Taiko (157 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—Esta noche debéis de haberos enfadado mucho —le dijo Takigawa—, pero sólo ha sido a causa del sake, y el sobrino del señor Katsuie todavía es joven, como podéis ver. Confío en que le perdonéis. —Entonces añadió—: Esto es algo que ha sido convenido de antemano y es posible que lo hayáis olvidado, pero el día cuatro, mañana, tendrá lugar la celebración para anunciar la sucesión del señor Samboshi y no debéis perdérosla. El señor Katsuie se ha preocupado mucho por ello cuando os habéis marchado.

—¿Ah, sí? Bueno...

—No dejéis de asistir.

—Comprendo.

—Y en cuanto a esta noche, una vez más, olvidadlo, por favor. Le he dicho al señor Katsuie que sois una persona de gran corazón y no es probable que os ofendáis por las bromas de un joven borracho en una sola ocasión.

El caballo de Hideyoshi había empezado a moverse.

—¡Vámonos! —gritó a los pajes, casi derribando a Takigawa al suelo.

Los aposentos de Hideyoshi se encontraban en la sección occidental de la ciudad. Consistían en un pequeño templo Zen y la casa alquilada a una familia rica. Había alojado a los hombres y caballos en el templo, mientras que él ocupaba una planta de la casa.

A la familia no le había resultado difícil acomodarle, pero estaba acompañado por setecientos u ochocientos servidores. Sin embargo, no se trataba de un gran número de hombres, pues corría el rumor de que el clan Shibata había acuartelado aproximadamente diez mil hombres en Kiyosu.

En cuanto Hideyoshi estuvo de regreso en su alojamiento, se quejó de que había humo en el interior. Ordenó que abrieran las ventanas y se despojó bruscamente del traje ceremonial con el blasón de la paulonia. Mientras terminaba de desvestirse, pidió que le preparasen el baño.

Creyendo que su señor estaba malhumorado, el paje le vertió cautelosamente un cubo de agua caliente sobre la espalda. Sin embargo, Hideyoshi bostezó al sumergirse en la bañera. Entonces emitió un gruñido, como si estuviera estirando los brazos y las piernas.

—Me estoy desentumeciendo un poco —observó, y rezongó acerca de la rigidez de los dos últimos días—: ¿Está instalada la mosquitera?

—Ya la hemos colocado, mi señor —respondieron los pajes que sostenían su kimono de dormir.

—Bien, bien. —Una vez bajo la mosquitera, les dijo—: Todos debéis retiraros pronto, y decídselo también a los hombres que están de guardia.

La puerta estaba cerrada, pero las ventanas permanecían abiertas para que penetrara la brisa, y la luz de la luna casi parecía temblar. Hideyoshi empezó a sentirse amodorrado.

—¿Mi señor? —le llamó una voz desde el exterior.

—¿Qué ocurre? ¿Eres Mosuke?

—Sí, mi señor. El abad Arima está aquí y dice que quisiera veros en privado.

—¿Qué? ¿Arima?

—Le he dicho que os habíais retirado a descansar temprano, pero él ha insistido.

Por un momento no hubo ninguna respuesta desde la mosquitera. Finalmente Hideyoshi dijo:

—Hazle pasar, pero preséntale mis excusas por no levantarme. Dile que en el castillo me he sentido indispuesto y he tomado una medicina.

Mosuke bajó rápidamente los escalones desde el entresuelo. Entonces se oyeron los pasos de alguien que subía, y pronto un hombre estuvo arrodillado ante Hideyoshi.

—Vuestros ayudantes me han dicho que dormíais, pero...

—Decidme, vuestra reverencia.

—Tengo algo muy urgente que deciros, por lo que me he aventurado a venir aquí en plena noche.

—Tras dos días de conferencias estoy tanto mental como físicamente exhausto. Pero ¿qué os trae por aquí a estas horas?

El abad habló en voz baja.

—¿Tenéis intención de asistir mañana al banquete en honor del señor Samboshi en el castillo?

—Creo que podría ir si tomo unos medicamentos. Es posible que sufra tan sólo los efectos de un golpe de calor, y la gente se enojará si no asisto.

—Tal vez el hecho de que estéis indispuesto sea una premonición.

—¿Por qué decís tal cosa?

—Os habéis retirado hace unas horas, en pleno banquete. Poco después sólo quedaban los Shibata y sus aliados, los cuales se pusieron a discutir algo en secreto. No entendía de qué trataban, pero la situación también inquietaba a Maeda Geni, así que les escuchamos discretamente.

El abad se quedó de repente silencioso y echó un vistazo al interior de la mosquitera, como si quisiera asegurarse de que Hideyoshi le escuchaba.

Un insecto de color azul pálido chirriaba en un extremo de la red, y Hideyoshi estaba tendido como antes, mirando el techo.

—Hablad.

—No sabemos con detalle qué se proponen hacer, pero estamos seguros de que no van a dejaros vivir. Mañana, cuando vayáis al castillo, quieren llevaros a una habitación, exponeros una lista de vuestros delitos y obligaros a cometer el seppuku. Si os negáis, planean mataros a sangre fría. Además, tienen la intención de apostar soldados en el castillo e incluso de controlar la ciudad fortificada.

—Vaya, eso es bastante intimidante.

—La verdad es que Geni deseaba venir a informaros personalmente, pero temimos que notaran su salida del castillo, y por eso he venido yo. Si ahora estáis enfermo, debe de ser una protección del cielo. Quizá deberíais pensarlo a fondo antes de asistir a la ceremonia de mañana.

—No sé qué debo hacer.

—Espero que no asistáis. ¡Dé ninguna manera!

—Es una fiesta por la investidura del joven señor, y todos tenemos que asistir. Os agradezco vuestras buenas intenciones, reverencia. Muchísimas gracias.

Bajo la mosquitera, Hideyoshi unió las palmas en actitud de plegaria mientras el abad se retiraba.

Una de las características de Hideyoshi era que dormía muy bien. Dormirse de inmediato, cuando uno lo desea, puede parecer una habilidad fácil de adquirir, pero en realidad es muy difícil.

Por necesidad había adquirido esa habilidad misteriosa, cercana a la iluminación, y la había formulado como una especie de lema a seguir, tanto para aliviar la presión del campo de batalla como para preservar su salud.

La objetividad. Para Hideyoshi, esta palabra era un talismán.

Quizá la objetividad no parecía una cualidad muy impresionante, pero era el componente esencial de su don de conciliar el sueño sin el menor problema. La impaciencia, las ilusiones, los apegos, las dudas, las urgencias... Sus párpados, al cerrarse, cortaban todos los vínculos en un instante, y dormía con la mente tan vacía como una hoja de papel en blanco. Y, a la inversa, podía despertarse en un momento, completamente alerta.

Pero la objetividad no sólo le servía cuando luchaba de un modo inteligente y sus planes salían como él deseaba. En el transcurso de los años había cometido muchos errores, pero nunca había rumiado amargamente en sus fracasos y batallas perdidas. En tales ocasiones recordaba esa única palabra: objetividad.

La clase de diligencia de la que hablaba la gente a menudo —determinación sostenida y perseverancia, o una firme concentración— no era una cualidad especial en él, sino más bien una parte natural de la vida cotidiana. Así pues, le resultaba más esencial proponerse esa objetividad que le permitiría prescindir de esas cualidades, aunque sólo fuese un momento, y dejar que su espíritu respirase. A su vez, sometía con toda naturalidad los problemas de la vida y la muerte a ese único concepto: la objetividad.

Llevaba poco tiempo tendido. ¿Habría dormido una hora?

Se levantó y bajó los escalones hacia el lavabo. De inmediato, uno de los hombres que estaban de servicio se arrodilló en las tablas de la terraza, sosteniendo un farolillo de papel. Poco después, cuando salió del lavabo, otro hombre, provisto de un pequeño cazo, se le acercó y vertió el agua en sus manos.

Mientras se lavaba las manos, Hideyoshi contempló la posición de la luna sobre los aleros y se volvió hacia sus dos pajes.

—¿Está Gonbei ahí? —les preguntó.

Cuando se presentó el hombre por el que había preguntado, Hideyoshi echó a andar hacia los escalones, con la cabeza vuelta hacia Gonbei mientras caminaba.

—Ve al templo y diles a los hombres que nos marchamos. La división de los soldados y las calles por donde avanzaremos las hemos anotado esta noche al abandonar el castillo y el escrito está en poder de Asano Yahei, así que él os dará las instrucciones.

—Sí, mi señor.

—Espera un momento. Me olvidaba de algo. Dile a Kumohachi que venga a verme.

Las pisadas de Gonbei se retiraron desde el grupo de árboles detrás de la casa en dirección al templo. Cuando dejaron de oírse, Hideyoshi se apresuró a vestirse con la armadura y salió.

Los aposentos de Hideyoshi estaban cerca del cruce de los caminos de Ise y Mino. Pasó por el ángulo del almacén y se encaminó al cruce.

En aquel momento, Kumohachi, que acababa de recibir el aviso de su señor, llegó corriendo por detrás con pasos vacilantes. Rebasó a Hideyoshi, se dio la vuelta y se arrodilló ante él.

—¡Aquí me tenéis a vuestro servicio!

Kumohachi era un viejo guerrero de setenta y cinco años, pero no le superaban fácilmente ni los hombres más jóvenes, y Hideyoshi vio que había acudido con la armadura ya puesta.

—Para lo que voy a pedirte no hace falta armadura. Me gustaría que hicieras algo por la mañana, y por lo tanto quiero que te quedes aquí.

—¿Por la mañana? ¿Queréis decir en el castillo?

—Así es. Has comprendió bien, como es propio de tus años de servicio. Quiero que lleves un mensaje al castillo. Dirás que he enfermado por la noche y de repente me he visto obligado a regresar a Nagahama. Dirás también que lamento profundamente no poder asistir a la ceremonia, pero que confío en que todo salga bien. Imagino que Katsuie y Takigawa insistirán en el asunto durante largo rato, por lo que quiero que esperes allí, dando la impresión de que estás senil y duro de oído. No reacciones a nada de lo que oigas, y luego marcharte como si nada hubiera ocurrido.

—Comprendo, mi señor.

El viejo guerrero estaba doblado por la cintura como una gamba, pero no soltaba la lanza. Se inclinó una vez más antes de incorporarse, dio media vuelta con rigidez, como si la armadura le pesara demasiado, y se alejó arrastrando los pies.

Casi todos los hombres que se alojaban en el templo se habían alineado ya en la carretera, delante del portal. Cada cuerpo, identificado por su estandarte, se dividía a su vez en compañías. Los comandantes aprestaban sus caballos a la cabeza de cada unidad.

Los extremos encendidos de las mechas brillaban al oscilar atrás y adelante, pero no encendieron una sola antorcha.

En el cielo sólo había una esbelta media luna. Los setecientos hombres permanecían en silencio en la oscuridad, a lo largo de la hilera de árboles, como olas en la orilla.

—¡Eh, Yahei! —llamó Hideyoshi, que caminaba al lado de la línea de oficiales y soldados.

Los hombres no eran fácilmente distinguibles bajo las sombras de los árboles, y uno de ellos, de baja estatura, avanzó golpeando el suelo con un bastón de bambú y seguido por otros seis o siete hombres. La mayoría de los soldados probablemente pensaron que era el jefe de un grupo de porteadores, pero cuando se dieron cuenta de que se trataba de Hideyoshi, guardaron todavía más silencio, apartando a sus caballos para que no le estorbaran el paso.

—¡Aquí estoy! ¡Aquí!

Asano Yahei había estado al pie de los escalones de piedra, dando instrucciones a un grupo de hombres. Al oír la voz de Hideyoshi, terminó rápidamente y corrió hacia él.

—¿Estás preparado? —le preguntó Hideyoshi con impaciencia, sin darle apenas tiempo para arrodillarse—. Si ya está todo listo, adelante.

—Sí, mi señor, estamos preparados.

Se hizo cargo del estandarte de mando con las calabazas doradas, que había estado apoyado en una esquina del portal, lo llevó al centro de la columna y rápidamente montó su caballo para reunirse con las tropas.

Hideyoshi cabalgó acompañado por sus pajes y unos treinta jinetes. Aquél habría sido el momento para hacer sonar la caracola, pero las circunstancias impedían su uso, así como las antorchas. Hideyoshi había entregado a Yahei el abanico dorado de mando, y lo agitó hasta tres veces en su nombre. Obedeciendo a la señal, los setecientos hombres del ejército iniciaron gradualmente su avance.

Entonces la cabeza de la columna cambió de dirección y, girando en la carretera, pasó por el lado de Hideyoshi. La posición del jefe de cuerpo estaba ocupada exclusivamente por servidores de confianza. Que no se viera casi ninguna de las caras de los viejos y expertos veteranos se debía con toda probabilidad a que muchos de ellos se habían quedado en los castillos de Hideyoshi en Nagahama y Himeji, así como en sus fincas restantes.

A medianoche, los soldados de Hideyoshi abandonaron el castillo de Kiyosu, dando la impresión de que eran la fuerza principal que acompañaba a su señor. Tomaron la carretera de Mino en dirección a Nagahama.

En cuanto a Hideyoshi, partió poco después con sólo treinta o cuarenta hombres. Tomó una ruta totalmente distinta y avanzó a toda prisa por carreteras secundarias donde nadie repararía en él. Por fin llegó a Nagahama al amanecer del día siguiente.

***

—Hemos fallado, Genba —dijo Katsuie.

—No, era un plan sin posibilidad de errores.

—¿Crees de veras que existe semejante plan? En algún lugar ha habido un descuido, y por eso el pez se ha escapado de la red con tanta facilidad.

—Bueno, ya lo advertí en su momento. ¡Si quieres golpear, golpea! Si hubiéramos atacado los aposentos de esa escoria, en estos momentos podríamos contemplar la cabeza cortada de Hideyoshi. Pero tú estabas empeñado en hacerlo secretamente. Ahora todos nuestros esfuerzos se han quedado en nada porque no quisiste escucharme.

—Ah, todavía eres joven. Me pedías que emplease un plan defectuoso, y el que yo había ideado era superior. La mejor estrategia era esperar a que Hideyoshi viniera al castillo y obligarle a abrirse el vientre. Nada habría sido mejor que eso. Pero según los informes de anoche, Hideyoshi levantó de repente el campamento. Al principio creí que habíamos tenido mala suerte, pero entonces lo pensé mejor. Si ese bastardo abandonaba Kiyosu de noche, era un don del cielo... Como se marchaba sin anunciarlo, yo podría haber denunciado sus delitos. Te di instrucciones para que le tendieras una emboscada y le atacaras por el camino, de modo que se hiciera justicia.

—Ése fue un error negligente por tu parte, tío, desde el mismo principio.

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