Tempestades de acero (57 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Esto se repitió en los días siguientes; había jornadas en que sólo en dos o tres ocasiones enviaba el enemigo esas bolas, pero otras veces lo hacía casi cada hora. Esto provocó entre los hombres un desasosiego, no muy intenso, pero continuo. En una ocasión el proyectil fue a caer sobre las cacerolas del rancho, que justo en aquel momento habían sido depositadas encima del través; la sopa cayó al suelo como si fluyese de unas regaderas. En otra ocasión una de aquellas bolas quemó y desgarró el capote que el jefe del pelotón había extendido sobre el talud de barro para que se secase. Y, por fin, los cascos de metralla habían herido gravemente a un hombre de la patrulla enviada por la compañía de nuestra derecha y fue preciso evacuarlo a la retaguardia.

Un silbido anunciaba, casi siempre con bastante antelación, aquellos proyectiles, que no volaban muy rápidos; pero los hombres se veían forzados a estar siempre prevenidos, con el fin de lograr ponerse a cubierto a tiempo. El nerviosismo se apoderó de ellos y se encogían, asustados, cuando un pájaro, volaba sobre la hierba o en algún lugar del frente sonaba un disparo lejano. Una mañana de niebla salieron, moviéndose a campo descubierto, a buscar uno de aquellos proyectiles y consiguieron desenterrar algunos que no habían estallado.

Encontraron unos pequeños cilindros de hierro colado, perforados en su parte central por un tubo rayado. También nosotros poseemos esa clase de proyectiles; son granadas pequeñas que se fijan en el cañón del fusil y son proyectadas por la energía del disparo. Con ellas se pretende alcanzar a un adversario que se haya ocultado en la tierra a una distancia superior a la del alcance de las granadas de mano.

En este caso los disparos resultaban doblemente fastidiosos, pues una ligera elevación del terreno impedía divisar el lugar desde donde se hacían. Por ello era imposible pagar con la misma moneda; si se hubiera podido hacer, las relaciones habrían quedado regularizadas en cierto modo, como sucede en todos aquellos lugares en que no sólo se recibe leña, sino que también se la reparte.

A continuación estuve mirando con la lupa las fotografías aéreas, pero las encontré tan sembradas de embudos que no me fue posible reconocer nada en ellas. Ni desde otros sitios de nuestra trinchera ni tampoco desde el sector vecino resultaba posible divisar la zona que quedaba detrás de aquella pequeña elevación del terreno, cuya altura no sobrepasaba la de un hombre puesto de pie. Para poder ver la pendiente del otro lado hubiera sido necesario colocarse de pie encima del borde de nuestra trinchera; tal vez así se hubiera podido observar algo —pero el observador, desde luego, no habría podido contar luego lo observado.

Si se quería estropear la fiesta a aquellos tiradores era preciso, por tanto, acercarse a ellos con sigilo durante la noche, o bien arrastrarse con precaución, de día, hasta la cresta de la pequeña colina y matar de un disparo a uno de ellos. Estuve examinando con todo detalle el terreno y me pareció que era posible efectuar una aproximación a la luz del día. Desde los tiempos de la Batalla del Somme la zona avanzada de este área se encuentra llena de trincheras derruidas, algunas de las cuales conducen derechamente desde nuestra posición hasta la posición enemiga. Uno de esos viejos ramales de aproximación atraviesa, como si fuera una raya rectilínea, la cresta de la pequeña colina. Las inclemencias atmosféricas han hundido y medio borrado el mencionado ramal, de forma que lo único que de él queda es un surco no muy profundo de color pardo; por ambos lados comienza ya a cerrarlo la maleza que crece en la tierra de nadie. Ese surco me pareció la vía apropiada para realizar una aproximación sigilosa. El estudio de los detalles de mi plan me llevó bastante tiempo, pero al fin decidí ejecutarlo. Elegí el día de hoy y la hora del mediodía, pues en ese momento es cuando más adormilados se encuentran los centinelas.

A las doce me dirigí, pues, hacia el ala derecha de mi sector para abandonar allí la trinchera. Me acompañaba Otto, que llevaba mi arma, una carabina corta provista de mira telescópica.

—Esto le pone a uno de buen humor —dijo Otto.

—Sin duda esto le gusta a usted más que pasar el cepillo por las polainas —le repliqué, al tiempo que señalaba mis polainas de vendas, en las que se acumulaba el barro en pesados trozos.

Me despojé del cinturón e hice que Otto me cerrase bien los pasadores, para no quedar prendido por culpa de ellos en algún lugar. Até la pistola a un largo cordón de lana trenzada y me la guardé en el bolsillo superior derecho de la guerrera. Los dos nos quitamos luego los cascos, pues, a pesar de la capa de pintura gris que los cubría, sus reflejos podían resultar peligrosos a la luz del día. Del color de nuestros rostros no nos preocupamos; estaban tan quemados por el sol que, a pocos pasos de distancia, necesariamente se confundían con el suelo.

Todos los detalles los había tratado ya a fondo con Otto, de manera que, nada más llegar al lugar previsto, pudimos saltar por encima del parapeto. El avance teníamos que realizarlo deslizándonos como serpientes, esto es, apoyándonos más en las costillas que en los miembros. La zanja tenía al principio cierta profundidad, mas, para atravesar los anillos de un rollo de alambre que con sus espinosas espirales obstruía la zanja en el sentido de la longitud, nos fue preciso serpentear. Más adelante nuestros hombros quedaron a la altura del borde de la zanja y la única cobertura de que dispusimos fueron las hierbas repletas de flores que allí había.

Intercalábamos largas pausas y, tras ellas, volvíamos a avanzar a rastras, procurando siempre no mover de su sitio ni siquiera el tallito de una hierba. El suelo de barro estaba agrietado y tan caliente que casi nos quemaba las manos. El recio olor de la tierra y el fugaz aroma de las flores recocíanse juntos en aquella zanja como en una sartén plana y producían un intenso olor a fermentación; es éste un olor que sólo se llega a percibir cuando uno está de bruces sobre la tierra, como un animal, en días tan calurosos como éste. Otto me seguía inmediatamente detrás; yo no oía el menor ruido, sólo de vez en cuando sentía que su cabeza chocaba con las suelas de mis botas. Así fuimos ganando terreno lentamente, hasta que al final llegamos a lo alto de aquella pequeña elevación. Había allí un embudo reciente; sin duda lo había abierto un proyectil de espoleta muy sensible, pues era plano como un nido de cigüeñas y las llamaradas del proyectil habían quemado la hierba de los alrededores dejándola como un fieltro negro. Justo delante del embudo crecía un grupo de matas de cardos; el tamaño de sus flores rojizas era muy grande, flores de cardo tan voluminosas como aquéllas sólo las he visto aquí, donde desde hace años no pasan ni el arado ni la guadaña.

Poco a poco me fui deslizando dentro del embudo y, una vez en él, miré por encima de su borde. Las plantas formaban allí una especie de pared; para abrirme una ventana tuve que sacar la navaja y cortar un cardo. Hube de hacerlo sin producir el más mínimo ruido y tomando toda clase de precauciones, pues era muy posible que el adversario estuviera apostado a dos pasos delante de nosotros. Tras cortar el tallo con cuidado, lentamente fui haciendo desaparecer, centímetro a centímetro, la mata dentro del embudo.

Sólo entonces pude tener una visión de conjunto. Abajo en la llanura se extendían inertes las trincheras enemigas; sus perfiles danzaban en el aire ardiente que centelleaba por encima del suelo. De la muy ondulada línea enemiga salía, perpendicular a ella, una trinchera recta que ascendía por la pendiente de enfrente y venía a acabar a unos treinta pasos de donde nos encontrábamos. El final de esa trinchera estaba fortificado con alambres de espino y caballos de Frisia; por ellos había trepado la hierba, y al secarse había formado una pantalla de color amarillo pardo. Aquél era sin duda el apostadero del centinela enemigo. Me había imaginado que así serían las cosas: se trataba de la misma trinchera cuyos restos nos habían ofrecido cobertura a nosotros mientras realizábamos nuestra sigilosa aproximación. Pero en el lado enemigo no estaba muerta, sino que, hasta el lugar en que se hallaba apostado el centinela, la habían mantenido en buen estado. Tantas veces habíamos cortado con nuestros fusiles apuntados el punto desde el cual parecían salir los proyectiles enviados por el enemigo y tantas veces habíamos determinado la intersección de esas líneas, que había sospechado algo semejante a lo que estaba contemplando. Ahora veía también que una patrulla nocturna habría tenido poco éxito, pues, hasta su mismo punto de arranque, aquella trinchera avanzada estaba protegida tan densamente por alambradas que, sin una preparación artillera previa, parecía casi inatacable.

El puesto del centinela se destacaba del terreno con la claridad de un dibujo, mas el centinela mismo era totalmente invisible. Yo había contado con que, sintiéndose seguro, el centinela enemigo hubiera asomado al menos la cabeza, dejándola al descubierto; pero la maraña de los alambres repletos de hierbas ocultaba como una pared el final ciego de la trinchera, en el cual se encontraba sin duda el centinela. Sólo un poco más allá quedaba al descubierto un tramo pequeño —tal vez no tendría más de dos metros— del piso de la trinchera. Podía verlo desde arriba; era una delgada franja de barro endurecido por las pisadas y desaparecía enseguida detrás de un recodo. Esta observación no parecía importante y podía ser también la única hasta la puesta del sol; pero si se quiere estar al acecho del ser más peligroso del mundo no se puede reparar ni en tiempo ni en fatigas. Decidí, pues, aguardar y no apartar los ojos de aquel sitio.

Me puse cómodo y levanté un poco una pierna; Otto, que estaba tumbado inmediatamente detrás de mí, entendió enseguida la señal que le hacía, pues sentí cómo sobre mi muslo se deslizaba el cañón de la carabina. La elevé hasta donde yo estaba, quité el seguro y, echándome sobre el costado izquierdo, coloqué la pequeña placa de apoyo para el tiro a distancia. Nuestras carabinas son cortas y su cañón está casi completamente recubierto de madera, de forma que apenas poseen partes que puedan brillar. Por ello me atreví a empujar hacia adelante la carabina, con mucho cuidado, hasta que la boca del cañón quedó entre las matas de los cardos. Lo único que quedaba por hacer era situar en el centro de la retícula de la mira telescópica la parte del piso de la trinchera que me era visible; una vez hecho esto, todo estaba a punto. Miré mi reloj de pulsera y me fijé bien en la hora.

¿Habría realmente un ser humano al acecho detrás de la pared de color amarillo pardo de allá abajo? No se oía ni un carraspeo, ni una tos, ni una de esas palabras o canciones susurradas a media voz con que los centinelas procuran entretener su aburrimiento —ni siquiera se oía el ruido que se produce cuando un hombre que está apoyado en el parapeto levanta un pie y se apoya en el otro—. En el silencio del mediodía, y a tan corta distancia, yo habría oído el menor sonido.

Pero nada se movía ni daba señales de vida. En un determinado momento se puso a cantar una cigarra de gran tamaño, pero enseguida volvió a callarse, como asustada por su propio ruido. Más tarde apareció una bandada de mariposas de color azul celeste y empezó a jugar alrededor de las cabezas de los cardos; me parecía percibir el sonido que hacían al mover las alas. Oía el tic-tac de mi reloj y también el ruido con que, a causa del calor, caía del borde del embudo un granito de arena. No corría el menor soplo de aire y, sin embargo, una ligera onda se deslizaba de vez en cuando sobre la superficie multicolor: el Bochorno hacía una excursión.

El bochorno nos abrasaba el cráneo, ponía incandescentes el cerrojo y la chapa de la culata del arma y se aposentaba en el embudo como en la tapadera de un horno, de modo que el orden de los pensamientos comenzó a fundirse como cera. Mas por debajo del juego de los pensamientos —un juego que se extraviaba por caminos muy singulares, como ocurre en los momentos anteriores al instante de quedar dormidos— estaba al acecho la Voluntad, como un animal en un paisaje por encima del cual pasan nubes y bandadas de pájaros. Y la Voluntad se ponía en pie de un salto, con toda rapidez, cuando los tallos de las hierbas rozaban entre sí o el oído comenzaba a entregarse a sensaciones engañosas.

Más que una reflexión, era una intuición la que nos decía: pese a la inmovilidad de este terreno muerto, detrás de esas matas de hierba está escondido un ser humano. Este sentimiento no me dejaba tranquilo un solo instante, aunque ya habían pasado más de dos horas. No me engañaría.

De repente sonó un ruido que resultaba extraño en aquel campo a la hora del mediodía; era como un tintineo causado por un roce, semejante al que se produce cuando un casco de acero o un arma rozan con los taludes de la trinchera. Sentí una mano crispada que me asía la pierna y oí detrás de mí una respiración sibilante. Durante aquellas horas Otto había estado escuchando detrás de mí con la misma atención tensa con que yo lo había hecho. Estiré el pie hacia atrás para advertirle y en aquel mismo instante una sombra de color amarillo verdoso cruzó, de atrás adelante, el sitio de la trinchera que me era visible. La aparición se esfumó en un abrir y cerrar de ojos, pero había sido claramente reconocible. Una figura humana de elevada estatura, vestida con un uniforme de color terroso, la cabeza cubierta con un casco plano algo caído hacia atrás, las dos manos aferradas al fusil que, sujeto por la correa, colgaba del cuello. Sin duda había sido el centinela que venía a hacer el relevo. Ahora pasaría un tiempo brevísimo antes de que el relevado, en su camino hacia la retaguardia, apareciese en aquel mismo lugar. Volví a enfilar el sitio con la mira telescópica, colocándolo en el centro de la retícula.

Entonces fue cuando el tiempo empezó a hacerse interminable. Detrás de la pantalla de hierbas se inició un murmullo, interrumpido a veces por una carcajada reprimida o por un tenue tintineo. Luego se elevó una minúscula nubecilla de humo —sin duda había llegado el momento, el centinela relevado había encendido una pipa o un cigarrillo para fumárselo durante el camino de vuelta—. Inmediatamente después apareció, en efecto; primero enseñó el casco de acero y luego el cuerpo entero. No era tan alto como el otro; tal vez fuera un irlandés o un hijo de los suburbios de Londres. No tuvo suerte. Justo en el momento en que quedaba en la línea de mira se dio la vuelta una vez más y se quitó de la boca el cigarrillo; probablemente quería decirle al que se quedaba alguna cosa que se le había ocurrido durante los pocos pasos que había dado. No llegaría a pronunciar una sola palabra, pues mi hombro, mi mano y la culata de la carabina estaban rígidamente unidos justo en aquel instante, y también en ese mismo momento el centro de la retícula cortaba el bolsillo que aquel hombre llevaba cosido en el lado superior izquierdo de su guerrera; tan claramente se destacaba aquel bolsillo que su tela parecía tocar la boca del cañón del arma. El disparo le arrancó de la boca la palabra que pretendía decir. Lo vi desplomarse; y como había visto ya desplomarse a muchos otros, supe que no volvería a levantarse. Cayó contra el talud de la trinchera y allí se derrumbó; no estaba ya sujeto a las leyes de la vida, sino únicamente a las de la gravedad.

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