—Eres tú —dijo al ver a Zeus. No había odio, ni reproche en su voz, tan sólo una fría constatación. Zeus no se sorprendió de que lo reconociera, pues se había dejado crecer la barba tras salir de la ciudad del rey Eetes.
—Sí, soy yo, Prometeo. He venido a levantar tu castigo.
El hijo de Jápeto frunció las cejas. Su rostro estaba tan quebrado de arrugas y grietas como el glaciar que habían cruzado para llegar a las cumbres del Estróbilo.
—¿Mi castigo? Juraste por la Estigia que jamás me quitarías las cadenas. ¿Es que ya no cumples tu propia palabra, rey de los dioses?
Sin saber qué contestar, Zeus optó por la agresividad.
—No abuses de mi paciencia, Prometeo.
—¿Paciencia? ¿Qué sabes tú de paciencia, hijo de Cronos? Pregúntame a mí sobre ella, que no he tenido más remedio que acto adquirirla durante tanto tiempo que ni siquiera llevo la cuenta. Dime ¿cuántos años me has tenido encadenado?
—No lo sé. He perdido la cuenta.
—Tú... Tú has perdido la cuenta. Inaudito. Pensé que ya no me sorprenderías, pero siempre lo consigues. Lo lamentable es que sea por tu desfachatez.
—He venido con un propósito, Prometeo, y no dispongo de mucho tiempo.
—¿Por qué tantas prisas ahora? Has tenido siglos para venir a visitarme y no lo has hecho.
—La situación es muy grave. Necesito información, o todo el Olimpo se vendrá abajo.
Prometeo sonrió de medio lado, y por un instante volvió a parecer el astuto y curioso hijo de Jápeto. Le miró al muñón de la mano derecha y dijo:
—Pues antes tendrás que darme información a mí, mi viejo amigo. Por lo que veo, han pasado cosas muy interesantes en mi ausencia.
Zeus le puso al tanto de la situación, al menos de la parte que él conocía. Prometeo escuchó con aparente distracción, jugueteando con las largas guedejas de su barba blanca. En cambio Alcides, que sólo conocía retazos de la historia, la oyó sin pestañear y con la boca levemente entreabierta. Pero Zeus no se dejó engañar. Sabía que, al final, su primo Prometeo había captado las implicaciones de sus palabras mucho mejor que Alcides.
—Así que has sido derrocado —concluyó el titán, bizqueando mientras se hacía una trenza con la barba—. No has sido capaz de escapar al destino de tu padre ni de tu abuelo.
—Yo no he sido encerrado en el Tártaro, ni me he retirado del mundo. Sigo aquí, en la Tierra, y estoy dispuesto a presentarle batalla a Gea.
—Muy poco elegante por tu parte. Deberías haberle dejado el terreno libre a tu sucesor. Hasta para los inmortales todo tiene un final.
—Láquesis aún no ha cortado el hilo de mi reinado.
—Pero Tifón te ha cortado la mano que manejaba el rayo. ¿Con qué arma piensas derrotarle ahora?
—Por eso he venido aquí. Quiero que me hables de los anillos de Urano.
—¿Los anillos de Urano? Sí, recuerdo esa vieja historia. El dominio de los cuerpos celestes... Un arma muy superior a tu rayo, ciertamente. Veo que sigues siendo ambicioso.
—¿Dónde están esos anillos?
—¿Qué te hace pensar que siguen existiendo?
—No sé mucho de ellos, pero sí que son indestructibles. En algún lugar deben estar, y tú lo sabes. Habla de una vez.
—¿Cómo puedes creer que voy a ayudarte, después de lo que hiciste? Un castigo tan desmesurado sólo por celos...
—Yo era más joven y más cruel entonces —dijo Zeus, sin bajar la mirada—. Ahora no te habría castigado de esa forma.
—Si ya no eres tan cruel, ¿por qué no has venido antes a liberarme de mis cadenas?
—Tú lo has dicho antes. Había jurado por la Estigia que jamás lo haría. No podía romper mi palabra.
—En ese caso, tampoco puedes hacerlo ahora.
—He encontrado una manera.
Alcides le entregó algo en lo que había estado trabajando buena parte del día por encargo de Zeus. Tras arrancar un eslabón de la cadena, lo había abierto con los dedos, lo había aplanado pacientemente con una piedra, lo había partido y había vuelto a alisarlo con la piedra hasta conseguir un anillo de hierro. Era tosco, y no del todo redondo, pero Alcides sonrió con el orgullo de un orífice al dárselo a su padre.
Zeus tomó la mano derecha de Prometeo y le puso el anillo. Alcides había calculado bastante bien. El anillo apenas bailaba en el huesudo dedo corazón del titán.
—De esta manera, seguirás llevando encima mis grilletes por siempre —dijo Zeus.
—Tu palabra queda a salvo. ¡Qué oportuno!
Pero Zeus no contestó. Al sujetar la mano de Prometeo, observó que en el dedo anular el titán llevaba otro anillo, también de hierro, un hierro casi negro en el que se veía un símbolo grabado: un asterisco seguido de tres líneas curvas que parecían formar la cola de un cometa.
—Este es uno de los anillos de Urano —dijo Zeus, mirando a Prometeo a los ojos. El hijo de Jápeto sonrió, pero no dijo nada—. Sí, tú tienes uno de esos anillos.
—¿Me lo vas a quitar a la fuerza?
—Podría hacerlo, pero tú me lo vas a dar. Y además, me explicarás dónde puedo encontrar los otros cuatro anillos y cuál es su poder exacto.
—Son dos peticiones, hijo de Cronos. ¿Qué me darás a cambio?
—Ya te he liberado.
Prometeo le enseñó el dedo corazón extendido.
—Sigo llevando tus cadenas.
—Sólo simbólicamente.
—Está bien. Este anillo a cambio del que me has entregado como símbolo de cautiverio o liberación, yo mismo no lo sé muy bien.
Prometeo se quitó el anillo del meñique y se lo entregó a Zeus. Este lo examinó de cerca y comprobó que el símbolo del cometa se repetía tres veces. El anillo era pequeño para sus dedos, pero mientras jugueteaba con él sobre la palma, al acercar la punta del dedo corazón, el diámetro de la alhaja aumentó por sí solo de forma visible hasta adaptarse a él. Zeus aprovechó para deslizado hasta la primera falange, ayudándose de la boca. Ya tenía el primer anillo, y ése no se lo quitaría nadie.
—¿Por qué no me has pedido ayuda en vez de usar la boca? —preguntó Alcides.
—Debe resultar complicado ser manco —dijo Prometeo—. Ahora, hemos intercambiado presentes. El anillo que domina a los cuerpos erráticos a cambio del anillo forjado con mis cadenas que simboliza mi liberación. Estamos en paz.
—No. Ya te he dicho que debes hablarme de los anillos.
—Entonces tendrás que ofrecerme otra cosa.
—Pídela.
—Júrame por la Estigia que tanto respetas que harás por mí lo que yo te pida, una vez que te revele dónde puedes encontrar los anillos.
Zeus tragó saliva. Conceder a Prometeo un deseo sin conocerlo previamente no parecía una buena idea. Su primo seguramente estaba urdiendo mil formas de venganza, a cuál más cruel, y no podría culparlo por ello. Pero ahora que tenía el anillo en la mano y notaba cómo fluía de él un frío extremo, la ciega esperanza que le había hecho cruzar el Ponto y subir a aquel volcán del Cáucaso empezaba a convertirse en algo tangible. Sí, los anillos existían. Y tenía que conseguirlos al precio que fuera.
—Está bien. Dime lo que necesito saber, y te juro por la Estigia que haré lo que me pidas después.
Tras explicarle lo que sabía sobre los anillos, Prometeo pidió a Zeus y Alcides que subieran con él hasta la cima del volcán. Después de tantos años colgado de aquella pared, contemplando siempre el mismo panorama invariable de cimas y picachos nevados, quería ascender los casi mil codos que faltaban hasta la cima para tener un punto de vista diferente.
A Zeus le agradó contemplar el mundo desde casi doce mil codos de altura. No era la Atalaya del Olimpo, pero le permitía disfrutar de un horizonte amplio, y con sus propios ojos. Al reflexionar en ello, se dio cuenta de que los últimos días habían significado un lento ascenso desde el pozo de fango en el que había caído tras su derrota. De golpe se había convertido en un prisionero manco y ciego, limitado a arrastrarse a la altura del suelo como un vulgar mortal. Después, había conseguido la libertad tras soltarse de las garras de Delfine; más tarde había recobrado la vista, primero con el ojo de las Grayas y luego gracias a la ambrosía de Medea; y ahora se volvía a asomar por encima de las nubes, en aquel mar blanco del que se levantaban los picos del Cáucaso como islas solitarias.
Sin duda la vista era espectacular, pero Zeus estaba convencido de que no era ése el motivo de la extraña petición de Prometeo, pues el titán siempre había estado más interesado en los refinamientos de la civilización que en los deleites que pudiera ofrecer la naturaleza. Una vez llegados arriba, descendieron por las empinadas paredes del cráter del volcán. En el fondo del embudo se abrían cuatro chimeneas, y de tres de ellas brotaban fumarolas que, arrastradas por el viento, parecían penachos de plumas ondeando sobre la cimera de un yelmo. Conforme bajaban, el aire era cada vez más acre. A media bajada, Zeus vio que los ojos de Alcides estaban empezando a lacrimar y le dijo que esperara. El joven insistió en que podía seguir adelante (con el tiempo llegaría a respirar aires más ponzoñosos que aquél), y susurró al oído de Zeus:
—No quiero que bajes solo con él. ¿Y si te pide que te tires al volcán?
—En ese caso, tendré que hacerlo. He jurado cumplir su deseo.
Alcides se quedó esperando a regañadientes, y el dios olímpico y el titán siguieron bajando hasta el fondo del cráter. Los efluvios eran cada vez más fétidos. Atravesaron una columna de humo amarillo. El suelo trepidó bajo sus pies y, de pronto, como si la montaña hubiera sufrido un ataque de tos, un chorro de lava roja saltó hacia las alturas. Retrocedieron unos pasos, pero el volcán se calmó de nuevo.
Llegaron junto a una chimenea, la que tenía la boca más estrecha. Prometeo caminó hasta el borde y se detuvo allí. Zeus se acercó con precaución. Del fondo de aquel pozo brotaba una luz rojiza, y algo le dijo que el volcán estaba a punto de escupir otra vez.
—Ha llegado el momento de que cumplas mi deseo —le dijo Prometeo.
—Ya.
—¿No adivinas cuál es?
—Creo que sí. Pero, ahora que eres libre, ¿por qué?
—Quiero descansar. Pero descansar para siempre. Quiero dormir el sueño de la nada, no la pesadilla que he vivido todo este tiempo encadenado a la roca mientras aquella criatura venía a robarme mi alma a jirones. Quiero morir, Zeus.
—Salta, entonces.
—No. Tienes que hacerlo tú. Cuando te acuerdes de mí, quiero que sepas que ya no estoy en este mundo porque tú me empujaste al cráter del volcán.
Zeus volvió a asomarse al abismo de fuego. Podía comprender a Prometeo. Podía comprender también que el titán quisiera cargar sobre él la culpa de su muerte. Pero lo que no podía hacer era sentir esa culpa. Cuando su poderosa mente se concentraba en una idea fija, ningún otro sentimiento cabía en ella. Y ahora los anillos de Urano y la reconquista del poder eran todo lo que le importaba. Apoyó la mano en la espalda de Prometeo, el portador del fuego, y empujó.
—¿Ya? —preguntó Alcides—. ¿Qué ha pasado?
—Le he liberado. Esta vez, para siempre.
Treparon de nuevo por la empinada ladera del cráter. Bajo ellos, la montaña entera volvió a sacudirse, como si con aquel temblor demostrara que aceptaba el sacrificio del hijo de Jápeto. Apresuraron la marcha y llegaron al borde del cráter, donde de nuevo se ofreció ante ellos la visión de las nubes blancas y los picachos nevados que rompían su tupido velo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Alcides.
—Esperar.
Desde el oeste, planeando sobre la superficie del mar de nubes, se acercaba una silueta alada. Alcides apretó los puños, pensando que tal vez fuera el dragón del que había escapado Zeus, que ahora venía a recobrar su presa. Pero aquella forma de batir las alas era propia de un ave, y cuando la criatura se acercó más, resultó evidente que era un águila gigantesca.
—Macropis —dijo Zeus—. Mi fiel sirviente. Aunque yo no esté en el Olimpo, viene como siempre, cada siete días, para comprobar que Prometeo sigue encadenado.
—Pues ya no lo está.
—En efecto.
Zeus levantó el brazo izquierdo, y de sus labios brotó un penetrante silbido que sorprendió a Alcides y le hizo taparse los oídos. El águila levantó el vuelo y se dirigió hacia la cumbre del Estróbilo.
—Ahí viene nuestro barco hacia el confín del mundo, hijo. Abrígate bien, porque vas a pasar aún más frío.
Después de aspirar los vapores proféticos de Delfos, Apolo pasó siete días tendido en la cama, inmóvil, con los ojos clavados en el techo. Una sombra negra se había aposentado en ellos, y ni movía las pupilas ni parpadeaba. Su respiración y su latido, si es que aún existían, eran tan tenues que Asclepio no los detectaba. Su hermana melliza veló en todo momento al pie de su lecho. Aunque no era normal ver ojeras en una diosa, bajo los ojos de Ártemis se acabaron dibujando unas tenues líneas cárdenas, pues mientras duró el trance de Apolo no durmió ni apenas probó alimento ni ambrosía.
Apolo abrió los ojos al cumplirse el séptimo día. Durante ese tiempo, su mente había vagado por un laberinto de lugares y momentos que se entrecruzaban como un tapiz tejido por una araña de mil brazos, y él mismo se vio arrastrado por una negra marea que no podía controlar. La mayor parte de las visiones eran incomprensibles para él y su memoria las relegó al olvido, pero otras, que eran estremecedoras, se le habían quedado grabadas.
—Hermano... —susurró una voz.
Apolo abrió los ojos y vio que era Ártemis quien le hablaba. Su hermana estaba sentada en un escabel, junto al lecho. Ahora, al verlo despertar, le tomó las manos y le besó los dedos.
—Tus ojos vuelven a ser azules —dijo.
—Siempre han sido azules —respondió Apolo.
—No, hermano. Todos estos días has tenido los ojos abiertos, y no los movías aunque te pasara la mano por delante. Pero se habían vuelto negros, como la tinta de un calamar. Ahora, el mal que tenías dentro ha salido de ti.
Apolo se incorporó. Estaba tumbado en su propio lecho, en la alcoba de su morada, que miraba hacia el sur, pues le gustaba ver el sol siempre que podía. Todo era luminoso en su palacio, al contrario que ocurría en el de su hermana Ártemis, orientado al Septentrión y velado siempre por cortinas.
—Quiero que avises a Hermes. Y a... No, es igual. Trae a Hermes.
—Como quieras, hermano.
Cuando Ártemis volvió con Hermes, Apolo ya estaba en pie, se había bañado y llevaba puesta una larga túnica blanca. También los acompañaba Atenea. Al verla, Apolo suspiró de alivio, se acercó a ella y le puso las manos en los hombros. La diosa guerrera se sorprendió, pues entre ellos no eran habituales tales efusiones.