Un día en que sus hermanos habían lanzado una ofensiva en las tierras de Frigia para despistar a Cronos, Zeus aprovechó que no había vigilancia en el Olimpo, escaló a su más alta cumbre y, en mitad de la tormenta, invocó al rayo, que acudió desde la nube a sus dedos. Fue la única vez que Zeus probó su propia arma en sus carnes. Tres días y tres noches yació inconsciente en las nieves del Olimpo, pero cuando despertó, el rayo había quedado encerrado en su mano, y desde entonces él se convirtió en el señor de la tempestad.
El resto era historia conocida y celebrada por aedos y rapsodas. Su agresividad, su tremenda fuerza física y el poder del rayo lo arrastraron a la victoria. Los titanes que más se habían destacado en la guerra contra Zeus y sus hermanos fueron recluidos sin piedad en el Tártaro, a pesar de los ruegos de la piadosa Hestia. Pero Gea no consintió en que encarcelaran a Cronos en su reino, bien porque era su hijo o bien porque temiera sus artimañas. De modo que Zeus lo encerró en el mismo espejo mágico que él había utilizado para aprisionar a sus hijos. Y así el gran
Kronos
se convirtió de alguna manera en
Khronos
, Señor del Tiempo... o al menos de su propio tiempo, confinado en su pequeño universo privado.
Más, con el tiempo, Cronos parecía no guardarle rencor a su hijo.
—Este lugar es maravilloso —le decía—. Me hiciste un gran favor librándome de la pesada de tu madre Rea, de la metomentodo de tu abuela Gea y de los quebraderos de cabeza que me producía el gobierno del mundo. La verdad es que me da pena de tu destino, hijo. Deberías entrar aquí y ayudarme a disfrutar del Elíseo.
Zeus a veces se reía en su cara.
—No voy a caer en tus burdas trampas, padre.
Pero, en verdad, Cronos no parecía vivir tan mal. El paisaje que se veía tras el espejo iba cambiando con el tiempo, pero siempre había árboles verdes y el cielo era azul. Tampoco faltaban las lindas mujeres, según Cronos. Como su hijo no le creyera, en una ocasión le enseñó a tres de aquellas beldades, que saludaron a Zeus entre carcajadas y le hablaron en un idioma incomprensible.
Zeus lo prefería así. Las Erinias, las tres monstruosas hermanas que vengaban a los progenitores ultrajados, no tenían motivos para atormentarle. Él se había comportado con su padre mejor de lo que Este había hecho con su abuelo.
—¿Qué te preocupa, hijo? Puedes sincerarte conmigo —le dijo Cronos ahora, al ver su ceño.
Zeus le habló de Tifón.
—¿Qué sabes tú de ese supuesto hijo tuyo? —preguntó al final.
Cronos se acarició la barba. Zeus captó un fugaz destello en sus ojos, pero en seguida se borró. El viejo dios parecía sinceramente perplejo.
—El último hijo que engendré fuiste tú, Zeus. Tu madre se fue a Frigia cinco años después de engañarme con aquel bebé de piedra y no quiso saber nada más de mí. No me importó, dicho sea de paso. Me tenía hastiado con sus continuas quejas y la forma tan melindrosa que tenía de comportarse en el lecho.
—¿Seguro que no volviste a engendrar hijos en esos cinco años? ¿O después, con alguna otra diosa? Pasaron casi treinta años desde que nací hasta que te derroté.
—¿Treinta años? Se me hicieron cortos. Los debí pasar casi todos borracho, porque por culpa de tu madre me había aficionado demasiado al hidromiel. ¡Qué bebida más repugnante! Pero estoy seguro de que en todo ese tiempo no engendré hijos.
—¿No volviste a acostarte con ninguna mujer?
—Oh, lo que no hice fue volver a plantar mi simiente dentro de ninguna. De hecho, después de que tú nacieras empecé a eyacular fuera del vientre de Rea, y cuando ella se largó, ya no abandoné esa costumbre. Como bien sabes, no quería que alguno de mis hijos me hiciera lo que yo le había hecho a mi padre. De hecho, te agradezco que te abstuvieras de ello.
—Se me pasó por la cabeza.
—No está bien hacerle eso a un padre. Yo, castrador del mío, te lo aseguro —dijo Cronos sin asomo de ironía; aunque con él, nunca se sabía si hablaba en serio o no.
—Entonces ese Tifón no es más que un impostor —dijo Zeus—, el hijo de alguna criatura monstruosa que se quiere hacer pasar por Cronida.
—Me complace saber que el llevar mi sangre se sigue considerando un buen argumento para la legitimidad dinástica. De todas formas, si quieres averiguar algo más de esa criatura deberías consultarlo con tu abuela Gea. Ella lo sabe todo sobre criaturas monstruosas. Seguro que te vuelve a ayudar, como ha hecho siempre.
A Zeus no le gustó la sonrisilla de suficiencia de su padre.
—¿Qué quieres decir?
—¡Oh, bien lo sabes! Esa vieja decrépita me la jugó bien. Me había jurado que jamás dejaría salir a mis hermanos del Tártaro, pero faltó a su palabra. Y si no hubiera sido por las armas que te forjaron los cíclopes jamás me habrías derrotado.
—No estés tan seguro, padre. Ahora mismo, aunque me arrancaran la mano derecha, podría desmembrarte con la otra.
—Interesante cuestión. ¿Por qué no entras aquí a comprobarlo?
—No quiero despertar a las Erinias que creaste al castrar a tu padre.
—Tranquilo. Sólo perturban los sueños de los parricidas cuando éstos son mortales. A mí nunca han venido a visitarme.
—Bien, padre, ¿no tienes nada más de provecho que decirme? Te haces llamar Señor del Tiempo. Quiero saber qué va a suceder.
—¿Qué va a suceder? ¿A qué te refieres? ¿Cuándo?
—¡Todo! ¡A partir de ahora!
—¿Por qué estás inquieto? ¿Te asusta un vulgar monstruo? Eres mi hijo, el soberano del cielo.
Zeus agachó la cabeza. De pronto estaba convencido de que las palabras de Tetis eran sinceras y su amada hija Atenea le había engañado. Si ella, su predilecta, lo hacía, ¿qué podía esperar de los demás? Sólo traiciones, o en el mejor de los casos falsos halagos para conseguir favores.
Atenea, hija mía, ¿por qué me has fallado así?
—Qué solitario es el poder —se le escapó.
—¿Y ahora te das cuenta? Deberías habértelo pensado mejor antes de derrocarme. ¡Pues claro que es solitario, mentecato! Sólo ahora empiezas a comprenderlo.
Zeus levantó la mirada. La sonrisa había desaparecido de los ojos de su padre, que brillaban duros y fríos como cuentas de cristal. De pronto Cronos parecía mucho más viejo y siniestro.
—Nadie habla así a Zeus el Amontonador de Nubes —dijo, haciendo rechinar los dientes.
—¡Oh, claro que te hablaré así, Amontonador de Nubes, tú que te Complaces con el Rayo, Tú el Altitonante Zeus! Has venido preguntarme por el futuro, pero sin la humildad de reconocer tu ignorancia ni mi sabiduría. Pero tendrás tu respuesta, hijo mío. Dos cosas te diré. La primera es que el secreto del futuro está enterrado en el pasado. Y la segunda es que te volveré a ver, pero cuando lo haga, tú habrás sido vencido, humillado y mutilado, y habrás sufrido la más terrible de las pérdidas.
—¡No! —gritó Zeus—. ¡No me volverás a ver, viejo loco!
Furioso, descargó un puñetazo en el espejo. El cristal se rompió en grandes fragmentos que cayeron al suelo y aún se quebraron en trozos más pequeños. En uno de ellos aún se veía la boca de Cronos riéndose a carcajadas, mientras que en otro uno de los ojos le miraba inyectado en sangre, como si perteneciera a otra persona. Zeus, arrepentido de lo que había hecho, descolgó lo que quedaba del espejo y guardó los trozos rotos en un arcón.
Lo mejor es que acabe pronto este día nefasto
, se dijo, ignorando que el día siguiente aún sería peor.
Durante toda la noche, Hermes estuvo pensando en Tifón, el monstruo que aseguraba ser hijo de Cronos. Antes de retirarse a su propio palacio, estuvo unas horas con Apolo, observando cómo el corazón de Zagreo palpitaba en su baño de ambrosía, dentro de una gran urna de cristal. Asclepio le había clavado unos tubos dorados para inyectar la droga divina en sus cavidades:
—No basta con que se regeneren las paredes del corazón. Debe recobrarse todo su tejido, desde el interior. Es la única manera de que, con tan poca materia, pueda recuperarse.
—¿Crees que volverá a ser... él? —preguntó Hermes.
—Es pronto para saberlo.
Asclepio, hijo de Apolo, era un hombre alto y cargado de hombros. Cuando subió al Olimpo estaba casi calvo, aunque desde entonces había recobrado algo de pelo gracias a la ambrosía. No existía mejor médico en el mundo. Había llegado a dominar los secretos de la vida hasta el punto de resucitar a un muerto; o, al menos, eso se decía. Hermes, que dudaba de que un simple humano pudiera resucitar, sospechaba que aquel hombre había sufrido una especie de catalepsia. Fuere como fuere, la fama de Asclepio se propagó por todas partes. Zeus juzgó peligroso que los hombres pudieran vencer a la muerte, temiendo que a continuación quisieran rivalizar con los dioses. Por tal motivo él mismo le ofreció a Asclepio la disyuntiva entre subir con los inmortales al Olimpo y compartir con ellos una vida mucho más larga de la que le correspondería, o caer fulminado en el acto por un rayo.
Asclepio había elegido la primera opción. No le atraía mucho vivir entre dioses, pues su mayor interés en la vida era estudiar las miserias del cuerpo humano; pero tampoco tenía afán por bajar al Hades antes de tiempo. Como quiera que Zeus lo arrebató en su carro alado en mitad de una tormenta, los mortales aseguraron desde entonces que lo había matado para convertirlo en un dios.
—Mirad —explicó el médico—. Si os fijáis bien, veréis que empiezan a brotar una especie de zarcillos en las membranas que recubren el corazón.
Hermes pegó la nariz a la urna de cristal, una maravilla fabricada, como tantas otras, por Hefesto. Más que zarcillos, lo que estaba creciendo en las paredes del corazón de Zagreo se le antojaron vellosidades, y Hermes se preguntó si en vez de regenerarse no se estaría pudriendo, devorado por algas, gusanos o alguna criatureja similar.
—Pobre Zagreo —murmuró—. La verdad es que eras un bocazas, pero no te merecías algo así.
—Si todos los bocazas merecieran semejante destino —dijo Apolo—, de ti no quedaría ni la glándula biliar.
—¿Y eso qué infiernos es?
—Hermes, padre —les dijo Asclepio—, realmente no podéis hacer gran cosa por él. Yo seguiré vigilándolo, pero todo depende de su propia capacidad de regeneración. Seguro que tendréis asuntos importantes que atender.
—Así es, hijo. Sé que harás lo mejor por Zagreo. Zeus confía en ti —dijo Apolo.
Aquella escena habría resultado chocante para un humano: un joven que no podía tener mucho más de veinte años dirigiéndose como «hijo» a alguien que parecía doblarlo en edad. Pero los dioses estaban acostumbrados a tales paradojas.
—Se recuperará, ¿verdad? —insistió Hermes.
—Lo intentaremos —dijo Asclepio.
—¿Por qué estás tan preocupado? —preguntó Apolo—. No puede decirse que Zagreo fuera íntimo amigo tuyo.
—Ni de nadie. Pero no sé si recuerdas que mañana tengo que acompañar a nuestro padre para que se enfrente con la criatura que ha dejado reducido a nuestro primo a esto... —dijo Hermes, señalando con el pulgar al corazón que seguía palpitando.
Apolo le pasó la mano por el hombro y tiró de él para sacarlo de la enfermería.
—Tranquilo. Si Tifón es capaz de clavarle un solo diente al velocísimo Hermes, yo mismo me pondré delante de él y le rendiré pleitesía, hermanito.
El sonido plateado de una campanilla despertó a Atenea. Se revolvió en la cama y miró hacia la ventana. Ya había amanecido. Solía espabilarse con los primeros rayos del sol, pero la víspera le había costado mucho conciliar el sueño. No se trataba sólo de los sucesos del día, la amenaza de los gigantes y el desafío de Tifón. Lo que más la atormentaba eran los remordimientos por lo que había hecho con Ganímedes. Al caer la noche, la calidez que había sentido durante el día se convirtió en una sensación espesa y pegajosa, como si un sapo frío y viscoso correteara sobre su vientre. Se sentía sucia, incompleta, como si le hubieran robado parte de su valor o de su fuerza. Indigna de ser ella.
No puede ser. Mi padre ha fornicado tantas veces que ni el mismo se acuerda, y sigue siendo el más digno de los dioses.
Se había repetido ese argumento durante toda la noche, y también había intentado recordar los besos de Ganímedes y el placer que había disfrutado con él, en vez de dejarse torturar por la culpa. Pero los rasgos suaves del joven copero se convertían en las facciones de su padre, talladas a cincel, y sus ojos húmedos y oscuros en las estrechas y frías pupilas de Zeus.
Debo olvidarlo. No repetir el error, simplemente, y olvidarlo.
—¡Frixa! ¡Llaman a la puerta!
Pero la sirvienta no dio señal de haber oído el timbre. Atenea se echó por encima una túnica y salió de la alcoba. Frixa no aparecía por ninguna parte, y la campanilla seguía sonando.
—¿Dónde se habrá metido esta mujer? —rezongó mientras acudía a la puerta—. Si ha decidido tener un día de asueto por su cuenta, la despellejaré y usaré su piel para forrar un escudo.
En la puerta esperaba Iris, la emisaria.
—Tu padre quiere verte, Atenea.
—Bien. Iré a...
—Quiere verte ahora mismo, en la Atalaya. Ha dicho que no hace falta que lleves tu armamento, diosa guerrera —informó Iris. Intentaba mantenerse seria, pero las cejas sonreían por su boca. Era evidente que le complacía dar órdenes a una gran diosa, aunque fuera de forma vicaria.
Cuando Atenea llegó a presencia de su padre, un miedo que jamás había experimentado atenazó su vientre.
¿Es esto sentirse como una mortal?,
se preguntó, clavándose las uñas en las palmas de las manos.
Zeus estaba sentado en su sitial, con un gesto solemne que no solía adoptar cuando recibía las visitas de los íntimos en la Atalaya. Además, su mano izquierda sujetaba el cetro de oro y marfil que sólo utilizaba en las audiencias oficiales. Apartada un poco más allá, con la espalda apoyada en una de las columnas que daban paso a la balconada, estaba Frixa. Pero, si la visión de su sirvienta en ese lugar era inquietante, había otro que la llenó de pavor. A unos pasos del asiento de Zeus, arrodillado en el suelo y con el rostro hundido entre las manos, estaba Ganímedes.
Ha confesado
, comprendió Atenea.
Sin decir nada, se acercó a su padre y esperó firme, los brazos caídos a los costados. Si al menos hubiera traído su lanza, habría sabido dónde poner las manos. Durante un rato soportó la mirada acusadora de Zeus, pero luego no pudo resistir más aquellas pupilas como alfileres de plata y agachó la cabeza.