Me gustaría creer, por tanto, que ese pobre muchacho que hoy por la mañana ha muerto inesperadamente en medio de nosotros, aún pudo disfrutar ayer de una hora durante la cual quedó sustraído a este ambiente implacable que nos rodea. La mañana era tranquila; sólo en la aldea y en el Bosquecillo caían algunos proyectiles aislados. Bien porque en el lado enemigo cometieran un error al apuntar, bien porque la carga de pólvora estuviera completamente mojada o no la hubieran pesado con cuidado, lo cierto es que, de repente, cayó un proyectil certero en el lugar en que el Camino de Puisieux cruza la línea principal de resistencia; y precisamente allí se encontraba en ese momento delante de su abrigo un hombre que estaba revisando el cañón de su fusil, que acababa de limpiar.
Me comunicaron que él era el único que estaba en la trinchera, ocupado con su fusil, y que, inmediatamente después de la explosión, la onda expansiva lo arrojó lejos y bajó rodando, con una horrible herida en el cráneo, los pocos escalones del abrigo, dentro del cual estaban durmiendo otros dos hombres. Allí dentro todavía se desarrolló una escena breve, pero fantasmal. Mientras vendaban aquel cerebro destrozado, éste pareció recordar, en los escasos segundos que precedieron a su desintegración, una canción militar; desde la oscuridad de la tumba, por así decirlo, el moribundo empezó a cantar una estrofa de aquella canción.
El rumor de estos percances se propaga con mucha rapidez por la trinchera. A los cinco minutos de ocurrir la desgracia me encontraba ya en el lugar del suceso y adopté las medidas precisas. Esto es importante, pues un hondo abatimiento se apodera de la tropa cada vez que la Muerte irrumpe de un modo tan inesperado. Cuando llegué habían sacado ya al muerto a la trinchera y sus camaradas se hallaban allí de pie rodeándolo. Habían intentado vendar la herida, pero las vendas quedaban rápidamente empapadas de sangre y cubrían la cabeza como un tampón rojo e informe. También en este caso me llamó la atención esa postura de grandeza y de calma que es peculiar de los caídos al poco de morir. Esa postura se expresaba tal vez en las manos, que yacían medio cerradas encima del pecho, o tal vez, también, en el modo de estar tendido el cuerpo, que nunca vemos en los que duermen. A menudo tengo la impresión de que en el muerto se conserva por breve tiempo la huella de un esfuerzo que lo reviste de una gran dignidad y establece una distancia inmensa entre él y nosotros.
He contemplado ya muchos cadáveres, pero no he podido acostumbrarme a su visión; también hoy por la mañana, al inclinarme sobre el muerto, me sorprendí a mí mismo adoptando una conducta extraña, que ya he observado varias veces en mí. Mis ojos se acomodaron para mirar a lo lejos, como si, mientras miraban aquel objeto cercano, no pudieran verlo con claridad. También los pensamientos están como paralizados en ese momento. Es como si por un instante se hiciera visible la entrada de una cueva y luego volviera enseguida a cerrarse. Tal vez los muertos posean una fuerza secreta, irrefutable.
Todo esto resulta enigmático y sin duda es bueno olvidarlo pronto. También he observado que en presencia de los muertos se revela la diversidad de las razas. Había allí un hombre perteneciente al pelotón del caído, un hombre llegado de alguna de nuestras provincias orientales, y que sin duda era un pietista o un seguidor de alguna secta, pues comenzó a tocar el cadáver y a hablarle y consolarlo con una voz especial. A mí aquello me resultaba extremadamente desagradable y antinatural. También los demás pensaban, al parecer, lo mismo que yo. En todo caso, oí inmediatamente estas secas palabras, que aprobé en secreto: «Cierra el pico». Ellas interrumpieron aquel irreverente balbuceo.
Achiet
Rumores extraños recorren el frente. Uno ve cómo la gente forma corros y junta las cabezas para transmitírselos y también participa personalmente en esa forma de intercambio de noticias cuando encuentra a un viejo conocido. Se trata de la gran ofensiva contra Reims, en la que tantas esperanzas habíamos puesto y que de repente parece haber quedado sepultada sin brillo ninguno, como tantas otras esperanzas de esta guerra. Varias veces hemos vivido ya la misma situación; esto mismo ocurrió sobre todo con el ataque a Verdun: se empezó a hablar cada vez menos de él y poco a poco se fue transformando en un movimiento defensivo, hasta que quedó engullido por el trueno de la Batalla del Somme. Entonces ocurrió lo mismo que está ocurriendo ahora, los comunicados del ejército adoptaron el mismo cauto lenguaje. Y, sin embargo, los acontecimientos tenían entonces un cariz diferente. Habíamos intentado atrapar al enemigo, habíamos elegido para ello nuestro punto más fuerte; y aunque el golpe fallase, qué importaba, pronto demostraríamos de un modo enteramente distinto nuestra capacidad. Hoy no ocurre eso. Las circunstancias son las mismas, pero ya no las vemos de igual forma.
Hace poco me hallaba delante de la puerta de mi blocao y tuve una sensación muy peculiar cuando Bert concluyó con estas palabras una larga conversación que habíamos tenido:
—Las cosas marchan mal, puedes creérmelo. Ahora les llega el turno a los norteamericanos, que avanzarán como avanzamos nosotros en 1914.
Puedo afirmar que fue en ese instante cuando por vez primera me asedió este pensamiento: «¿Y si perdiéramos la guerra?».
Es un pensamiento completamente inverosímil; hasta que se llegue a la conclusión de la paz tendría que estar castigada con la pena de muerte la mera enunciación de esa idea. Y, sin embargo, se ha despertado dentro de mí; la resistencia que le he opuesto ha sido sorprendentemente escasa. Creo que durante estos días les ha ocurrido a otros muchos lo mismo que a mí.
Tampoco aquí donde estamos nosotros parecen marchar las cosas de la mejor manera. Ayer por la tarde, cuando ya teníamos listo el equipaje para partir hacia la posición, llegó la orden de que provisionalmente nos quedásemos donde estábamos. Corre el rumor de que es inminente una ofensiva; tal vez se quiera evitar de esa forma el relevo y mantener en estado de alerta unas tropas bien descansadas. Hasta ahora hemos tenido siempre que pagar caras las jornadas de descanso como éstas. Aprovecho el tiempo para poner en orden mi correspondencia.
«Querido Fritz, muchas gracias por tu carta. ¿Qué tal les va a tu pulmón y a tu brazo? Aquí nos encontramos en una posición tranquila; tengo tiempo de recuperarme de mi última herida y de recordar los hermosos días pasados en Rehburg. Casi siempre estamos al aire libre; el sol se porta bien y nos ha puesto de color cobrizo, como los indios.
»Por lo que me dices, estás tan restablecido que de vez en cuando puedes llevar al frente un tren con tropas de repuesto. Tu carta me ha mostrado que, tal como están evolucionando las cosas, esa tarea comienza a ser muy desagradable y uno puede verse envuelto en situaciones de tanta responsabilidad como las que se dan en el combate. Fuego de fusilería desde el tren, gritos salvajes, motines, amenazas: todo eso me ha traído a la memoria la obra de Zola
La débácle
, cuyas escenas nunca creímos que pudieran darse entre los prusianos. Puedo imaginarme que te sintieras muy a gusto tras haber entregado a su división aquella banda de gente, una cuarta parte de la cual se había volatilizado.
»En la zona que queda al alcance del fuego enemigo no aparecen esas dificultades que tú has tenido; pero es bueno ocuparse de ellas con cierto detalle, al menos en teoría, especialmente porque no existen instrucciones precisas sobre este punto. Las normas del Reglamento hablan siempre del soldado tal como éste debe ser. En lo que se refiere a las excepciones, la única norma que recuerdo es una sobre el modo de tratar a los borrachos; me pareció tan clara que difícilmente cometerá ningún error nadie que la haya leído una sola vez. Precisamente esas cosas, las borracheras, ocurrían con frecuencia en tiempo de paz; tal vez el mando considerase imposibles unas situaciones como las que tú describes. Con todo, no es tan difícil resolverlas.
»En un caso como el tuyo y, en general, en cualquier situación en que haya indicios de una revuelta colectiva, se propaga un ambiente de inseguridad; al jefe no le es lícito dejarse contagiar por él. Si uno interviene con rapidez, casi siempre saldrá bien del paso con pocos medios; cuanto más tiempo deje sueltas las riendas, mayores fatigas le costará resolver el problema. Si uno ve que resulta inevitable la confrontación directa, es preciso entonces provocarla personalmente: uno puede elegir así el lugar y el momento más propicios. Hay que intentar crear el caso concreto, precisamente eso que se llama “establecer un ejemplo”.
»Si uno está decidido, nunca le faltarán fuerzas para llevar a cabo lo que se propone. En los más de los casos bastará con recurrir a los suboficiales. Se solicita de ellos el nombre de los dos o tres cabecillas, se lleva uno consigo al compartimiento unos cuantos hombres armados y se aguarda la llegada a la próxima estación. Allí uno ordena a la tropa que se apee; si lo hace con tumultos y gritos, elige al tipo más alborotador y fuerte, se acerca tanto a él que no quepan dudas sobre quién es el interpelado y en voz bien alta le da una orden tajante; por ejemplo, que se desprenda del correaje o que vuelva a su compartimiento. Si no obedece, se recurre de inmediato a las armas.
»Sin embargo, cuanto más decidido esté uno a emplear la violencia, tanto menos necesitará hacerlo. Seguramente se producirá un gran silencio y se formará un amplio semicírculo en torno al interpelado; éste se verá así reducido a su simple persona, mientras que al jefe lo respaldará la autoridad del Estado. Se arresta al tipo y se hace entrega de él al jefe de la estación. Luego se ordena a la tropa que forme, exigiendo que se guarden todas las formalidades del campo de instrucción, y se la cuenta de cuatro en cuatro —ése es el mejor medio de despertar rápidamente el sentimiento de una unión articulada y de subdividir la masa en pequeñas unidades—. A los hombres cuyos nombres fueron dados antes por los suboficiales se les ordena que se pongan en primera fila; si se produce el menor incidente, también a ellos se los arresta. Ahora ha llegado el momento de que el jefe pronuncie una pocas palabras, en el caso de que se crea capaz de hacerlo; de lo contrario, es mejor dejarlo. Salgo garante en todo caso de que, si has despachado el asunto con la calma necesaria, la gente leerá en los ojos tus deseos durante todo el tiempo que quede de viaje».
Primera línea
Pese a todo, ayer por la noche hicimos el relevo. La orden de realizarlo llegó tan repentinamente como la de que nos quedásemos donde estábamos. El sector lo encontramos sin cambios. Parece, sin embargo, que sigue habiendo motivos de inquietud, pues durante toda la noche tuvimos que realizar patrullas delante de las alambradas. También yo estuve patrullando con Otto de un lado para otro durante dos horas; oímos toser a los centinelas ingleses, pero encontramos desierta la tierra de nadie. Precisamente ahora nos ha venido bien sumergirnos otra vez en el desierto. Basta con adentrarse un poco en la retaguardia para que la vida torne a verse rodeada de mil sujeciones, compromisos y dudas. Todas esas cosas desaparecen en la zona de fuego.
En el transcurso de los últimos años he pasado al aire libre tantas noches de verano que apenas puedo acordarme de cada una en particular, a no ser que en ella se llegase a un combate cuerpo a cuerpo con el enemigo. En mi memoria todas las noches se funden en una única noche. Ya ahora, cuando durante los días de permiso en casa hojeo mis Diarios, leo aquellas anotaciones como si estuvieran redactadas por la mano de otro.
En la memoria permanece, sin embargo, algo especial, que uno nota tan pronto como se adentra al descubierto en el campo de batalla. La guerra tiene su olor peculiar, su «viento» propio. Uno lo reconoce, de igual manera que, cuando sueña, se acuerda de sueños hace mucho tiempo olvidados. La guerra es uno de los ámbitos en que uno redescubre los sonidos primordiales; por ejemplo, el de la brisa, que va y viene vagando por los campos con pasos cada vez más ligeros, cada vez más apagados. No hay melodía más honda que ésta.
Primera línea
Schüddekopf ha regresado de su permiso. Al darle la bienvenida, los camaradas le han gastado las bromas que se suelen gastar a un recién casado. Estoy muy contento de que haya vuelto. En los últimos días Otto había sometido mi paciencia a unas pruebas muy duras. El único uso que de Otto puede hacerse es utilizarlo para que tire granadas de mano a las seseras de los ingleses; siento curiosidad por saber qué clase de ocupación se buscará en tiempo de paz. Hace poco he tenido en mis manos su documentación: educación en un centro tutelar, antecedentes penales por desórdenes públicos, peleas, injurias a funcionarios, contrabando. Cuando se trata de tomar al asalto un nido de ametralladoras, todas esas cosas son, a fin de cuentas, pequeñeces, y a nadie le preguntan por ellas. Pero en tiempo de paz las cosas volverán a ser diferentes.
Sería necesario disponer siempre de países donde se pudiera dar una ocupación a tipos como Otto. Contemplar cómo precisamente estos hombres dotados de unas energías tan poderosas y salvajes degeneran o, en el mejor de los casos, emigran, es un triste espectáculo. El rango de un sistema es proporcional a la cantidad de energía elemental que es capaz de acoger y emplear. No es eso lo que ocurre en los pequeños Estados actuales; en ellos predominan las castas de los tenderos y los escribientes, mientras que los soldados se han convertido en una especie de funcionarios. Quienes, viviendo en esos países, carecen de habilidad para hacer buenos negocios o buenos exámenes escolares, lo pasan mal. Esas cosas atrofian la libertad e impiden que el hombre crezca derecho. Uno nota eso en el hecho de que, incluso aquí, dentro de los abrigos, a veces lo angustian malos sueños en los que sueña que está sufriendo un examen. Tal vez un proyectil certero que cae en las cercanías lo despierta de uno de esos sueños; entonces respira aliviado al comprobar que no está realizando un examen, sino que se encuentra aquí, en Picardía, a doscientos metros de los ingleses.
Tal vez cambien las cosas, sin embargo; ganaremos la guerra y seremos dueños de vastos territorios. En las zonas periféricas siempre hay cosas que hacer; en todo momento se necesitan allí hombres. También hay en ellas muchas ínsulas, y ya Don Quijote sabía que éstas son uno de los distintivos del dominio. Si yo fuera gobernador general de Madagascar, me atrevería a dar ocupación allí a doscientos tipos como Otto; no se aburrirían un solo día.