Authors: Eiji Yoshikawa
El hombre que abrió neciamente un camino hacia esa meta y que dio a Ieyasu una oportunidad espléndida fue Hojo Ujinao, el señor de Sagami, otro de los hombres que se aprovecharon del incidente en el templo Honno. Creyendo que la ocasión estaba madura, un enorme ejército de Hojo formado por cincuenta mil hombres penetró en el antiguo dominio de los Takeda en Kai. Era una invasión a gran escala, ejecutada casi como si Ujinao se hubiera limitado a coger un pincel y trazar una línea en un mapa, apoderándose de lo que creía a su alcance.
Esa acción dio a Ieyasu un magnífico motivo para despachar tropas. Sin embargo, sus fuerzas eran sólo de ocho mil hombres. La vanguardia de tres mil hombres detuvo a una fuerza de Hojo formada por más de diez mil antes de reunirse con la fuerza principal de Ieyasu. La guerra duró más de diez días. Finalmente, el ejército de Hojo no tuvo más alternativa que luchar hasta las últimas consecuencias o, como Ieyasu había esperado que hiciera y acabó por hacer, pedir la paz.
—Joshu será entregada a los Hojo, mientras que las dos provincias de Kai y Shinano serán concedidas al clan Tokugawa.
Tal fue el acuerdo al que llegaron, exactamente lo que Ieyasu había deseado.
***
Los enviados de Shibata Katsuie, con sus caballos de carga y equipos de viaje cubiertos por la nieve de las provincias septentrionales, llegaron a Kai el día once del mes duodécimo. Primero les pidieron que descansaran en los aposentos para invitados de Kofu. El grupo era numeroso y estaba al mando de dos servidores de alto rango de Shibata, Shukuya Shichizaemon y Asami Dosei.
Durante dos días tuvieron con ellos ciertas atenciones, pero por lo demás parecía como si los hubieran dejado de lado.
Ishikawa Kazumasa se disculpó con efusión, diciéndoles que Ieyasu todavía estaba ocupado por los asuntos militares.
Los enviados refunfuñaron por la frialdad de su recepción. Ante los numerosos regalos de amistad enviados por el clan Shibata, los servidores de Tokugawa se habían limitado a recibir una lista de tales regalos sin ninguna otra clase de reconocimiento. Al tercer día les concedieron una audiencia con Ieyasu.
Era a mediados de un invierno riguroso. Sin embargo, Ieyasu estaba sentado en una gran sala sin un solo fuego que la caldeara. No parecía un hombre afligido por penalidades e infortunios desde su juventud. Tenía las mejillas rollizas y sus orejas, de grandes lóbulos, daban cierto peso a todo su cuerpo, como los aros de una tetera de hierro. Extrañaba a los visitantes que aquél pudiera ser un gran general que sólo tenía aún cuarenta años.
Si Kanamori hubiese acudido como enviado, habría visto en seguida que la frase «sin vacilar a la edad de cuarenta años» era absolutamente aplicable a aquel hombre.
—Gracias por venir desde tan lejos con tantas prendas de amistad. ¿Goza el señor Katsuie de buena salud?
Hablaba de una manera muy solemne y su voz, aunque suave, abrumaba a los demás. Sus servidores miraban a los dos enviados, los cuales se sentían como representantes de un clan dependiente que acudieran a entregar tributos. Transmitir el mensaje de su señor sería ahora mortificante, pero no podían evitarlo.
—El señor Katsuie os felicita por vuestra conquista de las provincias de Kai y Shinano, y como un símbolo de su felicitación os da estos regalos.
—¿El señor Katsuie os envía para que me felicitéis cuando hace tanto tiempo que no estamos en contacto? Es una muestra de cortesía asombrosa.
Así pues los enviados emprendieron el camino de regreso a casa con un sabor amargo en la boca. Ieyasu no les había dado ningún mensaje para Katsuie. Iba a ser difícil informar a éste de que Ieyasu no había dicho una sola palabra amable sobre él, aparte de comunicarle el frío tratamiento que ellos mismos habían recibido.
Era especialmente exasperante el hecho de que Ieyasu no hubiera escrito ninguna respuesta a la carta afectuosa enviada por Katsuie. En una palabra, no se trataba tan sólo de que su misión hubiera terminado en un rotundo fracaso, sino que Katsuie parecía haberse humillado ante Ieyasu mucho más de lo necesario para sus propios fines.
Los dos enviados comentaron la situación con cierta inquietud. Por supuesto, su enemigo, Hideyoshi, destacaba en sus pensamientos más sombríos, pero lo mismo sucedía con sus viejos adversarios, los Uesugi. Si a estos peligros se añadía la amenaza de discordia entre los clanes Shibata y Tokugawa... Sólo podían rezar para que eso no llegase a suceder.
Pero la velocidad del cambio siempre deja atrás los temores imaginarios de personas tan timoratas. Más o menos por la época en que los enviados regresaron a Kitanosho, las promesas realizadas el mes anterior se incumplieron, y poco antes de que terminara el año Hideyoshi empezó a avanzar contra el norte de Omi. Al mismo tiempo, y por razones desconocidas, Ieyasu se retiró de improviso a Hamamatsu.
Habían transcurrido unos diez días desde el regreso de Inuchiyo a Kitanosho. El hijo adoptivo de Katsuie, Katsutoyo, que se había visto obligado a quedarse en el castillo de Takaradera por enfermedad, por fin se había recuperado y fue a despedirse de su anfitrión.
—Nunca olvidaré vuestra amabilidad —le dijo Katsutoyo a Hideyoshi.
Hideyoshi acompañó a Katsutoyo hasta Kyoto y se afanó para asegurar que su viaje de regreso al castillo de Nagahama fuese cómodo.
Katsutoyo tenía la posición más elevada en el clan Shibata, pero Katsuie le evitaba y los restantes miembros del clan le miraban por encima del hombro. El trato amable que le había dispensado Hideyoshi había causado un cambio en la actitud de Katsutoyo hacia el enemigo de su padre adoptivo.
Tras despedir a Inuchiyo y luego a Katsutoyo, transcurrieron casi dos semanas durante las que Hideyoshi no pareció ocuparse de la construcción del castillo ni los acontecimientos de Kyoto, sino que más bien dirigió su atención a asuntos que pasaban desapercibidos para los observadores.
A principios del duodécimo mes, Hikoemon, que había sido enviado a Kiyosu, regresó al cuartel general de Hideyoshi, el cual salió entonces del periodo pasivo y paciente de descanso en el que había entrado después de la conferencia de Kiyosu, y por primera vez golpeó con la ficha el tablero de
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de la política nacional, señalando así el regreso a la actividad.
Hikoemon había ido a Kiyosu para persuadir a Nobuo de que las maniobras secretas de su hermano Nobutaka eran cada vez más amenazadoras, y que los preparativos militares de Katsuie estaban actualmente muy claros. Nobutaka no había trasladado a Azuchi al señor Samboshi, incumpliendo así el tratado firmado tras la conferencia de Kiyosu, sino que le había internado en su propio castillo de Gifu. Eso equivalía a raptar al legítimo heredero del clan Oda.
Hideyoshi explicaba en su solicitud que, para poner fin al asunto, sería necesario atacar a Katsuie, el cabecilla de la conspiración y causante de la inestabilidad, mientras los Shibata no podían moverse a causa de la nieve.
Nobuo había estado descontento desde el mismo principio, y era evidente que Katsuie le desagradaba. Desde luego no creía poder confiar en Hideyoshi para solucionar su futuro, pero este último era una mejor elección que Katsuie. Por lo tanto, no había ningún motivo para que rechazara la petición de Hideyoshi.
—El señor Nobuo se mostró realmente entusiasmado —le informó Hikoemon—. Dijo que si vos, mi señor, participarais personalmente en una campaña contra Gifu, él se os uniría. Más que acceder a la petición, parecía alentarnos.
—¿Estaba entusiasmado? Casi puedo verle, de veras.
Hideyoshi se representó la penosa escena. Aquél era el noble señor de una ilustre casa, pero también un hombre cuyo carácter dificultaba su salvación.
Sin embargo, había tenido buena suerte. Antes de la muerte de Nobunaga, Hideyoshi nunca había tendido a proclamar sus aspiraciones o ideas grandiosas, pero tras la desaparición de Nobunaga, y sobre todo después de la batalla de Yamazaki, era consciente de la posibilidad real de que estuviera destinado a dirigir la nación. Ya no ocultaba ni su confianza en sí mismo ni su orgullo.
Y había ocurrido otro cambio notable. A un hombre que se propone ser el dirigente de la nación se le suele acusar de que quiere extender su poder, pero recientemente la gente empezaba a tratar a Hideyoshi como el sucesor natural de Nobunaga.
De la manera más repentina, un pequeño ejército se reunió ante el portal del templo Sokoku. Los soldados llegaron del oeste, el sur y el norte para congregarse bajo el estandarte de las calabazas doradas, hasta que una fuerza considerable se concentró en el centro de Kyoto.
Era el día séptimo del mes duodécimo. Brillaba el sol de la mañana y un viento seco barría las calles.
La gente no tenía idea de lo que ocurría. El gran servicio fúnebre celebrado durante el décimo mes se había distinguido por su pompa y magnificencia, y era fácil que la gente cayera en la trampa de sus propios juicios mezquinos. Sus expresiones mostraban que se habían engañado creyendo que de momento no habría otra guerra.
—El mismo señor Hideyoshi cabalga en cabeza. Las fuerzas de Tsutsui están aquí, así como el ejército del señor Niwa.
Pero los hombres que estaban al lado de la carretera se mostraban perplejos por el destino de la expedición. La serpenteante columna de armaduras y cascos pasó con mucha rapidez a través de Keage y se unió a las fuerzas que aguardaban en Yabase. Los barcos de guerra que transbordaban a las tropas partieron las blancas olas en formación cerrada, rumbo al nordeste, mientras el ejército que seguía la ruta terrestre acampó tres noches en Azuchi y llegó al castillo de Sawayama el día diez.
El día trece Hosokawa Fujitaka y su hijo, Tadaoki, llegaron desde Tamba y solicitaron de inmediato una audiencia con Hideyoshi.
—Me alegro de que hayáis venido —les dijo afectuosamente Hideyoshi—. Supongo que la nieve os habrá incomodado un poco.
Habida cuenta de la situación en que se encontraban, Fujitaka y su hijo debían de haber pasado los últimos seis meses con la sensación de que caminaban sobre una delgada capa de hielo. Mitsuhide y Fujitaka habían sido buenos amigos mucho antes de que sirvieran a Nobunaga. La esposa de Tadaoki era hija de Mitsuhide. Además, existían muchos otros vínculos entre los servidores de los dos clanes. Tan sólo por estos motivos, Mitsuhide había estado seguro de que Fujitaka y su hijo le apoyarían en su rebelión.
Pero Fujitaka no se unió a él. Si se hubiera dejado dominar por sus sentimientos personales, probablemente su clan habría sido destruido con los Akechi. Desde luego él se habría sentido como si estuviera poniendo en equilibrio un huevo encima de otro. Haber actuado con prudencia de cara al exterior y evitado el peligro en el interior debía de haber sido doloroso en extremo. Había salvado la vida de la esposa de Tadaoki, pero su clemencia había creado una querella interna en su clan.
Por entonces Hideyoshi le había absuelto y reconocido la lealtad mostrada por los Hosokawa. Así pues, recibían la hospitalidad de Hideyoshi, y éste, al mirar a Fujitaka, veía que sus patillas habían adquirido el color de la escarcha en el último medio año. Pensó que aquel hombre era un maestro, reconociendo al mismo tiempo que, para resistir la corriente de los tiempos sin cometer errores, habría tenido que sacrificar poco a poco su salud y perder la negrura de su cabello. Sin poder evitarlo, cada vez que miraba a Fujitaka sentía lástima de él.
—Están tocando el tambor en el otro lado del lago y también en la ciudad fortificada, y parecéis preparado para atacar —le dijo Fujitaka—. Confío en que nos haréis el honor de colocar a mi hijo en la vanguardia.
—¿Os referís al asedio de Nagahama? —replicó Hideyoshi. Parecía hablar fuera de propósito, pero entonces respondió en un tono distinto—: Atacamos por mar y tierra, pero el verdadero objetivo del ataque está dentro y no fuera del castillo. Estoy seguro de que los servidores de Katsutoyo vendrán aquí esta noche.
Mientras Fujitaka reflexionaba en las palabras de Hideyoshi, recordó de nuevo el antiguo proverbio «Quien hace descansar bien a sus hombres podrá pedirles que hagan esfuerzos desesperados».
El hijo de Fujitaka, que miraba a Hideyoshi, también recordó algo. Cuando el destino del clan Hosokawa se encontraba en una gran encrucijada y todos sus servidores se reunieron para determinar su línea de acción, Fujitaka habló y les indicó exactamente la posición a tomar: «En esta generación sólo he visto dos hombres que realmente se apartan de lo común. Uno es el señor Tokugawa Ieyasu, el otro es sin lugar a dudas el señor Hideyoshi».
Al recordar ahora estas palabras, el joven sólo podía preguntarse si serían ciertas. ¿Era aquel hombre el que su padre consideraba fuera de lo corriente? ¿Era en verdad Hideyoshi uno de los dos generales auténticamente grandes de su generación?
Cuando se retiraron a sus aposentos, Tadaoki expresó sus dudas.
—Supongo que no comprendes —musitó Fujitaka—. Todavía te falta experiencia. —Consciente de la insatisfacción de Tadaoki, supuso lo que pensaba su hijo y añadió—: Cuanto más te acercas a una gran montaña, menos puedes percibir su enorme tamaño. Cuando empiezas a subirla, no te haces cargo en absoluto de su tamaño. Al escuchar y luego comparar los comentarios de todo el mundo, comprendes que la mayoría hablan sin haber visto la totalidad de la montaña y, tras haber visto sólo un pico o un valle, imaginan que lo han visto todo. Pero lo cierto es que están juzgando el conjunto cuando sólo han visto una parte.
Tadaoki se quedó con las dudas que tenía, pese a la lección recibida. Sin embargo, sabía que su padre tenía mucha más experiencia del mundo que él, y no le quedaba más remedio que aceptar lo que le decía.
Entonces ocurrió algo sorprendente. Dos días después de su llegada, el castillo de Nagahama pasó a manos de Hideyoshi sin que un solo soldado resultara herido. Sucedió exactamente lo que Hideyoshi había predicho a Fujitaka y su hijo: «El castillo será capturado desde el exterior».
Los enviados eran tres servidores de alto rango de Shibata Katsutoyo, los cuales traían una promesa escrita en la que Katsutoyo y todos sus servidores juraban obedecer y servir a Hideyoshi.
—Han actuado con discernimiento —dijo Hideyoshi, aparentemente satisfecho.
Según las condiciones de la promesa, el territorio del castillo seguiría siendo el mismo de antes y a Katsutoyo se le permitiría continuar como su poseedor.