Por encima de mi abrigo se han puesto entretanto a revolotear unas mariposas doradas y unas libélulas azules; se posan junto a los verdosos charcos de fango que hay en los embudos abiertos por las granadas. Una bandada de alondras comunes trina su despreocupada canción. Estoy sentado en mi banco, y tampoco yo permito que ninguna de esas cosas me importune, pues, desde hace ya mucho tiempo, los ruidos de la guerra se me han vuelto tan familiares como los campanillazos de los tranvías o los bocinazos de los automóviles en una gran ciudad. Sólo alguna vez, cuando en las cercanías resuena una explosión especialmente violenta, me alegro de haber elegido aquí un rincón tan tranquilo. Se nota la guerra larga. Hubo épocas en que nos faltaba tiempo para acudir corriendo a los lugares que se distinguían por su especial peligrosidad, por lo que aquí llamamos «aire espeso».
Schmidt, el enlace de campaña, ha entrado entretanto en la trinchera y deposita encima de mi mesa un cuaderno pequeño, estropeado por la lluvia y manchado de barro. Es el «Cuaderno de partes» del oficial de servicio en la trinchera; siempre que se produce un relevo, se entrega al sucesor ese cuaderno junto con la pistola de señales. Tal vez si alguno de ellos llegase sano y salvo a la época de la paz podría enseñarnos mejor que cualquier otra descripción, por muy buena que ésta fuese, qué era lo que de verdad ocurría en una posición de lucha. Debajo de la fecha están anotados, cada dos horas, con una letra cambiante, casi borrada por la lluvia, unos datos escuetos que se refieren al tiempo atmosférico, a los disparos, a los ruidos, a la actividad del enemigo y a los acontecimientos especiales. Con estos datos compongo un informe sucinto que el enlace de combate lleva al puesto de mando del batallón; es lo que se llama «Parte matutino». Cuando leo el cuaderno, claro está que no hay en él nada que me cause sor presa; cualquier suceso importante me lo habrían comunicado de manera inmediata.
Luego me pongo el casco de acero, me abrocho el cinturón y marcho a la trinchera; en ella reina una gran actividad. En unos lugares distribuyo o reviso los trabajos, en otros interrogo a los centinelas; hago diversas rondas —mientras las realizo voy siempre acompañado por el oficial y el suboficial de servicio— y durante ellas inspecciono todos los rincones de la maraña de la trinchera. Una parte de la tropa está ocupada en acarrear cosas, clavar puntas, realizar trabajos de fortificación; otra se encuentra sentada al sol delante de sus agujeros y se dedica a remendar la ropa o a limpiar las armas; de otros hombres lo único que puede verse son las claveteadas suelas de sus botas; yacen en sus búnkeres como panes en un horno y descansan de la guardia nocturna. Casi todos tienen rostros juveniles y flacos, pero tostados por el sol; sus ojos son claros. Desde que se introdujo la máscara antigás han desaparecido las largas barbas que muchos llevaban antes; es probable que se las dejasen para rendir un piadoso homenaje a sus abuelos de 1871. Los rostros delgados, trabajados, que quedan medio tapados por la sombra de los grandes cascos, resultan así más apropiados a las cosas que aquí nos traemos entre manos. Es difícil imaginarse a un lanzador de granadas con un cerco de barbas parecidas a crines.
A esta hora suelen aparecer los mandos, los oficiales de Estado Mayor y los especialistas. Los artilleros tienten sus hilos de alambre, señalan puntos del terreno y regulan el tiro; el suboficial médico se fija en las letrinas; el oficial de protección contra los gases examina las máscaras, los cartuchos respiratorios, los aparatos de oxígeno. Con toda esa gente me veo obligado a entrar en contacto y, si entre ella hay superiores, me presento y luego los acompaño hasta el límite del sector. Así transcurren volando las horas de la mañana.
También yo visito con frecuencia a los jefes de las secciones y de las compañías vecinas; estamos unidos en parte por numerosos recuerdos. Como son muchas las bajas que sufrimos, una y otra vez aparecen rostros nuevos, pero asimismo se presentan viejos conocidos que han estado algún tiempo heridos y regresan ahora de los hospitales. Con estos últimos me siento enseguida a gusto, aunque nos encontremos dentro de un bunker Sigfrido y tengamos encima de la cabeza tos palmos de tierra. Hemos estado sentados juntos dentro de viviendas de campesinos de Lorena, hemos bebido juntos en tabernas de Flandes, hemos pasados juntos unas cuantas horas alegres en un bar de Bruselas. Pero no es sólo eso: también he tenido ocasión de observarlos en lugares donde el ser humano no es nada más que aquello que dentro de sí lleva. Los he visto acurrucados durante largos tías en sus embudos, los he visto en los momentos extrañamente excitados que preceden al asalto, cuanto ya el mundo danza envuelto en unas irreales luces rojas. También he visto a muchos de ellos en el momento en que los alcanzaba un proyectil y era preciso evacuarlos a rastras del campo de batalla; y sé que si esa bala certera hubiera puesto fin a sus vidas, habrían muerto con la dignidad con que hay que morir. No existe prueba mayor que ésta.
Estamos unidos, pues, por los lances vivitos, por los trabajos realizados, por la sangre derramada —ninguna otra cosa podría unirnos más—. Hay entre ellos tipos magníficos; unos son taciturnos, tranquilos; otros tienen tal aire de superioridad y de finura que parecen tocar con guantes la basura de la trinchera; otros, en fin, son gente ruta, salvaje, de moto que sólo resultan imaginables entre hombres— pero en todos hay la misma energía viril. Por ello, también las conversaciones son casi siempre sosegadas, escuetas; para entendernos necesitamos pocas palabras. Cuanto me paro a pensar en el ambiente en que me encontraría ahora de no haber estallado la guerra, cuanto me imagino que estaría encadenado a una profesión, rodeado de trepadores, o pertenecería a un cuerpo de oficiales en tiempo de paz, o a una asociación estudiantil, o me hallaría rodeado de literatos en un café lleno de humo —creo que al cabo de seis meses habría echado todo a rodar para marcharme al Congo, o al Brasil, o a cualquier otro lugar en que esa gente no hubiese estropeado aún la Naturaleza—. La Guerra, que tantas cosas nos quita, es generosa en este aspecto; nos educa para una comunidad masculina y vuelve a situar en el lugar que les corresponde unos valores que estaban semiolvidados.
Entretanto el sol ha ascendido en el cielo y cae ahora vertical sobre la trinchera; dentro de ella hace un calor asfixiante. Como he andado corriendo de un lado para otro, me siento fatigado y me entran ganas de volver a mi abrigo. Me he alejado mucho de él y regreso orientándome a tientas, atravesando una maraña de zanjas de comunicación abiertas a campo traviesa. No resulta nada fácil orientarse en este lugar; hace falta para ello un sentido que se va adquiriendo poco a poco. Por fin he llegado; bebo el café, ahora frío, que ha quedado de la mañana y con él como un pedazo de pan. Luego extiendo una manta en el fondo del gran embudo situado cerca del abrigo, pues suelo dormir la siesta tomando un baño de sol, aunque corro peligro de tener que salir a escape, vestido con un uniforme muy poco reglamentario, en el caso de que se produzca un repentino ataque artillero.
Luego, una vez que ha refrescado un poco, me siento a mi mesa y lo primero que hago es estudiar una gran carpeta que contiene múltiples circulares, cartas y órdenes que regulan tanto el servicio interno como el contacto con los puestos de mando. Desde la oficina de la compañía me han enviado esa carpeta por la mañana, con el carro de la cocina; a ese mismo lugar regresará a última hora del día.
Más tarde, con toda comodidad, escribo mis apuntes personales, o leo, o bien mato el tiempo —hasta que llega el momento de la ronda vespertina— con ocupaciones de toda índole, a menudo muy pueriles, como por ejemplo, la caza de ratones. He colocado juntas numerosas botellas vacías, como si fueran bolos, y contra ellas lanzo pesadas granadas de mano inglesas de la marca Mill; cuando doy en el blanco, el ruido se asemeja al que produciría un almacén de objetos de vidrio al derrumbarse. También me organizo pequeños fuegos artificiales; para ello empleo pólvora, detonadores de bengalas luminosas y papel. Cuando la detonación es demasiado violenta, Schüddekopf, el hombre siempre taciturno, saca de su búnker, en el que suele pasar durmiendo las tardes, su plana cabeza y hace gestos de desaprobación; parece un topo asustado.
A la hora en que el sol se pone, en el momento en que sobre la parte de atrás se desencadenan violentos ataques artilleros por sorpresa y el último avión traza sus círculos por encima de nuestra posición en medio de las nubecillas de los proyectiles, realizo una breve ronda por la trinchera, en donde ya la vida comienza a despertar. Se oye el tintineo de las cacerolas y pronto salen para sus puestos los primeros centinelas nocturnos. En esos momentos hablamos en voz baja, con precaución, no porque preveamos sorpresas desagradables especiales, sino porque una larga experiencia nos ha enseñado a estar espontáneamente más despiertos a esa hora. Todo se halla en orden; regreso a mi abrigo para redactar el parte vespertino.
Las horas fijadas aquí para enviar los partes resultan cómodas. En muchas posiciones, antes, teníamos que redactar cuatro informes diarios, dos de ellos en plena noche. Cuando pienso en esto recuerdo siempre a un viejo guerrero al que tales cosas molestaban especialmente. Hace años que ese hombre se encuentra prisionero de los ingleses. Una noche se sentó a la mesa y escribió lo siguiente: «Por lo que se refiere al enemigo, ninguna novedad todavía. Sólo una ametralladora ha estado balando débilmente. En el abrigo del jefe de la compañía, ligero tintineo de vasos».
Cuando se ha hecho tan oscuro que apenas se divisan los taludes de la trinchera aparece Schüddekopf con la cacerola del rancho. A menudo ha estado expuesto al fuego enemigo durante el camino de vuelta, pero jamás ha derramado una sola gota; es dificilísimo hacerle perder la calma.
Después de la cena subo al techo de mi abrigo; junto a éste se encuentra ya un centinela de alarma. Desde allá arriba echo una mirada al oscuro terreno. La danza de las bengalas luminosas está en pleno apogeo; una ametralladora deja oír de vez en cuando su tableteo y sobre la hierba pasa entonces, con un chirrido agudo y cortante, un cordón de balas. Los alrededores están ahora llenos de seres humanos al acecho; la noche se extiende amenazadora sobre el paisaje. Fiel a una vieja costumbre, busco con la mirada a mi multicolor amiga, la estrella Orión —allí está, esperemos que en el invierno nos sea posible vernos de nuevo—. Bajo al abrigo, me tiendo encima del banco, me meto entre la hierba y me cubro con la manta la cabeza, para protegerme de los bichos y del barro que cae a trozos.
Me duermo, y tengo un sueño agitado; sólo en este ambiente son imaginables los sueños que aquí tengo, poblados de seres fantasmales. A veces me despierto asustado; oigo las cantarinas trayectorias de los proyectiles allá arriba en los aires, y abajo, en la tierra, unas sacudidas sordas, pesadas. Tal vez en este instante, por la zona que queda a nuestras espaldas, se hayan lanzado al galope los espantadizos caballos de una columna de munición, o haya seres humanos revolcándose por el polvo. Enciendo un cigarrillo y a la luz temblorosa de una cerilla contemplo este triste agujero, esta pequeña, mísera y desolada madriguera, cuyas paredes podría tocar con mis brazos si los extendiese. Pero lo que ahora es terrible y amenazador es, ahí fuera, el campo de batalla, sobre el cual va empujando la Guerra sus fatigados ejércitos y aunque este minúsculo y oscuro agujero carece de toda protección y se halla expuesto a todos los peligros en medio de la llanura, dentro de él experimento, sin embargo, una sensación de cobijo, pues es el único lugar en que me encuentro a gusto y como en mi propia casa. Y ahora, de súbito, lamento haber matado hace poco de un disparo al ratoncillo; me gustaría oír sus pequeños ruidos, sus rápidos desplazamientos.
Fuera se escucha el rumor de unos pasos que se acercan. Será Schmidt, que acude para acompañarme en la ronda nocturna. Coloco la pistola en su funda y salgo del abrigo. La luna está en lo alto del cielo; su luz blanca succiona el color, absorbe el sentido de los objetos y, pálida y mortecina, los envuelve con un tejido de cristal. Los objetos son los mismos y, sin embargo, no parecen los mismos. Incluso el rostro del enlace está blanco como una calavera. Echamos a andar con precaución; de vez en cuando dirijo la palabra a alguno de los centinelas que están ahí de pie, silenciosos. Los pálidos reflejos de la luz en el casco, en la parte superior de las granadas de mano, en el fusil, que está preparado para disparar en cualquier momento, son lo único que hace que los centinelas destaquen entre la sombra del parapeto. La trinchera se extiende como una serpiente blanca, acechante; un estímulo pequeñísimo basta para transformarla en un monstruo que escupe fuego. Voy hasta más allá del ala derecha de nuestro sector, me adentro en el camino, no ocupado por nadie, que nos separa del sector vecino. El enlace de combate me sigue a algunos pasos de distancia; ha de auxiliarme con granadas de mano en el caso de que ante nosotros surja una patrulla enemiga infiltrada en esta zona para intentar un osado golpe de mano. Pero nada se mueve; cuando me detengo a escuchar, lo único que oigo es mi propia respiración, la brisa que agita la hierba y unos apagados disparos de fusil por el lado del Bosquecillo. Puedo retirarme a descansar.
Pero tal vez no siento todavía ninguna necesidad de dormir; con esta vida que aquí llevamos, hace ya mucho tiempo que he perdido el sentido del horario burgués. Cuando estoy cansado, me acuesto; y si he de levantarme a cualquier hora de la noche, eso no me preocupa. Si no tengo sueño, enciendo una vela y saco de la mochila uno de los libros que Schüddekopf puso en ella. A esa hora uno lee como si estuviera soñando y hubiera perdido toda relación con el sentido de ese sueño; una vida más enérgica que la de los libros me mantiene preso en sus cadenas.
Tal vez no haya ningún otro lugar en que se perciba mejor que aquí en la trinchera la manera en que el espíritu de una época se cae a pedazos, cual un astroso vestido. Hay algo de siniestro en el modo en que se tornan hueros e indiferentes pensamientos que hasta hace poco tomaba uno en serio; es como si, en medio de una enorme escombrera, uno se encontrase con los espíritus de unos conocidos ya fallecidos y mantuviese con ellos una conversación fantasmal.
Primera línea
Durante la ronda matinal por el sector ha habido un ligero fuego disperso. Las granadas vuelven a convertirse poco a poco en algo habitual. Pero jamás puede uno acostumbrarse enteramente a ellas, como tampoco puede habituarse al frío intenso, que hace tiritar, ni a la extracción de un diente, ni a ningún otro sentimiento desagradable.