Tempestades de acero (51 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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A veces, durante los permisos, los conocidos le hacen a uno esta pregunta, hoy tan corriente: «Pero a usted esas cosas no le causan ya ninguna impresión, ¿verdad?»; uno hace un movimiento con la cabeza, asintiendo a lo que dicen; no quiere estropearles el agradable sentimiento de horror que experimentan y sabe, además, que les resulta imposible ponerse en la situación anímica de un ser humano expuesto a los disparos. Pero uno se guardaría muy mucho de contarle a un viejo guerrero esas cosas, pues sabe bien que el estampido de la explosión de un proyectil hace que se arroje al suelo incluso el hombre de sangre más fría; ese ruido le obliga a hacer una reverencia a la Muerte, pese a que ésta sea ya una vieja conocida nuestra.

El soldado bisoño se comporta en estas ocasiones con una despreocupación mayor; se deja intimidar poco por la explosión de un proyectil. Sólo cuando la experiencia le ha enseñado que esos artefactos son capaces de despedazar el tronco de un árbol y reducirlo a astillas, capaces de lanzar por los aires muros de piedra, capaces de partir limpiamente por la mitad un cráneo, como si fuera el tronco de una col, sólo entonces se vuelve más precavido el novato. Cada uno de los sangrientos sucesos de los que con el paso del tiempo va siendo testigo graba en su memoria una impresión; y todos esos horrores se despiertan en él cuando se acerca el rugiente canto de un proyectil. No es el ojo, sino el oído, el que insinúa el Peligro, y, con el Peligro, la idea a él ligada de la Muerte; eso hace que el Peligro adquiera un matiz impreciso y, por lo tanto, más amenazador.

Poco a poco va aprendiendo el soldado bisoño a distinguir, de entre la enorme muchedumbre de los ruidos, aquellos que encierran un peligro para él; el primer anuncio del aleteo de un proyectil le permite adivinar ya la trayectoria que éste lleva. Logra saber qué momentos y qué lugares encierran una amenaza; al final acaba convirtiéndose en un experto en cuestiones de guerra que, cual una serpiente, es capaz de deslizarse, sin llamar la atención, por el terreno lleno de hendiduras; sus ojos y sus oídos permanecen continuamente al acecho; es como un tímido animal que se aleja de su madriguera. Esa cautela con la que el viejo guerrero sabe encontrar a tientas, casi con la seguridad propia de un sonámbulo, el mejor camino en medio de los peligros del terreno, es lo que explica que se precise dilapidar un número tan enorme de proyectiles para que uno solo acierte y mate a un ser vivo.

De cada diez mil disparos, sólo uno da en el blanco —ésta es la cuenta que se hace el soldado cada vez que vuelve a enfrentarse al espectáculo de una llanura bombardeada en la que se elevan y descienden pardos remolinos de tierra y bancos de vapores blancos van arrastrándose a ras del suelo, en tanto los hierros que sisean y revientan llenan el terreno con su canto despiadado. Pero esos cálculos no sirven de nada— entre diez mil posibilidades, los sentidos excitados se ocupan de una sola, de aquélla que acaso resulte funesta. El hombre valeroso acaba diciéndose: «¡Qué importa nada de eso! Adelante, que todo saldrá bien». Y esa esperanza lo reconforta.

El peligro posee, además, una poderosa fuerza de atracción. Se parece al vértigo; en éste el terror del abismo intensifica la salvaje tentación de la caída. Cuando el corazón ha vivido largo tiempo en calma y en seguridad, comienza a impacientarse y sale en busca del peligro como si saliese a buscar un país desconocido. Hay en el interior de todos nosotros un demón que no comienza a agitar sus alas hasta que la vida se halla amenazada.

En un libro que todo soldado debería haber leído, las Memorias del general francés Marbot, cuenta éste cómo, con ocasión de un asedio, se situó en una plataforma pétrea en la que nada se le había perdido y de la que a cada instante eran retirados heridos graves. Dice que lo que allí buscaba era disfrutar del atroz placer de sentir cómo las balas de los cañones pasaban a su lado.

En todos nosotros existe esa misma inclinación; a diario noto eso en los hombres, pues, cuando vuelven de sus recorridos por las trincheras, no se cansan de describir el modo en que la Muerte ha pasado, con un silbido, a su lado. Pero como la mayoría carece de la temeridad de Marbot, experimentan como placer esa gran excitación, no en el momento mismo en que suceden los hechos, sino más tarde. Bien es verdad que el ser humano ha sabido dar entretanto a la Muerte una figura más terrible que la que tenía en la época de Marbot, cuando aún se disparaba con pólvora negra y con balas redondas, que producían un bronco ruido, y Goethe, en Valmy, podía estudiar cómodamente en su propio cuerpo la extraña dolencia llamada «fiebre de los cañones».

Al atardecer han venido a relevarnos y hemos pasado a defender la línea principal de resistencia; aquí permaneceremos únicamente dos días. La línea principal de resistencia queda a pocos centenares de metros detrás de la primera trinchera y por eso el relevo ha sido cómodo. Estamos alojados en galerías subterráneas muy bien construidas y apostamos tan sólo algunos centinelas de observación.

Tengo la esperanza de que disminuya pronto el número de los casos de gripe. Aquí, en la línea principal de resistencia, es posible moverse con un poco más de libertad y esto resulta agradable; pienso hacer una visita a Puisieux una tarde, pues ésas suelen ser horas tranquilas. Así me evadiré por breve tiempo del ambiente de las trincheras. Si se mira bien, aquí estamos sobre un barril de pólvora, corremos más peligro que en la primera trinchera, ya que, en caso de necesidad, habremos de intervenir en el Bosquecillo 125, cuya situación es muy crítica durante estos días.

Línea principal de resistencia

De la aldea de Puisieux sale, en dirección noroeste, una larga trinchera que durante cierto trecho corre paralela al camino que va de Puisieux a Hébuterne; el suelo de ese camino está removido por innumerables proyectiles. La mencionada trinchera se desvía luego hacia el Bosquecillo 125, tras haber cortado numerosas trincheras en mejor o peor estado, así como la línea principal de resistencia. A esa trinchera le hemos puesto el nombre de «Camino de Puisieux». Ya la expresión con que nos referimos a ella indica que esa trinchera no está destinada a la lucha, sino a la comunicación. Su trazado poco curvo lo manifiesta también. Lo que en esa trinchera hay que hacer es, sobre todo, avanzar; sus curvas tienen únicamente la amplitud necesaria para que una ráfaga de
shrapnels
no barra demasiado terreno. No hay en el Camino de Puisieux esos traveses enormes que triplican la longitud de una posición y que constituyen, cada dos de ellos, una pequeña fortaleza. Carece asimismo de parapeto y de la empalizada de la que cuelgan las armas; y no tiene, en fin, las poderosas defensas traseras que, cual si fueran montañas, arrojan su sombra en lo hondo de la trinchera. Por ello el Camino de Puisieux tampoco ejerce sobre el ánimo ese hechizo tenebroso que es peculiar de la trinchera de lucha.

De noche ese camino ofrece, de todos modos, un aspecto muy animado, pues es una de las grandes arterias de nuestra posición, una de esas venas que en el mapa del enemigo están marcadas como corrientes de sangre roja o azul. En ese mapa están apuntadas unas sencillas cifras junto a los sitios donde el Camino de Puisieux se entrelaza con otras trincheras para formar una red, o alcanza el punto más alto de una colina, o se alza a su lado un árbol que llama la atención. Unidas a otras, esas cifras están colgadas, en el lado enemigo, en las paredes de hormigón de los abrigos de la artillería. Cuando al apuntador que está de servicio le gritan esas cifras, dispone de acuerdo con ellas sus dos ángulos, el de dirección y el de altura; y cuando acciona el disparador de su pieza, no conoce siquiera los lugares a los que envía sus trozos de hierro. Pero allí donde los proyectiles disparados por el apuntador explotan con una llamarada, se dispersa rápidamente una sección de hombres que acaban de ser relevados y que, llevando encima una pesada carga, se creían ya seguros, o un pelotón de soldados arroja a toda prisa los rollos de alambres y los marcos de chapa que portaban sobre sus espaldas y corren a refugiarse en las angostas cavidades en forma de hornacina excavadas en los taludes de las trincheras. Tal vez pasen por allí, en el momento de la explosión, dos hombres que llevan colgado de un palo apoyado en sus hombros un bulto extraño, de cuya envoltura salen dos manos amarillas como la cera. Notan que la Muerte que ellos mismos llevan a cuestas se lanza ahora en su persecución; por ello salen corriendo a ciegas y se meten en un ramal en el que acaban de descubrir una vieja y mohosa galería subterránea. Allí aguardan, jadeantes, hasta que afuera se hace el silencio y pueden volver a buscar al hombre que, habiendo perdido la vida, ha perdido también el miedo.

Todo el mundo se siente contento, desde luego, cuando por la noche ha dejado a sus espaldas la trinchera de comunicación; la gente lleva tanta prisa que se aprieta en silencio contra las oscuras figuras humanas con que se cruza en el camino, aun cuando sería razonable que los seres humanos que coinciden en ese lugar intercambiasen algunas palabras. En la trinchera de lucha marchan mejor las cosas; allí, al menos, la gente sabe a qué atenerse; aquí, por el contrario, reina la incertidumbre.

Pero la imagen cambia en las primeras horas del día, entre dos luces, cuando los hombres encargados de traer el rancho emprenden su peregrinación a la aldea. Marchan al descubierto, ya que prefieren caminar por arriba, a campo traviesa, por los senderos que las pisadas han ido abriendo en la hierba, que no caminar por abajo, por el sinuoso piso de la trinchera, en donde a cada instante chocan las cacerolas contra los taludes de barro. También les sigue pesando en el cuerpo la noche que acaban de pasar en vela, y se alegran de poder caminar por fin impetuosamente al aire libre. Sólo cuando los proyectiles comienzan a caer en sus cercanías se meten de un rápido salto en la trinchera; son como ratones que, siempre que el águila ratonera vuela por encima de ellos trazando círculos, desaparecen con celeridad en sus agujeros. A las balas de fusil que a veces pasan silbando a su lado sin rumbo fijo no les prestan mucha atención, pues todo está aún tan oscuro que ningún centinela avanzado enemigo puede divisarlos.

Pero cuando aquellos hombres regresan, una hora más tarde, en el mismo lugar de antes se estrella con tanta fuerza en sus cercanías una ráfaga de ametralladora, y se alzan tan próximas a ellos numerosas nubecillas de polvo, que queda claro que son ellos mismos, y sólo ellos, el blanco contra el que aquellas balas van dirigidas. Los hombres se ven forzados entonces a meterse en las trincheras; distraídos en sus charlas, no se han dado cuenta de que la visibilidad ha ido aumentando poco a poco y es ahora tan clara como el cristal. Constituyen una buena presa para el apuntador enemigo que, malhumorado y medio dormido, está sentado al otro lado detrás de su pieza. El apuntador traza una cruz en su mapa y escribe al lado la hora; a la mañana siguiente los hombres encargados de traer el café se asombran de que caiga sobre ellos un repulsivo fuego de granadas. Tenemos tres heridos; los demás regresan con las cacerolas vacías.

A la hora en que el sol se halla en lo alto del cielo, el ramal de aproximación permanece desierto en el campo; el ser humano se ha convertido en una criatura nocturna que, de día, se muestra únicamente en los grandes instantes de la batalla. En el oeste se ha elevado un globo cautivo; queda aproximadamente encima de Bus-les-Artois y parece una insignificante mancha amarilla. Pero desde aquella altura se siguen todos nuestros movimientos y hay ojos armados de prismáticos que penetran incluso en el ramal de aproximación. Sin embargo, lo único que allí ven es acaso un enlace, o un oficial aislado, o un herido que, cojeando, se dirige hacia el puesto de socorro. La soledad es absoluta; sólo la atanasia y la aquilea mecen sus umbelas por encima del borde de la trinchera y el llantén alza sobre los desiertos caminos sus diminutas mazas de armas. Por todas partes surge de entre la hierba el chirriante cuchichí de las perdices. Gordos escarabajos que han caído dentro de la trinchera patalean en el polvo. La cogujada toma un baño de arena en los viejos embudos en donde la tierra se ha vuelto ya muy blanda; no se deja importunar por la ráfaga de
shrapnels
que levanta polvaredas en el suelo y cuyos balines se clavan en el barro, endurecido por las pisadas, del fondo de la trinchera.

Es ésta una hora que me gusta mucho, y he escogido la mañana de hoy para dar un paseo hasta el Bosquecillo 125. Pues es bueno mirar con calma un lugar al cual puede verse uno lanzado a combatir en cualquier momento. Desaparece así uno de los graves inconvenientes de esos instantes, a saber, el desconocimiento del terreno; si uno lo conoce de antemano, posee una importante ventaja sobre el atacante. Como «no disparaba» —este giro gramatical impersonal que aquí usamos es ya por sí solo un síntoma de hasta qué punto se ha convertido el combate en un suceso natural para nosotros—, como «no disparaba», y yo, por otro lado, no andaba escaso de tiempo, a mitad del camino me senté sobre una gran mata de hierba caída dentro de la trinchera y allí estuve desayunando y contemplando los animales. Luego guardé el cuchillo, que suelo llevar, como si fuera un hombre de los bosques, en una vaina cosida al pantalón, y continué mi peregrinación hacia ese Bosquecillo tristemente famoso del que tantas cosas me han contado.

No parece, ciertamente, que existan allí muchas comodidades. Los embudos se suceden sin interrupción en el suelo gredoso, que está cubierto únicamente por una delgada capa negra de humus; una gruesa película de polvillo blanco se ha depositado sobre las hojas de los míseros restos del sotobosque; tan pálida y enfermiza es su estampa que parecen haber crecido dentro de sótanos. Arbustos arrancados de raíz y ramas desgajadas de los árboles se mezclan confusamente en el suelo; en parte han caído también sobre las arrasadas trincheras, de manera que en muchos lugares es preciso caminar a rastras. Los troncos enormes de los árboles, en la medida en que no yacen por tierra, están desmochados del follaje. Los cascos de la metralla han arrancado la corteza y el sámago; sólo el agujereado cerne se alza todavía formando un ejército de pelados mástiles que parecen devorados por una enfermedad terrible. Intenté imaginarme la estampa que es fácil que lleguemos a ver, imaginarme de noche este petrificado bosque: por encima de él, bengalas luminosas, cuya luz cruda parece solidificar el sotobosque, blanco como la nieve, y transformarlo en un tejido espectral; por debajo de estos palos gigantescos, cuyas sombras se proyectan en todas las direcciones con la rapidez del rayo, un chisporroteante combate con granadas de mano y ametralladoras, un combate tan sañudo y absurdo como sólo es imaginable en este paisaje sencillo y feroz.

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