Tempestades de acero (64 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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Me presento al comandante, que me pone al corriente de la situación; es poco halagüeña. El adversario se ha infiltrado en el regimiento vecino situado a nuestra izquierda. La noticia ha llegado hasta el puesto de mando de ese regimiento y desde allí ha venido hasta aquí. Eso tiene que haber ocurrido, por tanto, hace ya más de dos horas. También nuestro sector ha sido hundido; su guarnición se ha hecho fuerte en los ramales de comunicación situados inmediatamente delante de la línea principal de resistencia y ha levantado allí barricadas; se están produciendo combates con granadas de mano. Las únicas tropas de refuerzo que quedan son las de mi compañía, la cual hace ya mucho tiempo que no cuenta ni siquiera con los hombres necesarios para formar una sección completa.

Descubro a Domeyer y a Oskar, que han venido a recoger órdenes. Cuando el primero intentaba inspeccionar la situación existente en el sector vecino de la izquierda, se encontró metido en un horrible fuego de granadas; perdió a su acompañante y él mismo fue herido en una mano. Oskar me habla de la encarnizada ofensiva inglesa con granadas de mano; me entero de que ya se encuentra en posesión de los ingleses nuestro pequeño abrigo, dentro del cual hemos pasado tantas horas durante las semanas anteriores.

—La situación se está poniendo crítica —me susurra—; anda, toma, recobra fuerzas, he logrado salvar esta botella. No sé ni dónde tengo la cabeza. Cuando llegaron los ingleses, lo primero que hice fue arrancar de un manojo de granadas de mano una de ellas, pero las cintas se habían enganchado. Cuando vi que las granadas comenzaban a echar humo, apenas tuve tiempo de dar un salto y esconderme detrás de un través, antes de que volasen por los aires. Luego me puse a balancear una granada de mano, a la que había quitado el seguro, y empecé a contar, como si estuviera en el campo de instrucción: «ventiuno, veintidós»; y así hubiera seguido contando, hasta que me hubiese estallado en la mano, si alguien que estaba detrás de mí no me hubiera gritado: «tírala, tírala!». Otro hombre que andaba por allí, y que estaba muy nervioso, al tirar de la cinta larga cebó la carga explosiva, que aún seguía dentro de la trinchera, de manera que dos de nuestros hombres volaron por los aires; ya te digo, había allí un alboroto que no te puedes hacer ni idea. Han vuelto a tomarnos bien tomado el pelo los ingleses.

—Desde luego, han vuelto a darnos una buena paliza —asegura una voz quejumbrosa a nuestra espalda.

—En fin, cuando salgamos de ésta… —opina un tercero, pero lo dice con tal tono de voz que claramente se nota que no cree en esa posibilidad.

Son exactamente las mismas frases que, en ocasiones similares a ésta, han sido dichas ya centenares de veces en el regimiento.

Un recién llegado penetra en este momento en el angosto espacio; llega de fuera y pasa por encima de la muralla formada por los cuerpos humanos. Está herido y aún no lo han vendado; la herida, oculta bajo el cabello, ha inundado de sangre una de las caras de su rostro; chorros y salpicaduras de sangre han caído sobre el uniforme y llegado hasta las botas. La sangre parece seguir fluyendo todavía, pues, para que no le ciegue los ojos, aquel hombre aprieta una oreja contra un hombro. En la mano lleva un casco de acero, rajado por una larga hendidura. A pesar de su aspecto terrible posee una cierta majestuosidad. En su apostura y en sus ojos brillantes se le nota que no es uno de ésos que se dejan intimidar por la sangre cuando corre, sino de esos otros a los que ésta, como un primer sacrificio derramado en honor del dios de la guerra, vuelve aún más coléricos y salvajes. En la penumbra de la luz de las velas, que proporciona a su sangre un color oscuro, como de flores casi negras, y que hace juguetear alrededor de su cabello un áureo resplandor, el recién llegado aparece, entre los apretujados habitantes de esta caverna, como el mensajero de una raza más libre y más valerosa, de una raza que, si hay que morir, prefiere hacerlo fuera, a la luz del día. La noticia que trae suena como un último saludo de guerreros que han caído combatiendo como hombres, sosteniendo ante sus ojos una sola imagen, la del deber.

—Mi comandante —dice—, he de poner en su conocimiento que se ha perdido el Bosquecillo 125. Hemos sufrido numerosas bajas. De un tiro en la cabeza han muerto el jefe de la compañía y el alférez Kastner. Lo que queda de la compañía se ha hecho fuerte en la Trinchera del Seto y mantiene esta nueva posición. Necesitamos granadas de mano y munición de ametralladora.

Se ha hecho el silencio; hasta los heridos han escuchado callados estas palabras. Para todos nosotros ha sido el Bosquecillo la encarnación suprema de esta posición, un símbolo como lo era, en épocas pretéritas, una bandera desgarrada por las balas. Y de igual modo que una bandera era entonces algo más que un ennegrecido pedazo de seda clavado a un palo, también ese pedazo de tierra arrasado y machacado por los proyectiles ha llegado a ser para nosotros algo más que un lugar carente de nombre, al que por ello fue preciso añadir un número con el fin de poder distinguirlo de los demás lugares. Los más de nosotros somos personas sencillas, gente que no sabría dar más que una respuesta confusa si alguien le preguntara por el origen de esta guerra o por sus grandes objetivos y sus grandes causas. Y si alguien les dijera a estos hombres que carece de toda importancia la pérdida o la ganancia de una parcela de terreno tan mezquina como ésa, sin duda no sería mucho lo que podrían replicar. A pesar de todo, sentirían que ese terreno representa algo más que una mezcla de greda y arena plantada de astillados troncos de árboles, cuya situación es determinable en un mapa y cuya superficie puede ser medida —de igual manera que la Cruz de Hierro que muchos llevan en su pecho significa para ellos algo más que un trozo de hierro con un borde plateado—. El Bosquecillo 125 despertaría en estos hombres el recuerdo de marchas difíciles, de pesadas semanas de trabajo, de guardias nocturnas durante las cuales ese pedazo de tierra se destacaba en la oscuridad como un llameante alto horno, y de días en que sus ojos lo veían aplastado bajo el peso de nubes de proyectiles. El nombre del Bosquecillo 125 no se les aparecería como un nombre cualquiera, sino como un nombre que se graba al rojo vivo en la memoria y que evoca tal cantidad de acciones y sentimientos que, al mencionarlo, todos los detalles se vuelven insignificantes, como cuando contemplamos uno de esos sepulcros megalíticos que se han conservado de tiempos remotos. Esos hombres sentirían también que ese Bosquecillo no puede ser un lugar como otro cualquiera, porque cada uno de los pasos que en él dieron hubo de ser comprado con la vida, y porque el gran destino de los pueblos fue allí vivido y sufrido en el destino del individuo. Lo que el mensajero de los pocos supervivientes de la guarnición del Bosquecillo acaba de decir suena como una sentencia dictada por un Poder superior, pero como una sentencia de la que uno no tiene por qué avergonzarse, a pesar de lo dura que es.

El comandante empieza a dictar al oficial ayudante del regimiento órdenes breves, que son escritas en papeles especiales. También a mí me entregan uno. La orden que recibo me manda llevar munición a los hombres que se encuentran en la Trinchera del Seto y luego dirigirme con mi compañía hasta el Camino de Elbing, para instalar un cerrojo en la izquierda de la posición. Provisionalmente queda descartado todo intento de reconquistar el Bosquecillo. En esta maraña de trincheras que por todos lados comienza a desmoronarse, ya es bastante aferrarse a un lugar con un diminuto número de combatientes y lograr que no se venga completamente abajo la posición.

Y así comienza de nuevo la marcha por el Camino de Puisieux; en él volvemos a encontrar, tendidos en el suelo, muertos cuyos rostros y uniformes se hallan cubiertos por el polvo gris que durante el bombardeo se ha depositado sobre ellos y ha sorbido su sangre. El fuego continúa, pero ya no está concentrado en un punto concreto, para apoyar unas acciones ofensivas concretas, sino que cae de modo disperso sobre toda la llanura; se parece a una tempestad que se va disipando entre rayos cuyos truenos retumban largamente. Apenas hemos atravesado la línea principal de resistencia notamos que ya no nos pertenece el Bosquecillo; con sus destrozados postes se destaca, negro, del cielo del oeste, un cielo que arde con los rayos del sol poniente. Casi en toda su longitud el Camino de Puisieux conduce directo hacia él; las detonantes explosiones de los proyectiles que, a nuestra derecha y a nuestra izquierda, se estrellan en el borde de la trinchera y chirrían en enjambres alrededor de nuestros cascos de acero indican que el enemigo está observando nuestra marcha. Los proyectiles nos obligan a avanzar a saltos, de uno en uno, en los cortos tramos sinuosos de la trinchera y a salvar a rastras sus partes rectas. Los numerosos estallidos secos que nos acompañan de cerca, y cuyo sonido sólo es comparable al ¡crac! que produce un gran madero al romperse, nos ponen aún más nerviosos que el fuego de la artillería, pues en ellos se manifiesta de un modo directo una voluntad hostil. Los hombres que tienen que ir arrastrando las ametralladoras y las cajas de munición provocan atascos, lo que hace que aumente el nerviosismo. Esta amenaza que se cierne sobre la única vía de acceso de que disponemos permite adivinar que estamos pendientes de un hilo.

Por fin llegamos a una posición intermedia que nos permite caminar erguidos. Hemos de movernos sin causar ningún ruido, pues el adversario puede estar muy cerca. Adoptando muchas precauciones, dejando largos intervalos entre los hombres, atravesamos agachados un tramo de trinchera poco profundo en el cual parece haberse desarrollado la fase final del encarnizado combate cuerpo a cuerpo por el Bosquecillo.

Todos los embudos están sembrados de grises granadas de mano provistas de mango y de bolas de hierro negras y estriadas. En los parapetos hay cajas llenas de granadas de mano; las más han quedado dispersas por el suelo; se ve que los hombres tiraron de ellas apresuradamente. Dentro de los grandes agujeros abiertos por las granadas de la artillería pueden versé por todas partes unos hoyos pequeños, negros y calcinados, que tienen forma de plato: ahí fue donde reventaron las granadas de mano en medio del revoltijo de los combatientes. En los cadáveres se pone de manifiesto el efecto producido por el hierro al estallar y dispersarse —a esa distancia eleva por los aires a los alcanzados y luego los deja caer inertes al suelo—; yacen por tierra, tendidos unos al lado de otros, o amontonados, en aquellas mismas posturas en que la Muerte los derribó. Sus rostros y sus cuerpos se hallan agujereados por los cascos de metralla; sus uniformes, quemados y ennegrecidos por las llamaradas de las explosiones. Los rostros de quienes yacen de espaldas están desfigurados; sus ojos se hallan muy abiertos, como si estuvieran viendo una catástrofe a la que no se le adivina ninguna salida. Quienes los perseguían les iban pisando tan de cerca los talones que las granadas de mano que lanzaban contra ellos desde atrás pasaban, en su trayectoria, por encima de sus cabezas e iban a caer delante de sus pies, de modo que en sus últimos momentos se vieron rodeados por unos anillos llameantes de los que era imposible evadirse. La granada de mano que uno de los perseguidos sigue aún aferrando crispadamente en su puño muestra que éstos, en su carrera, fueron dejando caer al suelo granadas preparadas para estallar; con ello pretendían levantar a sus espaldas una barrera de fuego —pero no pudieron detener su Destino—. En el lugar en que yace el último de los perseguidos se apila, delante de un embudo gigantesco, una montaña de brillantes vainas de latón. Sin duda fue ahí donde estuvo actuando el apuntador de la ametralladora que detuvo el avance de los ingleses. Disparó contra el lugar en que más denso era el revoltijo de gente. La Muerte ha recogido una cosecha abundante; a las figuras vestidas con uniforme gris se agregan quienes lo llevan de color de barro; casi todas estas últimas yacen derribadas de espaldas, y sus rostros, cuyos ojos miran fijamente hacia arriba, tienen una expresión completamente distinta de la de los demás caídos.

Los últimos atacantes están tendidos en una especie de dique de arena poco profundo, parecido a los que los niños se construyen con sus manos a orillas del mar. Entre sus cuerpos se encuentran, dispersos acá y allá, alargadas vainas de cartuchos y proyectiles semejantes a flechas. Sin duda se han defendido con granadas de fusil y disparos aislados, hasta que los derribó el enjambre de balas de nuestra ametralladora. En el sitio en que esta hondonada compuesta de embudos se cruza con la Trinchera del Seto yace muerto —tal vez fuera el último en caer— el oficial inglés que mandaba esta unidad de choque; aún conserva en la mano su revólver Colt. Ninguna herida se aprecia en su cuerpo; el impecable uniforme y el correaje meticulosamente ajustado contrastan de un modo extraño con el salvaje desorden que lo rodea. Ni siquiera ha perdido la gorra, que lleva puesta en lugar del casco de acero. Me inclino sobre él y en la oscuridad del atardecer leo estas palabras en la visera de su gorra, que es una especie de cinta abombada: «Otago-Rifles». El rostro de este oficial me mira con una fijeza sañuda; entre sus labios, que se han vuelto azules, enseña los dientes. Un tipo valiente, sin duda, que se abalanzó como un león sobre este tramo de trinchera.

Aquí no se está bien, sin embargo. Es como si un furioso elemento de la Naturaleza, como si un volcán que hace un momento todavía estuviera en plena actividad, se hubiera quedado congelado. Además, resulta muy difícil creer que no puedan ya tener ni pensamientos ni voluntad estos muertos, que hace muy poco vivían aún la exaltación más salvaje de sus existencias y que ahora yacen ahí cual si una varita mágica los hubiera tocado. Pues, a pesar de todo, son seres y no meras cosas. Una y otra vez se sorprende uno a sí mismo echando a hurtadillas miradas de soslayo, como si quisiera asegurarse de que están de verdad completamente quietos en sus sitios y no realizan ningún movimiento. Uno se siente inclinado a atribuir intenciones ocultas y pérfidas a los silenciosos habitantes de este lugar, unos habitantes parecidos a seres humanos y sujetos a unas leyes del todo desconocidas; no está completamente seguro de que sean incapaces de llevar a la práctica sus intenciones. Aunque ocurriese cualquier cosa, uno no se asombraría de nada. No es en las horas más ruidosas cuando el Horror recorre el campo de batalla.

A la derecha de la hondonada se encuentra la desviación de la Trinchera del Seto. Está tallada profundamente en el terreno, como un barranco, y corre a lo largo de un seto totalmente despojado de su follaje por los proyectiles. Ese seto es el que ha dado nombre a la trinchera; sin duda sirvió en otros tiempos como cerca de un pastizal para el ganado. Sólo necesitamos avanzar por ella unos cincuenta pasos para toparnos con la guarnición que la vigila; apenas es suficiente para defender una barricada que a toda prisa ha sido construida. La guarnición ha cerrado con rollos de alambre un trecho de la trinchera y por detrás de ellos ha derribado los taludes, alzando con la tierra caída una especie de bastión. Algunos tiradores instalados en los embudos del terreno circundante forman a derecha y a izquierda una prolongación de esta cabecera de resistencia. Una galería subterránea que queda algunos pasos detrás de la barricada, y dentro de la cual se ha fortificado la parte de la tropa que no está de guardia, constituye un importante punto de apoyo de esta inteligente organización. Delante de la entrada de la galería se alza una pila de granadas de mano; desde aquí se proporciona munición nueva a los combatientes. Este pequeño islote está, pues, bien asegurado; se apoya en un individuo decidido, como ocurre siempre en estos casos. Es un sargento joven, que está de pie a la entrada de la galería. Hace años que lo conozco; se hallaba a mi lado en el momento en que recibió un balazo en un pierna, cuando en Flandes avanzábamos hacia las ruinas de la aldea de Langemarck. Me alegra que haya sobrevivido a esa herida. También aquí ha demostrado ser un digno adversario del oficial inglés que yace en el suelo a nuestras espaldas, en el cruce de la trinchera.

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