También tenía gracia la historia de una vieja solterona que vivía en la casa frontera a la nuestra y que se distinguía por poseer un cuello de cisne extrañamente doblado hacia un lado. Veinte años atrás había tenido fama de muchacha deseosa de casarse a cualquier precio. Seis jóvenes se pusieron de acuerdo y cada uno de ellos obtuvo de la solterona la autorización, concedida muy a gusto, de pedir su mano a sus padres. Una carroza gigantesca, en la que iban sentados los seis pretendientes, se paró delante de la casa al domingo siguiente. Aterrorizada, la bella cerró la casa y se escondió, mientras los cortejadores se entregaban a toda clase de bromas en la calle, con gran regocijo del vecindario.
O la historieta siguiente: un día se presenta en el mercado un joven de Cambrai que tenía muy mala fama y pregunta a una campesina, mientras señala con el dedo un queso blando, redondo y salpicado de sabroso puerro verde:
—¿Cuánto vale ese queso?
—Veinte céntimos, señor.
El joven le entrega los veinte céntimos:
—Ahora el queso es mío, ¿no es así?
¡Desde luego, señor!
—Entonces ¿puedo hacer con él lo que me venga en gana?
—¡Pues claro que sí!
¡Zas! El joven agarra el queso, se lo estampa en la cara a la campesina y se marcha dejándola allí plantada.
El 25 de julio dijimos adiós a aquella amable y pequeña ciudad y partimos en tren en dirección norte, hacia Flandes. En los periódicos habíamos leído que desde hacía semanas se venía librando allí un combate de artillería que superaba incluso al de la Batalla del Somme, si no en intensidad absoluta, como en Guillemont y Combles, sí en amplitud.
En Staden nos descargaron de los vagones; desde allí se oía el lejano tronar del cañón. Luego, atravesando un paisaje que nos resultaba desacostumbrado, marchamos a pie hasta el campamento de Ohndank. A derecha e izquierda de la ancha y rectísima carretera se veía el verdor de unos campos feraces, elevados en forma de bancales, y de unos prados jugosos, que estaban rodeados de setos. Diseminados por aquellos campos había limpias casas de labor; sus bajos techos eran de paja o de pizarra y en sus paredes colgaban manojos de hojas de tabaco puestas a secar. Los campesinos que con nosotros se cruzaban en nuestro camino eran de estirpe flamenca y hablaban entre ellos un lenguaje rudo, que recordaba nuestro idioma materno. Aquel día pasamos la tarde en los huertos de diversas granjas aisladas, ocultos a las vistas de los aviadores enemigos. De vez en cuando cruzaban zumbando por encima de nuestras cabezas, con un gorgoteo que llegaba de lejos, unas granadas enormes; las disparaban piezas de artillería de marina y explotaban en los alrededores. Una de esas granadas cayó en uno de los numerosos arroyuelos de aquella comarca y causó la muerte del 91.º Regimiento que en él se estaban bañando. Al atardecer tuve que ponerme en camino, con un destacamento avanzado, hacia la posición ocupada por el regimiento de reserva, con objeto de preparar el relevo. Para llegar hasta el mencionado regimiento atravesamos el bosque de Houthulst y la aldea de Kokuit; durante aquella caminata, granadas de grueso calibre nos hicieron «perder el paso» algunas veces. En la oscuridad oí la voz de un recluta que aún no estaba familiarizado con nuestras costumbres:
—Pero ese alférez nunca se tira al suelo.
—Sabe bien lo que tiene que hacer —le instruyó un hombre de la unidad de asalto—. Cuando se acerca alguna granada dirigida a nosotros es el primero en echarse a tierra.
Ya no nos poníamos a cubierto más que cuando era preciso, pero entonces lo hacíamos rapidísimamente. De todos modos, sólo el soldado experimentado es capaz de apreciar el grado de necesidad; con el sentimiento intuye cuál será el punto final de la trayectoria de un proyectil antes de que el novato haya percibido siquiera el ligero aleteo que lo anuncia. En las zonas peligrosas, con objeto de oír mejor, yo solía cambiar el casco de acero por la gorra.
Nuestros guías, que no parecían muy seguros de lo que tenían que hacer, avanzaban serpenteando por una «trinchera de superficie» que no acababa nunca. Este es el nombre que se da a los corredores que, en razón de las aguas subterráneas, no están excavados en la tierra, sino construidos al nivel del suelo con sacos terreros y fajinas. Luego pasamos al lado de un bosque que estaba pelado de un modo siniestro; según nos contaron los guías, la insignificancia de un millar de granadas del calibre 240 había expulsado de él unos días antes a la plana mayor de un regimiento.
—Parece que aquí no se escatiman gastos —pensé para mis adentros.
Tras haber andado errantes de acá para allá por un terreno cubierto de espesa maleza nos encontramos sin saber qué hacer, pues nuestros guías nos habían abandonado. Nos hallábamos en una zona cubierta de cañaverales y rodeada de pantanos en cuya negra superficie se reflejaba la luz de la luna. Las granadas se hundían en el suelo blando; el cieno que lanzaban a lo alto volvía a caer con un chapoteo ruidoso. Por fin retornó el infortunado guía, sobre el que se concentró toda nuestra furia, y dio a entender que había encontrado el camino. Pero volvió a llevarnos por una ruta equivocada y acabamos en un puesto de socorro. A intervalos regulares y muy breves venían a estallar encima de aquel puesto de socorro los
shrapnels
; los balines y las vainas de éstos atravesaban ruidosamente las ramas de los árboles. El médico que atendía aquel puesto de socorro puso a nuestra disposición un hombre sensato que nos condujo hasta el denominado «Fuerte de los Ratones»; allí estaba instalado el mando de las tropas de reserva.
Inmediatamente después me encaminé hacia el lugar en que se encontraba la compañía del 225.º Regimiento que iba a ser relevada por nuestra Segunda Compañía. Después de mucho buscar en aquel terreno lleno de embudos encontré unas pocas casas ruinosas, que por dentro tenían un discreto revestimiento de hormigón armado. El día anterior un proyectil de grueso calibre, que la acertó de lleno, había hundido una de ellas; la plancha del techo se vino abajo con estruendo y aplastó, como en una ratonera, a la guarnición que la habitaba.
Para pasar el resto de la noche logré hacerme un hueco en el abarrotado fortín de hormigón que servía de puesto de mando al jefe de la compañía. Era un bravo «cerdo del frente»; él y su ordenanza mataban el tiempo con una botella de aguardiente y una gran lata de carne adobada. A menudo el jefe se detenía en sus ocupaciones y, moviendo arriba y abajo la cabeza, escuchaba con atención el fuego de la artillería, cada vez más intenso. Luego, suspirando, se ponía a añorar la hermosa época que había pasado en Rusia y maldecía las continuas bajas que se producían en su regimiento. Al fin se me cerraron los ojos.
El sueño fue pesado y angustioso; los proyectiles de grueso calibre que, en medio de una oscuridad impenetrable, caían alrededor de la casa producían, en aquel paisaje muerto, una indecible sensación de soledad y abandono. Involuntariamente me apretujé contra un hombre que yacía a mi lado en el camastro. En una ocasión, una sacudida violenta me hizo ponerme en pie, asustado. Con las linternas alumbramos las paredes para examinar si la casa estaba agujereada. Se descubrió que una granada de pequeño calibre se había estrellado contra la pared exterior.
La mañana siguiente la pasé en el puesto de mando del jefe del regimiento, instalado en el Fuerte de los Ratones. Continuamente, sin interrupción ninguna, estallaban cerca de aquel sitio granadas del calibre 150, mientras el jefe, un capitán de caballería, jugaba una interminable partida de tresillo con su ayudante y con el oficial de enlaces, y hacía pasar de mano en mano una botella de gaseosa llena de un aguardiente de mala calidad. A veces dejaba las cartas sobre la mesa para despachar a un enlace o iniciaba con gesto preocupado una conversación acerca de la resistencia que nuestro fortín de hormigón podía ofrecer a las bombas. A pesar de sus acaloradas réplicas pudimos convencerlo de que no aguantaríamos un proyectil certero que diese en el techo.
El fuego habitual adquirió hacia el atardecer una intensidad demencial. En la primera línea se elevaban bengalas de colores en sucesión ininterrumpida. Unos enlaces que llegaron sudorosos trajeron la noticia de que el enemigo atacaba. Después de varias semanas de tiro de tambor de la artillería hacía ahora su aparición el combate de infantería. Habíamos llegado, por tanto, en el momento justo.
Retorné al puesto de mando del jefe de la compañía y allí aguardé la llegada de la Segunda Compañía; apareció a las cuatro de la madrugada, en el momento en que se desencadenaba un violento ataque artillero por sorpresa. Me hice cargo de mi sección y la conduje al sitio que se le había asignado. Era una construcción de hormigón y se hallaba cubierta por las ruinas de un edificio enteramente destruido; estaba en medio de un gigantesco campo de embudos de una desolación horripilante.
A las seis de la mañana se disipó la espesa niebla típica de Flandes y pudimos echar una ojeada a aquellos alrededores de espanto. Inmediatamente después apareció una escuadrilla de aviones enemigos; volaba casi a ras del suelo y estuvo examinando con detenimiento aquel pisoteado terreno en tanto emitía señales con una sirena y en los agujeros abiertos por las granadas procuraban esconderse los infantes extraviados.
Media hora después se inició un ataque artillero por sorpresa. Los proyectiles rugían alrededor del lugar donde estábamos refugiados, que parecía una isla en medio de un mar azotado por un tifón. El bosque de proyectiles que estallaban en torno a nosotros se fue haciendo cada vez mas espeso, hasta acabar convirtiéndose en un muro que giraba formando remolinos. Estábamos allí acurrucados unos junto a otros y a cada momento aguardábamos el proyectil certero que nos haría pedazos, el proyectil que nos barrería, sin dejar rastro, a nosotros y a los fortines de hormigón, y transformaría en un desierto de embudos el lugar en que nos hallábamos.
Todo el día estuvimos sometidos a aquellas violentas trombas de fuego; en los largos intervalos entre una y otra nos preparábamos para la siguiente.
Un extenuado enlace apareció a última hora de la tarde y me trajo una orden por la que me enteré de que las compañías primera, tercera y cuarta iban a efectuar un contraataque a las diez horas y cincuenta minutos de aquella noche, y la segunda debía aguardar a que llegase su relevo y luego avanzar desplegada hacia la primera línea. Quise acumular fuerzas para poder enfrentarme a las horas que nos aguardaban y me tendí a descansar; no sospechaba que en aquel momento mi hermano Fritz, al que yo suponía en Hannover, se lanzaba al ataque con un pelotón de la Tercera Compañía y atravesaba a corta distancia de mi cabaña aquel huracán de fuego.
Largo tiempo perturbaron mi sueño los lamentos de un herido dejado en nuestro refugio por dos soldados sajones que se habían extraviado en el campo de embudos; completamente agotados, aquellos dos soldados se habían quedado dormidos. Cuando a la mañana siguiente se despertaron encontraron muerto a su camarada. Lo llevaron al agujero de granada más próximo, lo cubrieron con unas cuantas paladas de tierra y se fueron de allí; tras ellos dejaban una más entre las innumerables sepulturas solitarias y desconocidas de esta guerra.
Hasta las once de la mañana no me desperté de mi profundo sueño; entonces me lavé en mi casco de acero y envié un hombre al jefe de la compañía para que recogiese las órdenes. Me quedé estupefacto al enterarme de que, se había marchado sin ni siquiera notificarnos su partida. En la guerra ocurren cosas como ésta; vemos negligencias que la gente que actúa en los campos de maniobras no osaría ni siquiera imaginar.
Mientras continuaba sentado en mi camastro, lanzando maldiciones y reflexionando sobre lo que debía hacer, apareció un enlace del batallón y me trajo la orden de que tomase inmediatamente el mando de la Octava Compañía.
Me enteré de que el contraataque efectuado la noche anterior por el Primer Batallón había fracasado y que había habido numerosas bajas; lo que de aquel batallón quedaba se defendía dentro, y también a derecha e izquierda, de un bosquecillo que teníamos delante, el bosque de Dobschütz. A la Octava Compañía se le había confiado la misión de ir a reforzar a aquellos hombres, para lo cual debía penetrar desplegada en el bosquecillo; pero, en el terreno intermedio, un fuego de barrera la había desperdigado, ocasionándole numerosas bajas. Como también estaba herido su jefe, el teniente Büdingen, yo tenía que conducir otra vez hacia delante la citada compañía.
Me despedí de mi sección, a la que dejaba huérfana, y luego me puse en camino con el enlace; teníamos que atravesar un páramo en el que caían
shrapnels
en gran número. Íbamos corriendo agachados; una voz desesperada detuvo por un momento nuestra carrera. Desde lejos nos hacía señas con el sanguinolento muñón de su brazo una figura humana que sobresalía con medio cuerpo de un embudo. Le señalamos con el dedo la cabaña que acabábamos de abandonar y seguimos corriendo.
La Octava Compañía que me encontré era un exiguo puñado de hombres acurrucados dentro de unos cuantos fortines de hormigón.
—¡Los jefes de sección!
Se presentaron tres suboficiales y declararon que era imposible efectuar un segundo ataque contra el bosque de Dóbschütz. Los proyectiles de grueso calibre que caían delante de nosotros se interponían allí, en efecto, como un muro de fuego. Lo primero que hice fue concentrar las secciones detrás de tres de aquellos fortines de hormigón; cada sección se componía ya tan sólo de unos quince o veinte hombres. En aquel momento se desplazó el fuego enemigo hacia donde estábamos. Hubo entonces un desconcierto indescriptible. Todo un grupo de hombres voló por los aires junto al fortín de la izquierda; el de la derecha fue alcanzado de lleno por un proyectil. Los escombros de aquel fortín, que pesaban toneladas, enterraron al teniente Büdingen, que aún yacía herido allí dentro. Nos hallábamos como dentro de un mortero en el que continuamente se golpease con fuerza. Los rostros, de una palidez cadavérica, se miraron fijamente unos a otros; y seguían y seguían resonando los gritos de los heridos por la metralla.
En aquellas circunstancias daba igual que nos quedásemos allí echados cuerpo a tierra o que nos replegásemos o que avanzásemos. Por ello di a los hombres la orden de que me siguieran. De un salto me metí en medio del fuego; una granada me cubrió de tierra a los pocos pasos, tirándome de espaldas en el embudo que más cerca quedaba. Era casi inexplicable que no estuviese herido, pues los proyectiles caían tan juntos que parecían pasar rozando el casco y los hombros; se asemejaban a grandes animales que escarbasen el suelo bajo sus pies. El que yo pudiese atravesar corriendo aquella barrera sin ser alcanzado se debía sin duda únicamente a que el terreno, movido y removido tantas veces, se tragaba los proyectiles; éstos penetraban muy hondo en él y no estallaban hasta chocar con algo duro. De esta manera, los conos producidos por las explosiones no eran como matas enormes, sino que ascendían derechos, semejantes a lanziformes álamos. Había otros proyectiles que levantaban únicamente una campana de tierra. No tardé en darme cuenta de que la violencia del fuego disminuía cuanto más avanzaba yo. Una vez que hube escapado de la zona más peligrosa, miré a mi alrededor. No se veía un alma.