Taiko (181 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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***

Aquella mañana Shonyu y Yukisuke habían hablado en la sala de té. Su encuentro parecía ser el de un padre y un hijo que habían estado mucho tiempo separados y desayunaban juntos, pero en realidad estaban celebrando una conversación secreta.

—Partiré hacia Gifu en seguida —dijo finalmente Yukisuke.

Cuando abandonó de la sala de té, Yukisuke se apresuró a ordenar a sus servidores que le preparasen su caballo. Había tenido la intención de regresar de inmediato a su propio castillo de Gifu, pero ahora pospuso esos planes dos o tres días.

—No cometas ningún error mañana por la noche —le advirtió Shonyu en voz baja.

Yukisuke asintió con una expresión de complicidad, pero su padre aún veía al ardiente joven como un niño.

La noche del día siguiente, el trece de aquel mes, todo el mundo en el castillo de Ogaki conocía los pensamientos de Shonyu y sabía por qué había enviado a Yukisuke a Gifu.

De repente llegó un aviso de movilización, y fue una gran sorpresa, incluso para los servidores de Shonyu.

En medio de toda aquella confusión, un jefe entró en la sala de los guerreros ayudantes, donde había varios jóvenes samurais muy excitados. El recién llegado estaba pálido. Se ató las correas de cuero de sus guantes con movimientos lentos y estudiados, miró a los guerreros y les dijo:

—Vamos a ir al castillo de Inuyama antes de que haya terminado la noche.

Como era de esperar, el único lugar donde reinaba la calma en medio de la conmoción era la habitación privada del general en jefe, Shonyu. Éste y su hijo, Terumasa, intercambiaban brindis con sake mientras aguardaban, sentados en sus escabeles de campaña, la hora de partir.

Normalmente, cuando se anunciaba la partida de tropas, sonaban las caracolas y los tambores, se desplegaban los estandartes y las tropas avanzaban marcialmente a través de la población fortificada. Pero en aquella ocasión los hombres montados iban en grupitos de dos o tres, los soldados de a pie avanzaban al frente y en la retaguardia, los estandartes estaban plegados y las armas de fuego ocultas. Aquella nebulosa noche primaveral del tercer mes, si los habitantes del pueblo hubieran visto el movimiento de tropas, intrigados por lo que sucedía, a nadie se le habría ocurrido que se trataba de un avance hacia el frente.

A tres leguas de Ogaki, cuando las tropas volvieron a reunirse, Shonyu se dirigió a los hombres:

—Vamos a terminar esta batalla al amanecer y estaremos de regreso antes de que finalice el día. Debéis viajar con la mayor rapidez posible.

***

La población y el castillo de Inuyama se encontraban en la otra orilla del curso superior del río Kiso. Los ecos del agua que golpeaba los cantos rodados o chapoteaba en los bajíos reverberaban en el aire. Envueltos en los densos vapores, la luna, la montaña y el agua parecían revestidos de mica. Desde allí sólo era visible la débil luz de las lámparas en la otra orilla.

—Desmontad.

Shonyu también desmontó y colocó su escabel de campaña en la orilla del río.

—El señor Yukisuke llega a tiempo —dijo uno de los servidores de Shonyu—. Allí están sus tropas.

Shonyu se puso en pie y miró río arriba.

—¡Explorador! —llamó de inmediato—. ¡Explorador!

Uno de los exploradores se acercó corriendo y confirmó el informe. Instantes después, una fuerza de cuatrocientos o quinientos hombres se unió a los casi seiscientos al mando de Ikeda Shonyu, y las siluetas de un millar de hombres avanzaron juntas como bancos de peces que se mezclaran.

Finalmente Sanzo avanzó tras los hombres de Yukisuke. Los centinelas que estaban de guardia y vigilaban la retaguardia le rodearon con sus lanzas y le llevaron a presencia de Shonyu. Éste no le dio la oportunidad de decir nada innecesario mientras le interrogaba sobre los aspectos esenciales de su misión.

Por entonces una serie de embarcaciones de pesca de fondo plano que habían estado diseminadas a lo largo de la orilla empezaron a cruzar la corriente. Docenas de soldados vestidos con armadura ligera se inclinaron adelante y saltaron, uno tras otro, a la orilla contraria. Entonces colocaron las pértigas para ir en busca de otro grupo que cruzaría el río.

En un abrir y cerrar de ojos, el único hombre que quedaba en la orilla era Sanzo. Finalmente los gritos de los guerreros agitaron la húmeda atmósfera nocturna, desde la orilla contraria hasta la zona por debajo del castillo. En aquel instante un ángulo del cielo se volvió rojo, y las chispas danzaron y destellaron por encima de la población fortificada.

El inteligente plan de Shonyu había salido a la perfección. El castillo de Inuyama cayó en sólo una hora. La sorpresa de sus defensores fue más completa debido a la traición en el interior del castillo y el pueblo. La traición era ciertamente una de las razones de que unas defensas naturales tan buenas cayeran en tan poco tiempo. Pero había otra razón. Shonyu había sido en el pasado jefe del castillo de Inuyama, y los habitantes del pueblo, los caciques de los pueblos vecinos e incluso los campesinos todavía recordaban a su antiguo señor. Aunque Shonyu había enviado servidores para que comprasen con dinero a aquellos hombres antes del ataque, el éxito del plan se debió más a su antigua posición que al soborno.

***

Un hombre perteneciente a una familia ilustre en declive tiende a atraer a una compleja gama de caracteres. Los previsores, los frívolos, los hombres que deploran los males presentes pero son incapaces de decir lo que piensan u ofrecer un consejo leal, todos ellos abandonan rápidamente el escenario. Y aquellos que son sensibles a las tendencias pero carecen de la fuerza y el talento para frenar el declive también se marchan en algún momento.

Los únicos hombres que quedan son de dos clases: los que carecen de habilidades sobresalientes que les permitirían mantenerse en cualquier otra parte si se marcharan y los realmente fieles que son vasallos hasta el mismo final, en la pobreza y el declive, en la vida y la muerte, la felicidad y la tristeza.

Pero ¿quiénes son los auténticos samurais? ¿Los que se adaptan a una manera de vivir conveniente o los que se quedan tan sólo por oportunismo? Esto no resulta fácil de entender, porque todos ellos utilizan a fondo su ingenio a fin de engañar a sus señores para que sobrevaloren su talento.

Aunque era un oportunista, Ieyasu era un jugador de temperamento completamente distinto al del infantil Nobuo, el cual no sabía nada del mundo. Ieyasu tenía a Nobuo en la palma de su mano como un peón de reserva.

—Desde luego, os habéis extremado, señor Nobuo —le dijo Ieyasu—. Sólo tomaré un poco más de arroz. Crecí en una vivienda modesta, por lo que el lujo de esta cena abruma a mi paladar y mi estómago.

Era la noche del día trece. Cuando Ieyasu llegó a Kiyosu aquella tarde, Nobuo le llevó a un templo donde los dos celebraron conversaciones secretas durante varias horas. Aquella noche tuvo lugar un banquete en la sala de invitados del castillo.

Ieyasu no se había trasladado al centro ni siquiera durante el incidente del templo Honno. Ahora, sin embargo, arriesgaba toda la potencia del clan Tokugawa, una potencia que había tardado muchos años en labrar, y había ido personalmente a Kiyosu. Nobuo consideraba a Ieyasu como su salvador. Iba a agasajarle lo mejor que pudiera, y ahora depositaba exquisiteces delante de él.

Mas para Ieyasu, la hospitalidad de Nobuo no era realmente más que una inmadura exhibición infantil, y aquel hombre sólo le daba lástima. En el pasado, Ieyasu agasajó a Nobunaga durante siete días, cuando el último efectuaba su regreso triunfal desde Kai con el pretexto de que quería ver el monte Fuji. Cuando recordaba la escala de aquel acontecimiento, a Ieyasu le apenaba la pobreza de la velada.

Un ser humano sólo podía compadecerse ante la situación, e Ieyasu sentía no poca compasión. Sabía, sin embargo, que el cambio está en la misma naturaleza del universo. Así pues, a pesar de la conmiseración que experimentaba en medio del banquete, la conciencia no le remordía a causa de su segunda intención, que era sencillamente la de usar a aquel aristocrático y frágil lechuguino como una marioneta. La razón era evidente: no hay nadie más proclive a ocasionar un desastre que el estúpido heredero de una ilustre familia a quien le ha sido legada una herencia y una reputación. Y cuanto mayor es la facilidad con que pueden utilizarle, tanto más peligroso resulta.

Probablemente Hideyoshi pensaba lo mismo que Ieyasu, pero mientras que el primero consideraba a Nobuo un estorbo para sus objetivos e ideaba maneras de librarse de él, Ieyasu encontraba modos de utilizarlo. Estos puntos de vista opuestos se basaban en el mismo objetivo fundamental tanto para Hideyoshi como para Ieyasu. Y al margen de quien de los dos ganara, el destino de Nobuo sería el mismo sencillamente porque era incapaz de abandonar la idea de que era el heredero de Nobunaga.

—¿Qué queréis decir? —replicó Nobuo—. La fiesta acaba de empezar. Hace una buena noche de primavera y sería una lástima que os retiraseis tan temprano a descansar.

Nobuo hacía lo posible por agasajar a Ieyasu, pero lo cierto es que éste tenía cosas que hacer.

—No, señor Nobuo, Su Señoría no debe tomar más sake, por lo menos a juzgar por el color de su rostro. Enviad la taza en nuestra dirección.

Pero Nobuo no había reparado en el embarazoso hastío del invitado de honor, y ahora sus esfuerzos estaban dirigidos por una mala interpretación de los ojos soñolientos de su invitado. Susurró algo a sus servidores, y en seguida descorrieron las puertas de papel en el extremo de la sala, revelando una orquesta y bailarines. Para Ieyasu era el artificio habitual, pero se armó de paciencia, mostró interés en ciertos momentos, se rió de vez en cuando y aplaudió cuando terminó la representación.

Aprovechando esta oportunidad, sus servidores tiraron de la manga de Ieyasu y le indicaron discretamente que era hora de acostarse, pero en aquel mismo instante apareció un comediante con un floreo de instrumentos musicales.

—Para el honorable invitado de esta noche, vamos ahora o ofrecer una representación de Kabuki, llegada recientemente a la capital...

La locuacidad de aquel hombre era increíble. Entonces cantó una introducción de la obra. Luego otro actor entonó una estrofa de un coro y varios cantos de la misa cristiana, que en los últimos tiempos había sido favorablemente acogida entre los señores de las provincias occidentales. Tocaba un instrumento parecido a la viola usada en las iglesias, y sus ropas estaban bordadas con un diseño de estilo occidental y adornadas con encaje, en asombrosa armonía con un kimono tradicional japonés.

El público estaba impresionado y fascinado. Era evidente que lo que agradaba al hombre corriente también era placentero para los grandes señores y los samurais.

—Señor Nobuo, el señor Ieyasu dice que tiene sueño —le dijo Okudaira a Nobuo, el cual estaba totalmente absorto en la representación.

Nobuo se apresuró a levantarse para despedirse de Ieyasu, y él mismo le acompañó a sus aposentos. La representación de Kabuki aún no había finalizado, y todavía se oían los sones de la viola, las flautas y los tambores.

A la mañana siguiente, Nobuo se levantó a una hora que para él era excepcionalmente temprana y fue a los aposentos de Ieyasu. Le encontró vestido y ya atareado, tratando de algún asunto con sus servidores.

—¿Va a desayunar el señor Ieyasu? —preguntó Nobuo.

Cuando un servidor le dijo que ya habían servido el desayuno, Nobuo pareció un poco azorado.

En aquel momento, un samurai que estaba de guardia en el jardín y un soldado en la torre de reconocimiento dijeron a gritos que veían algo a lo lejos. Esto llamó la atención tanto de Ieyasu como de Nobuo y, mientras permanecían sentados en silencio, llegó un samurai para dar un informe.

—Desde hace algún tiempo se ve humo negro en el cielo, hacia el noroeste. Al principio pensamos que era un incendio forestal, pero el humo cambió gradualmente de lugar, y entonces empezaron a alzarse otras nubes de humo en el cielo.

Nobuo se encogió de hombros. De haber ocurrido en el sudeste, podría haber pensado en los campos de batalla de Ise u otros lugares, pero su expresión indicaba que no entendía de qué se trataba.

Ieyasu, que se había enterado de la muerte de Nakagawa dos días antes, preguntó:

—¿No es ésa la dirección de Inuyama? —Sin esperar respuesta, dio órdenes a los hombres que le rodeaban—. Echa un vistazo, Okudaira.

Okudaira corrió por el pasillo con los servidores de Nobuo y subió a la torre de reconocimiento.

Las pisadas de los hombres que se apresuraban a bajar de la torre indicaban claramente que ya había ocurrido un desastre.

—Podría ser Haguro, Gakuden o Inuyama, pero sea cual fuere, está con toda seguridad en esa zona —informó Okudaira.

El castillo se había agitado tanto como una tetera de agua hirviendo. En el exterior se oía el sonido de la caracola, pero la mayoría de los guerreros que se pusieron de inmediato en movimiento y empuñaron sus armas no repararon en que Ieyasu ya estaba allí.

Cuando informaron a Hideyoshi de que las llamas procedían con seguridad de la dirección de Inuyama, gritó: «¡La hemos fastidiado!», y partió con una prisa que era muy rara en él.

Fustigó a su caballo al galope y cabalgó hacia el humo que se alzaba en el noroeste. Sus servidores, que no querían quedarse rezagados, cabalgaban a su derecha e izquierda. La distancia desde Kiyosu a Komaki no era muy grande, como tampoco desde Komaki a Gakuden. De Gakuden a Haguro había otra legua y, finalmente, de Haguro a Inuyama, la misma distancia. Cuando llegaron a Komaki, sabían todo lo que había ocurrido. El castillo de Inuyama había caído durante las primeras horas de la mañana. Ieyasu tiró de las riendas de su caballo y contempló con fijeza el humo que se alzaba de diversos lugares entre Haguro y la vecindad de Inuyama.

—Llego demasiado tarde —musitó amargamente—. No debería cometer esta clase de errores.

Ieyasu casi podía ver la cara de Shonyu en el humo negro que se alzaba al cielo. Cuando oyó el rumor de que Nobuo había devuelto el hijo de Shonyu a su padre, sintió recelos por las consecuencias de un acto tan magnánimo. Sin embargo, no había pensado que Shonyu podría haber ocultado su verdadera postura y cometido una acción tan solapada con tanto cinismo y rapidez.

Desde luego, no desconocía que Shonyu era un zorro viejo y artero. No había necesidad de considerar una vez más la importancia estratégica de la fortaleza de Inuyama, pues estaba muy cercana a Kiyosu y su importancia en la guerra contra el ejército de Hideyoshi no haría más que aumentar. Inuyama controlaba el curso superior del río Kiso, la frontera entre Mino y Owari y el importantísimo cruce de Unuma. Estaba en una posición que valía por un centenar de murallas, y ahora el enemigo la había tomado.

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