Tempestades de acero (54 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Poco es lo que puede decirse de los alrededores; lo que vemos son las mismas colinas bajas y desnudas de árboles que hay por todas partes. A nuestra espalda queda el punto de amarre de uno de nuestros globos cautivos. Un avión inglés intentó ayer incendiarlo con proyectiles trazadores; no consiguió dar en el blanco, pero vimos cómo el observador se tiraba del globo. A pesar del fuerte viento que soplaba, aterrizó bien, pero el paracaídas lo arrastró durante cierto tiempo por el suelo. El terreno está sembrado de numerosos carros de combate destruidos e incendiados por los disparos; parecen pequeños navíos de guerra que hubieran naufragado en el fuego. Las sinuosas huellas dejadas en el blanco suelo por sus cadenas, antes de que un proyectil certero les destrozase el motor, pueden distinguirse desde gran distancia, como si estuvieran trazadas en un mapa de combate. La aldea de Achiet queda muy cerca. Se encuentra en ruinas, pero la bombardean poco; por este motivo una espesa vegetación cubre sus muros, en los que brillan por millares las flores blancas y redondeadas, parecidas a platos, del saúco.

También aquí estamos sometidos al fuego enemigo; es verdad que no nos bombardean a diario, pero lo hacen, en cambio, con piezas de artillería de marina de grueso calibre; sus proyectiles siguen una trayectoria rasante y llegan bramando con una violencia inaudita. Es probable que todas estas desgracias nos las cause un cañón de largo alcance al que todas las noches hacen avanzar por la vía del tren para que dispare contra nosotros. También hay un avión que arroja bombas de vez en cuando; no suelen dar en el blanco, pero recientemente un azar funesto quiso que una de ellas cayese en medio de quienes rodeaban a una banda del regimiento que en aquel momento estaba tocando.

Nuestros días transcurren muy cómodamente. Tenemos aquí unos mandos comprensivos que no exigen más que los servicios estrictamente precisos. Ya no ocurre lo que ocurría en los primeros años de la guerra; era indecible la cantidad de instrucción que entonces hacíamos durante las jornadas de descanso. En este punto lo más nocivo es siempre la exageración. Los hombres saben manejar bien las armas, las utilizan a diario en el combate. Basta, pues, con hacer un pequeño sacrificio, breve, pero enérgico, al espíritu de la disciplina.

Cuando uno trata con la tropa, la encuentra terriblemente cansada, aunque la intensa morenez de los rostros presta a los hombres una engañosa apariencia de salud. Muchos de los soldados pertenecientes a las últimas quintas no están aún completamente desarrollados; y como no hay posibilidad de mejorar el escaso rancho, es preciso concederles reposo, a fin de que reserven sus energías para las tareas del combate. Además, casi todos tienen metida la gripe en el cuerpo; como es lógico, en ellos tropieza con menos resistencia que en los demás. Esto explica que la gente muy joven muera con suma rapidez en los hospitales, se extinga como lamparillas, pues no posee en el cuerpo reservas suficientes. Todos nosotros tenemos la esperanza de poder gastar éstas en una única llamarada, en que se vaya a la victoria o la derrota, y no del modo lento en que ahora las consumimos.

Para hoy por la tarde había anunciado un partido de pelota; hasta hace poco tiempo este juego gustaba mucho a los hombres. Pero hoy estaban como paralíticos; apenas se movía la pelota, y quienes tenían que correr rehuían hacerlo; varias veces tuve que dar la orden de que se reanúdase el juego. Ocurría, sencillamente, que los hombres estaban demasiado cansados. En estos casos lo mejor es permitirles que se tumben en la hierba y darles una clase de teórica, o bien hacer un ejercicio de marcha sobre el terreno para ir a ver los tanques. Es una buena ocasión para enseñarles muchas cosas.

Y tan pronto como en la cantina haya cerveza y, si fuera posible, también aguardiente, organizaremos una buena francachela en las barracas. Se contarán entonces tales chistes que le zumbarán los oídos al capellán de la división, que vive allá atrás en Quéant, y se armará tal estruendo que los ingleses que están allí delante de Hébuterne pensarán que se les viene encima una ofensiva. Celebrará sesión la «Liga Antialcohólica»; Schüddekopf volverá a contar, adornándola mucho, la vieja historia del proyectil que, en Saint-Christ, cayó en las letrinas; el sargento Meier, que nunca pronuncia más de tres palabras al día, sacará a relucir el único chiste que conoce y que todos sabemos de memoria hace ya mucho tiempo; y yo mismo dejaré que a última hora me trasladen a mi barraca, entre grandes medidas de precaución, y allí me desvistan. Así podrán decir a la mañana siguiente:

—Oye, ¿te fijaste en el alférez? ¡Vaya curda que llevaba otra vez!

El tiempo libre de servicio lo empleo de muy diversas maneras. La primera mañana hice una excursión a caballo hasta Sapignies; fui a tomar un baño en las instalaciones que allí existen y me llevé en el zurrón ropa interior limpia. Muy cerca de donde estamos queda Cagnicourt, la aldea donde se inició el 21 de marzo de este año la gran ofensiva; los sucesos recientes parecen haber relegado ya al olvido este acontecimiento. Me di el gusto, impregnado de una melancolía extraña, de recorrer a caballo el mismo camino que entonces hicimos a pie, arrastrados por el loco entusiasmo de aquel primer día de ataque. El camino se iniciaba junto a un fosa común; en las cruces que allí había estaban escritos más de veinte nombres que me eran bien conocidos; esa tumba señala el lugar en que explotó aquel siniestro proyectil que jamás olvidará ninguno de los que entonces, como por un milagro, salieron ilesos. Y terminaba junto al mortífero lugar en que recibí, el 22 de marzo, aquella herida de la que, por causa del ardor de la refriega, no me di cuenta hasta media hora después. En treinta y seis horas avanzamos cinco kilómetros —pero aquellas horas pasaron volando, fueron como un sueño ardiente en el que se abren paisajes y ocurren cosas que escapan a toda descripción.

No puedo montar a diario a caballo, pues es preciso tratar con miramiento a los animales; también su ración de pienso es escasa. A menudo doy paseos con Domeyer, Sprenger y algunos otros conocidos de los viejos tiempos. Buscamos en el terreno nidos de perdices o bien espoletas, contra las cuales disparamos; esta diversión ha costado ya un herido grave. En las cercanías del terraplén del ferrocarril, en dirección a Ablainzeville, se encuentra un gran campamento de barracas abandonado por los ingleses; se halla medio oculto bajo grandes montones de escombros sobre los que han crecido las ortigas. Aquí dejaron los ingleses pilas de granadas y de cartuchos, que están oxidándose bajo los arbustos y las malezas. Todas las tardes vamos a ese lugar a cazar ratas. Derramamos en los agujeros pólvora de los cartuchos y luego le prendemos fuego; las ratas —unas ratas grandes y gordas, parecidas a conejillos de Indias— salen entonces disparadas. Las rematamos a bastonazos o con disparos de pistola.

Todas las noches se «cartea» —como se dice en el dialecto de Hannover— en mi barraca. Aquí el dinero apenas sirve para otra cosa que para jugárselo. De paso combatimos la gripe, es decir, trasegamos enormes cantidades de un aguardiente al que hemos dado el extraño nombre de «Este Superior»; su sabor es aún más extraño que su nombre. Hay quien dice que es alcohol metílico, pues, en cuanto uno se ha echado al coleto unos cuantos tragos, se queda profundamente adormilado. Cuando se bebe ese aguardiente suceden cosas que parecen de brujería. Así, hace poco estábamos sentados a una mesa bebiendo cuando de repente se apagó la luz por culpa de una alarma aérea. Al volver la luz, todos los que se hallaban sentados a la mesa se encontraban en la misma postura y lugar que antes; sólo el médico jefe tenía en su cabeza un enorme agujero del que brotaba sangre. Un soldado se quedó dormido en la maleza del terraplén del ferrocarril mientras andaba buscando su abrigo; allí pasó, entregado a sus sueños, un serio ataque de gases, y, como no notó consecuencias perniciosas, se jacta de haber descubierto un nuevo método para defenderse contra los gases. Domeyer se encuentra aquí en su elemento. Su entusiasmo, sin embargo, adopta a veces formas peligrosas; ayer por la noche le agujereó con disparos de pistola sus largas botas al sargento que tiene su camastro cerca del suyo; creía que estaba cazando ratas.

Achiet

Un amigo de la época escolar al que ya tenía medio olvidado y que ahora es miembro de una famosa escuadrilla de cazas se enteró de mi presencia aquí y ayer por la noche me invitó a una pequeña fiesta.

Vino a Achiet a recogerme con un coche y luego me condujo a una pequeña mansión señorial cerca de la cual está instalado el campo de aviación. La fiesta la daba el jefe de la escuadrilla, un joven teniente, para celebrar el derribo por él del vigésimo avión enemigo. Me acogieron como a un camarada más, a pesar de los peculiares celos que han surgido entre la infantería y la aviación y que en parte se basan en que cada uno considera que su misión en la guerra es más peligrosa que la del otro. Incluso nos entendimos muy bien. Sólo en una ocasión provoqué un pequeño revuelo; fue cuando hablé de «viajar a París». Esta gente no conoce la palabra «viajar»; la única que conoce es «volar». En esto se pone de manifiesto lo orgullosos que están de su nuevo arte; considero justificado ese orgullo. En otro aspecto hice la sorprendente observación de que aquí reinan una cohesión y una obvia coincidencia de pensamientos que sólo suelen encontrarse en comunidades unidas por una larga tradición. Tiene que existir un espíritu muy fuerte en unos grupos que han logrado adquirir en tan breve espacio de tiempo un perfil tan definido, un espíritu que sabe crearse poderosamente sus propias formas de manifestarse. Semejante espíritu posee una energía reproductora —pienso que en la Europa del mañana esta estirpe humana, movilizada por esta guerra, será capaz de desempeñar un papel dirigente tanto en la guerra como en la paz.

Me ha parecido entrever que estos hombres representan una forma hasta ahora desconocida de manifestarse el ser humano, una forma que vengo encontrando cada vez con más frecuencia durante el último año, a partir aproximadamente de la Batalla de Cambrai. Cuando contemplo ciertos rostros se me cae la venda de los ojos; es como si en ellos nos dirigiese su primer saludo una vida nueva, enigmática y más peligrosa, que aceptamos contentos y horrorizados.

Sé que en el arma de aviación la vida de los hombres no suele durar más de seis meses y que, por tanto, los pertenecientes a ella no hace mucho tiempo que se conocen; justo por ello me dejaron tan sorprendido la cohesión que allí reina y la fortaleza del proceso espiritual que sin duda está en el fondo de tal cohesión.

¿Qué clase de hombres son, pues, estos aviadores? Proceden de ese ejército gigantesco que, allá delante en las trincheras, está sometido a un fuego permanente, y constituyen una selección a la que ha congregado el afán de entregarse a formas de combate cada vez más audaces. También hay entre ellos soldados de caballería, figuras delgadas como yóqueis, de rostros afilados y monóculos brillantes. Se han cansado de estar inactivos en las aldeas y en las mansiones señoriales de la retaguardia y de esperar, sin hacer nada, a que se reanude el avance. Se les nota que pertenecen a familias que desde hace siglos llevan en la sangre el espíritu de los combates ecuestres y que miran con desdén, como poco adecuado a su rango, ese modo de luchar que consiste en situarse detrás de máquinas y de fusiles automáticos. Por ello se les acusa de que entienden más de cazar y disparar que de manejar los motores. Pero entre los aviadores hay también otros hombres que han nacido y crecido en las zonas llenas de humo de las grandes industrias y que desde su infancia han estado cerca de los medios y poderes propios de nuestra época. Ellos se han adentrado un poco más en este mundo nuestro que, por debajo de su superficie fría, hierve de misterios y prodigios incandescentes; estos hombres barruntan ese espíritu elemental que comienza a dar señales de vida en los átomos del acero y de los materiales explosivos y en las crepitantes chispas del encendido de una máquina. Y, sin embargo, sus pasos se orientan hacia lo sencillo; los aviadores dominan su avión como el australiano domina su bumerán. Hay, en fin, entre ellos, otros hombres en los que parecen haber resucitado, haber renacido de una manera extraña, los antiguos vikingos; apenas representa diferencia ninguna el que éstos de ahora suban a pájaros artificiales y los vikingos de otros tiempos subieran a naves piratas adornadas con escudos multicolores. Es cierto que han cambiado los tiempos y los medios, pero ha permanecido viva la audacia con que se enfrentan a la Muerte.

Procedan de donde procedan, a todos ellos los une la gran tensión de la lucha, ese espíritu del combate y del trabajo cruento que tal vez sea en estas pequeñas comunidades donde haya encontrado su expresión más enérgica. Cuando uno penetra en el amplio campo de aviación, en el cual están preparados para el combate, unos junto a otros, temblorosos y rugientes, sus poderosos aparatos, siente, y de ello no le cabe la menor duda, que aquí sólo pueden resistir los corazones fuertes. Jamás estuvieron aguardando a los guerreros unos corceles más fogosos que éstos. Pero no es suficiente con que el espíritu se obligue a sí mismo a domarlos; si no percibe con placer y euforia su voz de trueno, el espíritu sucumbirá.

Sí, la gran pasión de estos guerreros es la lucha, el placer de desafiar al Destino, el placer de ser ellos mismos Destino. Eso es lo que sienten cuando, tras despegar, se lanzan hacia lo incierto como si fueran una chirriante bandada de aves de rapiña. Cuando se ciernen a unas alturas tales que desde ellas el frente aparece como una tenue red y los ojos de los combatientes de las trincheras consiguen divisarlos únicamente como una serie de puntos, en su aventurada empresa se celebran unas bodas de fuego entre el espíritu de la vieja caballería y la rigurosa frialdad de nuestras formas de trabajo. Estos hombres gozan de la ventaja de poner a prueba su energía enfrentándose a las mejores tropas del mundo en un reino nuevo, en la vastedad del espacio ilimitado cubierto de bancos de nubes. Es un torneo a muerte; en ese palenque lo único que existe es la victoria o la caída. Por eso el enfrentamiento entre ellos se parece al de unos animales que se ensañasen rabiosamente unos con otros.

Y sin embargo hace falta algo más que audacia ciega para plantar cara a esos vuelos en círculo durante los cuales se les salpica con proyectiles trazadores, a esas cacerías en que se persiguen hasta llegar casi a rozar el suelo, a esos giros, caídas simuladas, vueltas de campana y descensos en espiral. Numerosos procesos complicados se desarrollan mientras dura ese vuelo frenético; y tal vez tenga más importancia que el lanzarse contra el adversario con la rapidez de una flecha aquella mirada de reojo, breve y preocupada, con que al mismo tiempo se rozan las temblorosas agujas de los relojes del tablero de mandos. Ello presupone una raza dotada de un cerebro frío como el hielo encima de un corazón ardiente. Por eso es de una intensidad incomparable el sentimiento de triunfo con que se ciernen sobre el enemigo que se precipita a tierra ardiendo y reducido a astillas por la presión del aire. Esta sensación de poder que todos ellos conocen es lo que los impulsa a ascender una y otra vez a las nubes.

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