Taiko (79 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Nobunaga había enviado este mensaje a Ieyasu antes de incendiar el monte Hiei, pero Ieyasu se había vuelto hacia sus servidores principales y declarado, delante mismo del mensajero de Oda:

—¡Antes que abandonar el castillo de Hamamatsu, sería mejor romper nuestros arcos y abandonar la clase samurai!

Para Nobunaga, la provincia de Ieyasu era una de sus líneas de defensa, más para Ieyasu Mikawa era su hogar. No permitiría que enterraran sus huesos en ninguna otra provincia. Cuando recibió la respuesta del mensajero, Nobunaga rezongó algo sobre la excesiva impaciencia de aquel hombre y, en cuanto hubo terminado su acción en el monte Hiei, regresó a Gifu. Sin duda Shingen debió de comentar algo acerca de esa celeridad. Como era de esperar, también él estaba sobre aviso, esperando su oportunidad.

Shingen había dejado claro que llegar un día tarde podría significar desastres para todo un año, y ahora sentía la necesidad de apresurarse mucho más para realizar su deseo, largamente acariciado, de entrar en la capital. Por este motivo aceleró todas sus maniobras diplomáticas. En consecuencia, su amistad con el clan Hojo dio entonces fruto, pero sus negociaciones con el clan Uesugi fueron tan insatisfactorias como antes y se vio obligado a esperar hasta el décimo mes para abandonar Kai.

La nieve pronto cerraría sus fronteras con Echigo y así se aliviaría su preocupación por Uesugi Kenshin. Su ejército de unos treinta mil hombres comprendía tropas reclutadas en sus dominios, que incluían Kai, Shinano, Suruga, la parte septentrional de Totomi, el este de Mikawa, el oeste de Kozuke, una parte de Hida y la zona meridional de Etchu, unas posesiones que sumaban casi un millón trescientas mil fanegas en total.

—Lo mejor que podríamos hacer es preparar la defensa —sostuvo un general.

—Por lo menos hasta que lleguen refuerzos del señor Nobunaga.

Una parte de los hombres que estaban en el castillo de Hamamatsu se decantaron por una campaña defensiva. Aun cuando fuese posible reunir a todos los samurais de la provincia, la fuerza militar del clan Tokugawa era apenas de catorce mil hombres, apenas la mitad del ejército de Takeda. No obstante, Ieyasu decidió ordenar una movilización de su ejército.

—¡Cómo! No vamos a perder el tiempo esperando que lleguen los refuerzos del señor Nobunaga.

Todos sus servidores esperaban que gran número de los soldados de Oda, movidos por un natural sentido del deber, o incluso de gratitud por el servicio prestado en el pasado por los Tokugawa en el río Ane, acudieran en su ayuda. Sin embargo, Ieyasu hacía lo posible por aparentar que no esperaba en absoluto refuerzos. Ahora era el momento exacto para que determinara si sus hombres se resignaban a una situación de vida o muerte y les hiciera comprender que sólo podían confiar en sus propias fuerzas.

—Si tanto la retirada como el avance significan destrucción —planteó serenamente—, ¿no deberíamos arriesgarlo todo en un ataque definitivo, establecer nuestra reputación como guerreros y tener una muerte gloriosa?

Aquel hombre había conocido la desgracia y las penalidades desde su juventud, pero se había convertido en un adulto que no se preocupaba por menudencias. Ahora la difícil situación en que se encontraban hacía que el castillo rebosara de furor, como el agua hirviente de una tetera, pero mientras Ieyasu defendía más que nadie un enfrentamiento violento apenas cambiaba el tono de su voz. Por este motivo algunos de sus servidores recelaban de la diferencia entre sus palabras y su verdadero propósito, pero Ieyasu se apresuró a hacer los preparativos para partir hacia el campo de batalla, al tiempo que recibía los informes de sus exploradores.

Uno tras otro, como púas arrancadas de un peine, iban llegando los informes de cada derrota. Shingen había atacado Totomi, y por entonces era probable que los castillos de Tadaki e Iida no hubieran tenido más alternativa que rendirse. En los pueblos de Fukuroi, Kakegawa y Kihara no había ningún lugar que las fuerzas de Kai no hubieran pisoteado. Peor todavía, la vanguardia de Ieyasu, formada por tres mil hombres al mando de Honda, Okubo y Naito, había sido descubierta por las fuerzas de Takeda en las proximidades del río Tenryu. Los Tokugawa había sido derrotados y obligados a retirarse a Hamamatsu.

Ese informe hizo que palidecieran cuantos formaban la guarnición del castillo, pero Ieyasu prosiguió con sus preparativos militares, poniendo especial cuidado en asegurar sus líneas de comunicaciones, y se ocupó de la defensa de aquella zona hasta casi finales del décimo mes. A fin de asegurar el castillo de Futamata, junto al río Tenryu, había enviado refuerzos de tropas, armas y suministros.

El ejército salió del castillo de Hamamatsu, avanzó hasta el pueblo de Kanmashi, a orillas del río Tenryu, y encontró el campamento del ejército de Kai, cada posición unida al cuartel general de Shingen como los radios al eje de una rueda.

—Ah, tal como era de esperar —dijo Ieyasu, e incluso él permaneció un momento inmóvil en la colina, con los brazos cruzados, exhalando un suspiro de admiración.

Los estandartes que ondeaban en el campamento principal de Shingen eran visibles incluso desde aquella distancia considerable. Desde más cerca era posible leer la inscripción: unas palabras del famoso Sun Tzu, con quien estaban familiarizados enemigos y aliados por igual.

Rápido como el viento,

silencioso como un bosque,

ardiente como el fuego,

sereno como una montaña.

Serenos como una montaña, ni Shingen ni Ieyasu realizaron ningún movimiento durante varios días. El río Tenryu dividía los campamentos contrarios. Así llegó el undécimo mes y se instaló el invierno.

Hay dos cosas

que están por encima de Ieyasu:

el yelmo con cuernos de Ieyasu

y Honda Heihachiro.

Uno de los hombres de Takeda había fijado este pasquín en la colina de Hitokotozaka. Allí los hombres de Ieyasu habían sufrido una derrota total, o por lo menos tal era la opinión en las filas de Takeda, jubilosas por su victoria. Pero, como admitía el poema, los Tokugawa contaban con algunos hombres excelentes, y la retirada de Honda Heihachiro había sido admirable.

Ciertamente, Ieyasu no era indigno como enemigo, pero en la próxima batalla la totalidad de las fuerzas de los Takeda se enfrentarían a todo el ejército de los Tokugawa. Iban a librar una batalla que decidiría el resultado de la guerra.

La expectativa de la lucha no hacía más que levantar el ánimo de los hombres de Kai, tal era la serenidad que les caracterizaba. Shingen trasladó su campamento principal a Edaijima e hizo que su hijo, Katsuyori, y Anayama Baisetsu dirigieran sus fuerzas contra el castillo de Futamata, con órdenes estrictas de no demorarse.

Ieyasu respondió a estos movimientos enviando rápidamente refuerzos.

—El castillo de Futamata es una importante línea defensiva —comentó—. Si el enemigo lo captura, tendrán un lugar ventajoso desde donde efectuar su ataque.

El mismo Ieyasu dio órdenes a su retaguardia, pero el siempre variable ejército de Takeda experimentó una nueva transformación y empezó a presionar por todos los lados. Todo apuntaba a que si Ieyasu efectuaba un movimiento en falso, quedaría incomunicado con su cuartel general en Hamamatsu.

El enemigo interrumpió el suministro de agua del castillo de Futamata, su punto más débil. Uno de los lados del castillo lindaba con el río Tenryu, y era preciso subir el agua que sostenía las vidas de la guarnición con un cubo que descolgaban desde una torre. A fin de desbaratar ese sistema, las fuerzas de Takeda bajaron con lanchas desde río arriba y socavaron la base de la torre. A partir de entonces los soldados del castillo padecieron la falta de agua, aun cuando el río fluía delante mismo de sus muros.

La guarnición se rindió la noche del día diecinueve. Cuando Shingen tuvo noticia de que el castillo había capitulado, dio nuevas órdenes:

—Nobumori ocupará el castillo. Sano, Toyoda e Iwata mantendrán las comunicaciones y se prepararán a lo largo de la ruta de retirada del enemigo.

Como un consumado jugador de go que observa cada movimiento de las piedras, Shingen se mostraba cauto con la formación y el avance de su ejército. Los veintisiete mil soldados de Kai avanzaron lenta y seguramente, como nubes negras sobre la tierra, mientras los redobles de tambor resonaban en el cielo. Luego la fuerza principal de Shingen cruzó la llanura de Iidani e inició su avance hacia el este de Mikawa.

Mediaba el día veintiuno y el frío era lo bastante intenso para cortar la nariz y las orejas de un hombre. Una polvareda roja se alzaba en Mikatagahara, ocultando el débil sol invernal. Hacía varios días que no caía una gota de lluvia y el aire estaba muy seco.

—¡Adelante, hacia Iidani!

Esta orden causó una divergencia de opiniones entre los generales de Shingen.

—Si vamos a Iidani, es que debe de haberse decidido a rodear el castillo de Hamamatsu. ¿No sería eso un error?

Algunos tenían recelos porque las tropas de Oda habían ido llegando a Hamamatsu y nadie sabía con seguridad cuántos soldados podría haber allí ahora. Tal era el informe secreto que se había ido filtrando desde la mañana. Por mucho que hubieran presionado al enemigo, no era posible calcular la situación real de éste. Los informes siempre eran los mismos: algo había de verdad en los rumores que circulaban por los pueblos a lo largo del camino, los cuales probablemente contenían buena parte de los falsos informes del enemigo: que una gran fuerza de los Oda se dirigía al sur para unirse a las tropas de Ieyasu en Hamamatsu.

Los generales de Shingen ofrecieron sus opiniones:

—Si Nobunaga llega con un gran ejército que sirva como retaguardia de Hamamatsu, probablemente deberíais reflexionar a fondo en la situación, mi señor.

—Si el ataque contra Hamamatsu se prolonga hasta el Año Nuevo, nuestros hombres tendrán que invernar en el campo. Con los continuos ataques por sorpresa del enemigo, nuestros suministros se agotarán y las tropas caerán víctimas de las enfermedades. En cualquier caso, los hombres sufrirán.

—Por otro lado, me temo que puedan cortarnos la retirada no sólo a lo largo de la costa sino en todas partes.

—Cuando se añadan refuerzos a la retaguardia de los Oda, nuestros hombres quedarán atrapados en una estrecha franja de territorio enemigo, una situación que no podrá ser fácilmente invertida. Si sucede tal cosa, el sueño de Vuestra Señoría de marchar hacia Kyoto quedará frustrado, y tendremos que abrir una sangrienta ruta de retirada. Puesto que ahora estamos movilizados, ¿por qué no proseguimos con vuestro objetivo principal y marchamos hacia la capital en vez de atacar el castillo de Hamamatsu?

Shingen estaba sentado en su escabel de campaña en medio de sus generales, y sus ojos eran estrechas ranuras, como agujas. Asintió a cada una de sus opiniones, y entonces dijo lentamente:

—Todas vuestras opiniones son razonables en extremo, pero estoy seguro de que los refuerzos de Oda no serán más que una pequeña fuerza de tres o cuatro mil hombres. Si la mayor parte del ejército de los Oda se dirigiera hacia Hamamatsu, los Asai y los Asakura, con quienes ya hemos entrado en contacto, atacarían a Nobunaga desde la retaguardia. Además, el shogun enviaría mensajes desde Kyoto a los monjes guerreros y sus aliados, instándoles a continuar. Los Oda no son una gran preocupación para nosotros.

Tras hacer una pausa, prosiguió lentamente:

—Entrar en Kyoto ha sido mi ferviente deseo desde el principio. Pero si ahora evitáramos a Ieyasu, cuando lleguemos a Gifu Ieyasu acudirá en ayuda de los Oda y obstruirá nuestra retaguardia. ¿No es la mejor política destruir a Ieyasu en el castillo de Hamamatsu, antes de que los Oda puedan enviarle suficientes refuerzos?

No había nada que los generales pudieran hacer salvo aceptar su decisión, no sólo porque era su señor, sino también porque le consideraban un táctico superior y tenían fe en él.

Sin embargo, cuando regresaron a sus regimientos, uno de ellos, Yamagata Masakage, se dijo mientras contemplaba el sol frío y pálido de invierno: «Este hombre vive para la guerra y, como general, tiene un genio fuera de lo común, pero esta vez...».

Era la noche del veintiuno cuando llegó al castillo de Hamamatsu el informe del súbito cambio de dirección del ejército de Kai. Sólo tres mil hombres al mando de Takigawa Kazumasu y Sakuma Nobumori habían llegado al castillo como refuerzos de Nobunaga.

—Por desgracia, una cantidad muy pequeña —comentó decepcionado un servidor de Tokugawa, pero Ieyasu no mostró ni satisfacción ni desagrado.

Cuando llegaron los informes uno tras otro, dio comienzo un consejo de guerra, en el cual muchos generales del castillo y los comandantes de Oda recomendaron prudentemente una retirada temporal a Okazaki.

Solamente Ieyasu no se movió de su posición anterior, la de insistir en el combate.

—¿Vamos a retirarnos y no dejar que vuele una sola flecha como represalia mientras el enemigo insulta a mi provincia?

Al norte de Hamamatsu había una llanura elevada, que medía más de dos leguas de ancho por tres de longitud. Era Mikatagahara.

En las primeras horas del día veintidós, el ejército de Ieyasu abandonó Hamamatsu y tomó posiciones al norte de una escarpa. Allí aguardaron la aproximación de las fuerzas de Takeda.

Salió el sol y luego el cielo se nubló. La silueta de un ave solitaria cruzó apaciblemente el ancho cielo por encima de la llanura seca y agostada. De vez en cuando, los exploradores de ambos ejércitos, similares a las sombras de las aves, se arrastraban por la hierba seca y luego regresaban a toda prisa a sus líneas. Aquella mañana el ejército de Shingen, que anteriormente había acampado en la llanura, cruzó el río Tenryu, prosiguió su avance y llegó a Saigadani poco después del mediodía.

El ejército entero recibió la orden de detenerse. Oyamada Nobushige y los demás generales se reunieron al lado de Shingen para determinar las posiciones del enemigo que pronto estaría directamente ante ellos. Tras una deliberación momentánea, Shingen ordenó que una compañía permaneciera en la retaguardia, mientras el ejército principal continuaba su avance planeado por la llanura de Mikatagahara.

El pueblo de Iwaibe se encontraba en las proximidades, y la vanguardia del ejército ya había entrado en él. Los hombres que iban en cabeza de aquel desfile ondulante formado por más de veinte mil hombres no podían ver a los que estaban en el final, aunque se irguieran en sus estribos.

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