Señores del Olimpo (21 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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Pero bajo aquella creación, una de las que se sentía más orgulloso, había sufrido las peores humillaciones. Las burlas de su esposa, los comentarios mordaces sobre sus defectos físicos, las mofas cuando su erección se venía abajo, la frialdad cuando conseguía hacerle el amor. Y, sobre todo, las carcajadas de los demás dioses cuando entraron a la alcoba para ser testigos de cómo Ares y Afrodita se refocilaban desnudos en el lecho nupcial.

Ahora, su esposa estaba tendida en el tálamo, con los pechos apenas cubiertos por una sábana de seda y una sonrisa indescifrable en la boca ancha y carnosa. Las cortinas de la ventana se agitaban como si una racha de viento se hubiera colado en la estancia. O como si alguien acabara de salir por allí.

Hefesto se asomó. En el alféizar blanco el líquido delator revelaba las huellas de unos pies enormes y descalzos.

—¿Quién andaba ahí? —preguntó, volviéndose a Afrodita.

—¿Quién iba a andar? ¿Por qué no vuelves a tu sucia fragua y me dejas dormir? —respondió ella, tapándose más.

Hefesto se dio cuenta de que el deseo que sentía se había esfumado. Por suerte, con las prisas no había llegado a quitarse la túnica. Habría dado un espectáculo ridículo irrumpiendo en la alcoba ataviado tan sólo con las botas.

—No habrás vuelto a fornicar con Ares... Cualquier cosa te la puedo perdonar, pero ésa no.

—¿O sea, que no te importa que me acueste con otro, siempre que no sea él?

—¡Yo no he dicho eso! Pero si me engañas con Ares, entonces... Entonces...

Nunca había podido soportar la mirada insolente de Afrodita. Para colmo, ella se envolvió en la sábana, se levantó y caminó hacia él. Era un palmo más alta que su marido, y siempre exhalaba un perfume embriagador. Era el aroma dulzón del bosque húmedo en el que los brotes germinan y las hojas se descomponen, el olor salado del mar que se estrella contra las rocas, y también el pungente de la tormenta de primavera que se anuncia con el arco iris. Era la fragancia almizclada del deseo.

Afrodita le acarició los hombros, y a su pesar Hefesto, que los tenía doloridos de tanto martillear en la fragua, ronroneó de placer.

—¿Entonces qué, esposo mío? ¿Qué harías contra tu dulce Afrodita?

—Si Ares se atreve a romper de nuevo el juramento, Zeus lo castigará. ¡Y esta vez no se limitará a desterrarlo por diez años!

—Ah, ya veo. Hablas de lo que haría Zeus, no de lo que harías tú. ¿Por qué no lo castigas tú mismo? ¿Te falta hombría para ello, amado esposo? —preguntó Afrodita, frotándose contra él.

Hefesto sintió que su cuerpo reaccionaba, pues no había ningún cuerpo que fuera inmune al roce de la diosa, pero también sabía lo que pasaría si intentaba hacerle el amor. Pues era ella misma quien provocaba su impotencia, en el momento más inoportuno, para burlarse de él.

—¡Apártate de mí! —dijo, empujándola contra la cama—. ¿Quieres saber lo que haré yo? ¿De verdad quieres saber lo que haré?

—Me muero de curiosidad.

—Si vuelves a cometer adulterio con Ares, haré... haré... ¡Haré que Zeus te expulse para siempre del Olimpo!

—Sabes que Zeus no se atrevería. Aunque tú parezcas mucho más viejo que yo, recuerda que soy una Primera Nacida, mi querido esposo.

—¡Pues entonces haré que lo expulse a él para siempre, y no lo volverás a ver jamás!

—Qué obsesión tienes con tu hermano Ares. ¿Por qué crees que sigo viéndole?

—Porque eres... eres...

Afrodita se incorporó y, aún sentada en la cama, rozó con sus largas uñas el velludo pecho de Hefesto.

—Pero, ¿qué crees que veo en él que no puedas tener tú? Bueno, él es más grande. Sí,
mucho
más grande. Pero la habilidad también es importante. ¿Por qué no me demuestras tu proverbial habilidad, mi venerado esposo? El tamaño no lo es todo...

Con los oídos zumbando de ira y vergüenza, Hefesto la apartó de sí y huyó de la alcoba y de la casa, perseguido por las carcajadas de Afrodita.

La mansión de Hefesto se alzaba sobre la Aguja Norte, pero la puerta estaba orientada hacia el puente que conducía al Cranón. El dios lo cruzó y se dirigió hacia la entrada del elevador que lo llevaría de nuevo al cobijo subterráneo de su fragua, de donde no debería haber salido aquella noche. Pero luego se arrepintió y decidió pasear un rato por el Buleuterión, la sala de consejos, pues el aire era fresco y límpido. Recorrió las terrazas que el día anterior habían estado plagadas de dioses, ahora vacías, y subió hasta la plataforma central, al pie del palacio de Zeus. Allí se acomodó en el asiento que ocupaba entre los grandes y contempló las estrellas y la luna, que ya había empezado su fase menguante. Desde allí, al borde del diáfano éter, se podían apreciar sus sombras y sus cráteres, y las miríadas de estrellas lucían azules, blancas y rojas.

Inquieto, se levantó y caminó junto al estanque donde se bañaban las divinidades marinas cuando asistían a las asambleas, y llegó hasta un mirador que se asomaba al este. Entre los edificios que se alzaban sobre las Agujas Nordeste y Sudeste, se abría un amplio espacio que en los días despejados permitía ver el mar, la península Calcídica e incluso su amada isla de Lemnos. Pero ahora las nubes, blancas bajo la luz de la luna, lo cubrían todo, como si quisieran aislar a los dioses del Olimpo de las miserias de la tierra.

Hefesto se volvió al oír unos pasos sutiles a su espalda y el suave frufrú de una tela. Era Atenea, vestida con un sencillo peplo azul, descalza, sin yelmo ni Égida.

—¿Te molesta que contemple el panorama a tu lado, Hefesto?

—Hay poco que ver —dijo él—. Sólo nubes.

Ella se apoyó en el pretil y permaneció un buen rato sin decir nada. Hefesto dejó de observar las nubes y torció los ojos para mirarla con disimulo. El viento hacía ondear la túnica de Atenea, pero de su cabello sólo se movía un rizo rebelde que había escapado de la horquilla de plata. A Hefesto le embelesaba su perfil: la nariz que bajaba recta hasta el afilado botón del final, los labios carnosos que a menudo intentaba esconder, el cuello largo y delicado que parecía más adecuado para lucir collares de oro que para sostener el peso del yelmo.

Mientras pensaba en lo afortunado que habría sido si Zeus lo hubiese casado con Atenea y no con Afrodita, se dio cuenta de que una lágrima rodaba por la mejilla de la diosa. Llevado por un impulso, tendió la mano para enjugarla; pero antes de que pudiera rozarla, Atenea le agarró por la muñeca con dedos fuertes como tenazas.

—¡Augg!

Atenea le soltó al momento y sonrió, un gesto casi más triste que aquella lágrima solitaria.

—Lo siento. No quería hacerte daño.

—Perdóname tú por mi atrevimiento —dijo Hefesto—. ¿Qué te atormenta?

La mirada de la diosa volvió de nuevo al mar de nubes.

—El futuro. No sé qué me va a deparar.

—¿El futuro? No tienes por qué preocuparte de él, Atenea —dijo Hefesto, con sarcasmo—. Somos los Olímpicos, inmortales y bienaventurados.

—No estoy tan convencida de que todos seamos bienaventurados. Y desde lo que le sucedió a Zagreo, tampoco estoy tan segura de nuestra inmortalidad. De todas formas, ¿para qué la queremos? —preguntó, mirando a Hefesto a los ojos—. ¿No crees que en el fondo los humanos son más felices que nosotros? Sus vidas son tan cortas que no les da tiempo a aburrirse de su propia estupidez.

—No acabo de entender lo que dices —contestó Hefesto, después de pensar durante unos segundos—. Yo nunca me he aburrido.

—Tú estás demasiado ocupado en tu fragua para pensar en esas cosas, y además no eres ningún estúpido —dijo Atenea.

—Vaya, ¿tú no crees que sea un estúpido?

—No sólo eso, sino que creo que eres el más inteligente de los dioses.

—Si lo fuera, los demás no se burlarían de mí constantemente —respondió Hefesto, con desesperanza.

Atenea le puso una mano en el hombro y se inclinó un poco para besarle en la frente.

—Lo hacen porque tienes un noble corazón, Hefesto, y la mayoría de los dioses no conocen el significado de la palabra nobleza.

Hefesto se estremeció al contacto de aquellos labios. Pero cuando estaba pensando cómo explicarle a Atenea que sentía por ella algo más que el simple afecto entre hermanastros, cinco notas de trompeta interrumpieron su conversación. Ambos volvieron la mirada al Cranón. Allí, por debajo de la Atalaya, se habían encendido luces en las ventanas de la sala donde la familia olímpica se reunía a cenar.

—Es la llamada de Iris —dijo Hefesto.

—Nuestro padre... —susurró Atenea—. Debe haber llegado ya.

Y
eso quiere decir que debo marcharme antes de que me vea y se desate su ira
, pensó. Pero Hefesto meneó la cabeza.

—No. Lo habríamos sabido. Zeus puede caminar de incógnito por la tierra, pero cuando regresa al Olimpo le gusta hacerse notar. —Las cinco notas se repitieron, más rápidas e impacientes que antes—. Ven, debemos apresurarnos.

—No, ve tú —dijo Atenea—. Yo prefiero quedarme aquí.

—¿Cómo? No puedes hacer eso. Nos están convocando a todos los Olímpicos...

Atenea se mordió los labios. No podía contarle a Hefesto lo que había sucedido entre Zeus y ella, pero tampoco quería correr el riesgo de encontrarse con su padre. Finalmente, decidió que cuando llegaran al Cranón dejaría que el dios herrero se adelantara y ella se quedaría rezagada. La voz de Zeus era poderosa e inconfundible: sin duda la oiría de lejos con tiempo de sobra para retirarse.

 

 

Sus temores resultaron infundados. Zeus no había regresado aún. Cuando llegaron al triclinio, ya estaban allí las demás divinidades convocadas. Hera y Deméter se habían sentado en un diván, de tal manera que tenían entre ambas a Hestia, a quien no dejaban de consolar mientras gemía y murmuraba
¡Qué espanto! ¿Qué vamos a hacer?
en un tono plañidero que a Atenea le resultó poco convincente. Ares estaba de pie, con el trasero apoyado en una gruesa columna, los masivos antebrazos cruzados sobre el pecho y el ceño fruncido en un gesto de perplejidad. Un poco apartada de los demás, Afrodita estaba reclinada en otro lecho y se dedicaba a comer uvas con parsimonia. Ártemis, que solía ponerse nerviosa encerrada entre paredes, daba paseos por la sala. Iris, tras haberlos convocado, aguardaba muy tiesa y con los dedos crispados sobre la trompeta dorada. Hebe, con gesto de preocupación, estaba llenando copas de ambrosía. Apolo se había sentado en un taburete junto a Hermes, y le apretaba el hombro para tratar de consolarle. El dios mensajero, muy pálido, tenía la cabeza gacha y el gesto perdido. Sobre una mesita de ébano había un cofrecillo de cobre al que todos dirigían miradas aprensivas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Atenea, aunque sabía de sobra la respuesta.

—Malas noticias —contestó Apolo—. Mira en la arqueta.

Era la segunda vez que los dioses recibían un cofre en pocos días. Atenea levantó la tapa, preparada para encontrar algo horrible, pero aún así se estremeció de pies a cabeza cuando vio en el fondo de la caja dos ojos arrancados de sus órbitas. Dejó que Hefesto los viera, y luego cerró el cofre.

—Le volverán a crecer —dijo, más para sí misma que para los demás. Pues, aunque en el centro de aquellas esferas los iris azules parecían mucho más pequeños, seguían siendo inconfundibles. Eran los ojos de Zeus.

 

 

Hermes lo había presenciado todo. Zeus, privado del rayo por la traición de la reina Jenódice, había caído derribado ante Tifón. El dios supremo aún intentó resistirse, pero en aquel momento, por si fuera poca la ayuda que Tifón había recibido, apareció un gigantesco dragón. Impotente en la red de hilos invisibles, Hermes vio con horror cómo el dragón inmovilizaba a Zeus en el suelo mientras Tifón se agachaba sobre él y, con las uñas de los meñiques, largas y finas como dagas, le sacaba los ojos.

—Nuestro padre no gritó —dijo, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—. No, él no dio un solo grito, pero yo sí.

Atenea sentía que una garra de hielo se había cerrado dentro de su pecho y le impedía respirar. Los ojos se le estaban humedeciendo, pero ya había llorado bastante cuando su padre descubrió que había perdido la virginidad, y no estaba dispuesta a consentirse más debilidades. Para serenarse, estudió las reacciones de los demás. La única indiferente parecía Afrodita, que seguía comiendo uvas como si la hubieran convocado para un banquete y no para una reunión de emergencia. En cuanto a Hera, su gesto era serio y contenido, pero no parecía demasiado compungida por su marido. En realidad, a Atenea le habría sorprendido lo contrario.

—¿Qué más pasó? —le preguntó a Hermes.

Con voz débil, Hermes les contó que el propio Tifón lo había encerrado en una jaula de hierro.
Sé que eres el dios de los ladrones
, le había dicho,
pero este cerrojo no abrirás.
Y con un chorro de llamas había fundido el candado a los barrotes, abrasándole de paso los dedos. Las quemaduras de Hermes ya se habían curado, pero no así el pavor que había pasado acurrucado en aquella jaula diminuta, temiendo a cada momento que Tifón o el dragón decidieran devorarlo o que lo mutilaran con la hoz adamantina; pues, como le había explicado Tetis al entregársela, lo que esa hoz cortaba no volvía a crecer.

Tras enjaularlo, lo llevaron a su cubil, en el cráter del volcán, donde había pasado varios días respirando vapores mefíticos y sufriendo un calor indecible. Allí sólo recibía las visitas del dragón. La criatura se quedaba mirándole fijamente con ojos de topacio, siseaba algo en su peculiar idioma y después de emponzoñar el aire con su aliento venenoso se marchaba.

Por fin, el día de su liberación, Tifón se presentó ante él y le entregó un papiro enrollado.

—Ess para k'e lo leass delante de loss demáss diossesss. Miss nuevoss súbditosss.

El dragón que acompañaba a Tifón dejó caer unos hilos de saliva sobre los barrotes de la jaula. Hermes se acurrucó contra el fondo, intentando evitar los vapores que subían siseando del metal corroído. Sus captores metieron la jaula en un saco de lona, y luego lo transportaron por los aires durante un largo rato. Al fin, lo soltaron junto al mar. Cuando la saliva del dragón terminó de hacer efecto sobre el hierro de los barrotes, Hermes pudo salir de la jaula y desatar los nudos del saco.

—Me habían dejado en un islote de las Esporadas. En cuanto me vi libre, volé hacia aquí. El resto...

—¿Dónde está ese papiro? ¿Lo has leído ya? —preguntó Atenea.

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