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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (18 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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—¿Crees que seguirá allí? —preguntó Apolo, escéptico—. Parece una criatura muy inquieta. Tal vez haya sembrado la destrucción en la isla durante la noche...

—No. Todo estaba tranquilo allí hasta poco antes de amanecer, cuando Iris volvió para informarme. Sospecho que Tifón tiene su guarida en el volcán que ocupa el centro de la isla. Cuando salga de allí, le daremos caza.

—¿Y si no sale? —preguntó Apolo.

—Lo hará, no lo dudes. Tifón me está buscando a mí. No estará satisfecho hasta que no se enfrente conmigo. Y no voy a decepcionarle...

Hermes resopló, aliviado. El viejo seguía tan bravucón como siempre. ¡Aquél era el Zeus que él quería ver!

 

 

Hermes voló por delante de su padre para anunciar su llegada a los reyes de la isla de Atlas. En un pequeño morral, bajo la clámide, llevaba la hoz que castró a Urano. No dejaba de preguntarse si no estaría cometiendo un error al no contárselo a su padre. A Zeus no le gustaba que le ocultaran secretos. Mas, por otra parte, era la voluntad de Tetis, y Hermes sabía que tampoco le convenía contrariar a quien en aquel momento ejercía más influencia sobre su padre.

Tras saltar desde la balaustrada, Hermes se arrojó en picado hacia el mar de nubes. Con los pies juntos y los brazos pegados al cuerpo, se dejó embriagar por la sensación vertiginosa de la caída, del viento silbando en sus oídos, de las minúsculas gotas de agua que formaban la nube rozándole la piel con su frescor.

Tras atravesar aquel húmedo dosel, la ciudad de Hieróptolis apareció bajo sus pies. Hermes abrió los brazos y agitó las poderosas alas de sus pies, cambió su trayectoria en ángulo recto y pasó rozando la cúpula dorada de la torre que vigilaba la Crépide y el acceso al puente del Arco Iris. Zeus solía regañarle, diciéndole que algún día su temeridad le haría salir de la nube para estrellarse directamente contra algún tejado.

Pero Zeus no podía verle ahora. Hermes soltó un grito penetrante que corrió por encima de la ciudad, y los Consagrados que hacían guardia en las murallas levantaron las lanzas y lo saludaron:

—¡Salve, mensajero de los dioses!

Dejó detrás el Olimpo y la ciudad, y voló siguiendo la costa de Tesalia. Siempre por debajo de aquellas nubes grises como vellones manchados de barro, sobrevoló la alargada isla de Eubea, donde moraban los abantes que respiraban valor. Después, a menos de quinientos codos sobre las olas, recorrió las Cíclades, tan cercanas unas a otras que los humanos podían navegar entre ellas sin pasar la noche en alta mar. Y por fin, al sur, encontró la isla de Atlas, más allá de la cual se extendía el amplio y agitado mar de Creta.

Hay que tener valor para dedicarle una isla a uno de los titanes que fue castigado por mi padre
, pensó mientras se acercaba a ella.

La isla, que no tenía más de cien estadios de norte a sur, estaba sembrada de pequeñas poblaciones. El centro y la parte oeste lo ocupaba un estrecho lago en forma de anillo, en cuyo centro se levantaba un volcán que formaba otra isla dentro de la isla. Allí, en aquellas tierras oscuras y fértiles, se erguía la magnífica ciudad de Atlas. Construida conforme al modelo de Cnossos, era aún más bella y lujosa. Las casas se apilaban unas sobre otras, formando torres de tres y cuatro pisos que seguían el sinuoso relieve de las laderas del volcán. Los terrados estaban adornados con flores, y en las avenidas más anchas crecían hileras de plátanos que daban sombra a los paseantes. Por doquier se veían los vivos colores de los toldos y tenderetes, y también de los palanquines que transportaban a los ciudadanos más ricos.

Hermes se posó ante la escalinata que conducía al palacio real. Los guardias hicieron correr la voz de que había llegado el dios de los pies alados, y no tardó en aparecer el propio rey Tesmio, acompañado por un séquito de sirvientes y funcionarios. Con él venía su mujer, la bella Jenódice, hija de Minos de Creta, vestida con una entallada falda de volantes, un delantal carmesí en la cintura y una ajustada chaquetilla de cuero que dejaba sus pechos al descubierto, a pesar de que la mañana era fresca.

 

 

—¡Bienvenido, venerable Hermes! —le saludó Tesmio, un hombre entrado en carnes, con el cabello pegajoso de aceite y la sonrisa no menos untuosa—. Dime, si te place, qué te trae a la ciudad de Atlas, pues mi ánimo me empuja a cumplirlo si me es posible realizarlo.

—¿Qué palabras son ésas, esposo? —le recriminó Jenódice—. Antes hemos de ofrecer nuestra hospitalidad al hijo de Zeus y Maya.

A Hermes le fascinaron los ojos de la reina, que eran de un extraño color violeta. Sin duda su mirada hipnotizaba a los mortales. Entonces recordó para qué había venido, levantó el caduceo y dejó que la serpiente cobrara vida y se enroscara en torno a su muñeca.

—¡Reyes de la isla de Atlas, vengo a anunciaros la llegada de Zeus, Hijo de Cronos, Amontonador de Nubes y Señor del Olimpo!

—¿Zeus? —preguntó Tesmio, con voz tan aguda que le salió un gallo—. ¿Tu omnipotente padre nos va a honrar con su presencia? ¿Cuántos días faltan para ese feliz acontecimiento?

—Llegará esta misma tarde —repuso Hermes, disfrutando del gesto de pavor del rey.

Al saber que la visita del señor del Olimpo era inminente se organizó un tremendo revuelo. Los mayordomos batieron palmas y recorrieron todo el palacio, ordenando a las criadas que fregaran y cepillaran a conciencia las losas del suelo, que encendieran pebeteros e incensarios y que prepararan la mejor ropa de cama para las alcobas de honor, y a los pinches que buscaran comida y bebida por todos los rincones de la isla para organizar un suntuoso banquete en honor del soberano de los cielos y de su hijo.

Mientras, Jenódice, con la familiaridad que le daba poseer un cuarto de sangre divina en sus venas, tomó del codo a Hermes y lo llevó aparte.

—Sé por qué viene tu padre, divino mensajero —le dijo en voz baja—. Anoche vi las llamaradas de ese monstruo.

Subieron los cuatro pisos del ala norte y salieron a una amplia terraza. Desde allí se dominaba la parte oeste de la isla, donde estaba la bocana del puerto. Había más de trescientos barcos en los muelles y las dársenas, pues en los últimos años la ciudad de Atlas se había convertido en un emporio comercial.

Pero lo que quería mostrarle Jenódice estaba al otro lado. Hermes se volvió hacia el nordeste para ver la oscura masa del volcán. Hasta media ladera había casas dispersas, y entre las escarpaduras se veían terrazas con vides y árboles frutales. Más arriba, los últimos cien codos eran abruptos, de tierra gris y arrugada. Por encima del borde del volcán, áspero y serrado como la dentadura de un dragón, se alzaban al cielo unas fumarolas amarillentas.

—Desde hace casi un año, el volcán ha estado más inquieto de lo acostumbrado, y la isla ha temblado un par de veces —dijo Jenódice—. No comprendimos la razón hasta que anoche llegó una bestia llameante que cabalgaba un dragón, y se posó en su cima.

—Sospecho que esa bestia tenía alas y se llamaba Tifón...

—Cierto. Era tal y como la describes, y así dijo llamarse.

—¿Acaso habló?

—Sí. Proclamó su desafío desde aquel pico que ves —dijo la reina, señalando a un pico más alto que sobresalía en la cima del volcán.

—¿Y puede saberse qué dijo esa encantadora criatura?

—Me da pudor repetirlo. Sus palabras eran palabras de traición...

—Tranquila, mujer. Entiendo que esas palabras no saldrán de tu corazón, sino sólo de tu boca.

—Tifón dijo que él era el legítimo soberano del mundo, pues su padre era el propio Cronos, y que a partir de ahora tendríamos que acostumbrarnos a rendirle culto a él.

—¿Eso fue todo lo que hizo? ¿Hablar, nada más? Qué pacífico y amable se ha vuelto —dijo Hermes, mirando en derredor. Desde allí arriba, la ciudad parecía tranquila—. En otros lugares donde ha estado ha dejado un reguero de incendios y destrucción.

—Aquí no. La tierra tembló un instante, y luego el monstruo y su dragón desaparecieron en el cráter. Por eso sospecho que mi señor Zeus viene a castigar la insolencia de esa bestia...

Hermes asintió, mientras levantaba la vista hacia el volcán. Pensó que en su interior aguardaba Tifón. Tal vez él y su dragón estuvieran dormitando como gigantescos lagartos. Palpó el morral y tocó la hoja de la hoz adamantina, que había envuelto en gruesos paños de lana para no cortarse. Se le ocurrió que podría volar hasta la cumbre del volcán, aventurarse en su chimenea hasta las entrañas de la tierra, buscar al monstruo en su cubil, decapitarlos a él y al dragón y mostrarle ambas cabezas a su padre cuando llegara.

Ni aunque me bebiera todas las cosechas de vino de
Quíos y Lesbos juntas
.

—¿Por qué te sonríes, hijo de Zeus? —preguntó Jenódice.

—Me hacía sonreír la insensatez de mi imaginación.

—Dices que tu padre llegará después de mediodía... —ronroneó la mujer, acariciándole el hombro con las larguísimas uñas—. ¿No querrá el divino Hermes que su humilde sierva le prepare un baño y le limpie el polvo del camino?

Hermes estuvo a punto de contestar que el mensajero de los dioses no pisaba el suelo, y por tanto no podía recoger polvo en el camino. Pero los ojos violeta de Jenódice eran tan grandes y húmedos que pensó que una segunda sesión de aseo en el día no podía dañar su piel inmortal y, enlazando a la mujer por el talle de junco, aceptó.

La gran Madre

En vez de seguir a su hijo Hermes, Zeus llevó su carro alado hasta la montañosa Fócide, al sur, más allá de las llanuras de Tesalia. Voló bajo la capa de nubes y cuando rozó las nevadas cumbres del Parnaso ordenó a sus corceles que bajaran.

Asomado al golfo de Corinto, en las faldas del propio Parnaso, se encontraba la morada de su abuela Gea: Delfos, el ombligo del mundo. Zeus dejó su carro alado al cuidado de las sirvientas que custodiaban el santuario y, como cualquier otro peregrino, subió a pie por la vía sagrada, un camino que zigzagueaba por la ladera de la montaña, rodeado por templetes de todos los tamaños y formas donde se custodiaban las ofrendas depositadas por los consultantes del oráculo.

Entre los aqueos se contaba que Zeus, para averiguar dónde se hallaba el centro de todas las tierras, había ordenado a sus dos águilas que volaran hasta los extremos del mundo, una al este y otra al oeste. Una vez allí, las águilas habían regresado con la misma velocidad hasta cruzarse en su vuelo, y en ese momento la mayor de ellas, Macropis, soltó la piedra que llevaba entre sus garras. El lugar donde ésta tocó el suelo marcó desde entonces el
ómphalos
, el ombligo del mundo.

Pero la verdad era que Delfos había sido el centro de la tierra desde mucho antes. La piedra conocida como
ómphalos
estaba allí, pero no la había dejado caer ningún águila. Era en realidad la tosca efigie de un bebé recién nacido. Gea la había tallado para entregársela a su hija Rea, quien a su vez se la dio a Cronos diciéndole que era su sexto hijo, Zeus. Cronos había tragado el anzuelo, en parte porque en aquel momento estaba borracho y en parte porque Rea, antes de envolver la estatua en pañales, había cortado el cordón umbilical del pequeño Zeus para enrollarlo en torno a la cintura de piedra mientras recitaba un ensalmo de enmascaramiento que le había enseñado Gea.

Ahora la piedra estaba en el santuario, en manos de Gea. Según sus palabras, la conservaba como recuerdo del nieto predilecto al que tan pocas veces veía. A Zeus no le entusiasmaba que la diosa más anciana del mundo poseyera una imagen con su cordón umbilical, pero por el momento no había encontrado la forma de recobrarla sin contrariar a su abuela.

Había llovido durante la noche, y aún seguía cayendo una fina llovizna. A los bordes de la vía empedrada fluían pequeños regatos y el suelo fuera de los adoquines era un barrizal gris. Zeus no tardó en llegar ante el templo de Gea. Era un edificio alargado, de paredes de adobe rodeadas por columnas de madera que los sirvientes enceraban y reemplazaban constantemente. No había frescos, ni relieves, ni esculturas, ni siquiera acróteras en el tejado.

La puerta exterior se abrió ante Zeus y se cerró por sí sola a sus espaldas. El rey de los dioses bajó cinco escalones, tantos como había subido para entrar, pues el interior del templo no estaba pavimentado, sino que su suelo era la propia tierra del lugar. Recorrió con pasos lentos el pórtico, una pequeña estancia que ocupaba un tercio de la superficie del templo. A ambos lados, seis pebeteros quemaban maderas aromáticas e iluminaban la sala con una luz tenue y rojiza.

Se detuvo ante la segunda puerta. Más allá estaba el áditon, la estancia secreta que conducía al corazón de la tierra. El único lugar del mundo al que él no podía entrar. Pues incluso en casa de su hermano Hades podía presentarse sin pedir permiso y visitar las salas más recónditas, donde los culpables de impiedad contra los dioses sufrían torturas eternas. Pero no allí. Delfos era el reino reservado a su abuela Gea. Ésa era una deuda que contrajo cuando ella le ayudó a derrotar a Cronos. Un compromiso que le escocía tanto como el que tenía con Estigia, pues ponía límites a su poder, y del que estaba resuelto a librarse tarde o temprano. Pues por el
khasma
, la sima que se abría en el áditon, tapada de su vista por las paredes del templo, brotaban las brumas del tiempo. En esas emanaciones, restos de la esencia del propio Caos, se encontraban los secretos del pasado y, sobre todo, del futuro. Pero los guardaba para sí y los usaba en su propio provecho.

Aunque le estuviera vedado entrar, Zeus conocía el funcionamiento del oráculo. Cada mes, una doncella elegida entre las aldeanas de los alrededores del Parnaso subía al santuario. Tras purificarse en las aguas de la ninfa Castalia, entraba al templo de Gea, trasponía la entrada del áditon y se sentaba en un incómodo trípode de bronce al borde del
khasma
. Allí aguardaba la subida de las brumas del tiempo y las aspiraba; o más bien, por lo que varios testigos humanos le habían contado, era el mismo vapor caliginoso el que, animado por una voluntad propia, penetraba por las vías respiratorias de la doncella y la poseía. En ese momento, la mujer entraba en trance y por su boca brotaban en tropel las extrañas visiones que acudían a su mente. A su lado, las sirvientas del templo anotaban sus palabras en unos signos funestos que sólo ellas conocían, y después trataban de interpretarlas. La voz de la vidente se convertía en un balbuceo cada vez más ininteligible, hasta que se derrumbaba del trípode babeando y derramando negra sangre por la nariz y las orejas. Pues el conocimiento del futuro era tan peligroso para los humanos que la doncella siempre moría y debía ser reemplazada por otra para la próxima ocasión.

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