una especie de preparación que toca los límites de la magia. Lanzarse rapidísimamente al asalto contra unos hombres a los que el fuego ha dejado paralizados se asemeja a una de esas hazañas circenses que sólo los más audaces y seguros consiguen realizar. Sin ningún género de duda puede afirmarse que, en esta lucha en que los ejércitos de los pueblos y los cañones, utilizados en cantidades monstruosas, se equilibran, se está iniciando una segunda modalidad de guerra, una forma superior de guerra: la de los veinte hombres que, entre diez mil, son capaces, ellos solos, de superar la fuerza de gravedad del fuego y de la tierra y de irrumpir en aquel estrato elemental —y decisivo en un sentido profundo— en que uno se enfrenta cara a cara al enemigo.
El alférez Vorbeck era, tal como me lo había imaginado, uno de esos hombres que, gracias a Dios, no son raros aquí. Pocas palabras; un puño recio; un corazón franco. Sin duda tenían ese mismo aspecto aquellos lansquenetes rubios, temerarios y bonachones que invadieron la campiña italiana a las órdenes de Frundsberger y dieron una buena paliza en Pavía a los suizos; tipos infernales y, al mismo tiempo, almas cándidas. Tienen estos hombres en su cuerpo una vitalidad que los constriñe a batirse y a pelearse por lo que ellos consideran justo. Esa vitalidad produce un efecto verdaderamente refrescante tras una época en que la norma era «vivir y dejar vivir». Cuando uno visita a esos hombres, pronto se siente contagiado por su sana risa.
Vorbeck había recibido aquella misma mañana un gran paquete de comestibles y estaba desayunando en el momento en que llegué; me invitó a participar y no me hice mucho de rogar. De una cavidad abierta en la roca gredosa sacó también una botella y una caja de puros, de modo que pasé con él una hora muy agradable. Me di cuenta de que tenía delante de mí al hombre del que depende esta posición. Me aseguró que sus hombres eran magníficos y que aún no había tenido nunca necesidad de aplicarles su divisa: «Si tú me enseñas el trasero, yo te enseñaré los dientes»; se notaba que era la persona apropiada para tal lugar.
También le pregunté, naturalmente, por el golpe de mano que había dado y del que me había enterado por el sargento aspirante a oficial. Me dijo que pocos días antes, acompañado por su jefe de sección, el alférez Kastner, y por su ordenanza, había llegado a rastras hasta la trinchera inglesa y se había introducido en ella. Para llevar a cabo esta operación había elegido la hora del mediodía —esto es cosa que sólo se comprende si se conoce la tierra de nadie sembrada de embudos y la seguridad de los centinelas; los cuales, aturdidos a esa hora por el tremendo calor, se apoyan en el parapeto y tienen ante sus ojos otras cosas muy diferentes que el campo muerto, vibrante, que ante ellos se extiende, solitario y siempre igual, desde hace semanas. La idea de aprovechar alguna vez esa hora de somnolencia general para infiltrarse en la trinchera enemiga se le ocurre a cualquiera; es una idea tan audaz como simple, y por ello se realiza pocas veces.
Aquella aproximación a la pieza de caza, realizada a plena luz del mediodía, había tenido éxito; sin que nadie los viera, habían penetrado en la trinchera inglesa y allí se escondieron en una bifurcación cubierta de maleza. Pronto había pasado a su lado un hombre que caminaba solo y que probablemente era un centinela que se dirigía al relevo. Pero en el preciso momento en que se disponían a lanzarse sobre él para reducirlo, dio la vuelta con ojos inquisitivos —tal vez alertado por un pequeño ruido o por un oscuro presentimiento—, los descubrió y, en una acción rapidísima, arrojó contra ellos una granada de mano. Vorbeck, ciertamente, le partió enseguida el alma de un pistoletazo; pero el ruido causado por la granada de mano al estallar provocó en la maraña de las trincheras tal desasosiego que aquello parecía un avispero alborotado. Si no querían que los mataran, tenían que intentar aprovechar el instante del primer desconcierto para alcanzar de nuevo, corriendo a toda velocidad, la propia línea, situada en la linde del bosque.
Es fácil imaginar la sorpresa: tres seres humanos que de repente aparecen al descubierto en un llano cuyo único habitante es la Muerte. Eso es caza mayor. A la mencionada sorpresa se debió indudablemente el que no fueran abatidos en pocos segundos. En esta ocasión consiguieron replegarse sanos y salvos antes de que las detonaciones de los fusiles hicieran entrar en acción también a las ametralladoras. Kastner fue el único que sufrió un percance; en el momento en que saltaba dentro de la trinchera desde la parte de arriba, una bala le hizo un desgarrón en la guerrera y le rebanó la tetilla izquierda. El afectado por aquel tiro tan extraño estaba sentado con nosotros a la mesa; era un hombre flaco, profesor de letras, y explicó aquello con el mismo tono seco con que seguramente acostumbra a explicar, en tiempos de paz, los textos de Livio a sus alumnos de bachillerato.
La gente narra estas aventuras muy bien, y a menudo las he oído contar con mucha emoción; pero he observado que hay una cosa que nunca es expresada con palabras suficientemente claras en el relato: el instante en que uno, estando emboscado, divisa al ser humano a corta distancia. El estremecimiento que le recorre a uno el cuerpo en ese momento es algo que no se puede comparar con ninguna otra sensación. Sin duda ya nuestros antepasados más remotos, que aún luchaban contra animales gigantescos, tuvieron el sentimiento de que el ser humano es un adversario diferente de los demás; el encuentro con él significa una prueba durísima también para nosotros, que estamos habituados a vivir semanas enteras en medio de los horrores de la guerra. Aquí es también donde siempre se manifestará por vez primera el declive de la combatividad: durante largo tiempo la tropa podrá seguir estando en condiciones de luchar con la ayuda de las máquinas, pero ya no será capaz de soportar la colisión directa entre un hombre y otro hombre. El combate no es ganado por la máquina, sino con la ayuda de la máquina —y ésta es una gran diferencia.
Satisfecho de mi paseo, durante el cual apenas fui molestado por el fuego, regresé a nuestra línea principal de resistencia, recorriendo el Camino de Puisieux. Si es necesario, acudiré de buena gana en auxilio de los hombres de allí delante.