—Soberana Hera, divino Poseidón, tíos y hermanos, os saludo.
Después se dio la vuelta y alzó el brazo derecho. La serpiente tallada en su caduceo cobró vida y se enroscó alrededor de su muñeca. Cuando así ocurría, no hablaba como el joven trapacero Hermes, sino como el heraldo sagrado de los dioses cuya palabra nadie podía poner en duda.
—¡Inmortales y bienaventurados todos! ¡Os anuncio la llegada de Zeus Cronida, el Amontonador de Nubes, Señor Supremo del Olimpo!
Entre deslumbrantes relámpagos y ensordecedores truenos, la nube empezó a desintegrarse sobre las cabezas de los inmortales. De su oscuro seno surgieron primero dos enormes criaturas aladas, Macropis y Agaclea, las águilas gigantes de Zeus, cuyos gritos resonaron como clarines de plata en el viento. Después, cuando los últimos celajes se abrieron, apareció un objeto brillante y se escuchó un trueno cuyos compactos ecos hicieron vibrar las costillas de todos los inmortales. Atenea, pese al enfado con su padre, sintió que la piel se le erizaba de emoción al ver cómo se acercaba el carro dorado tirado por cuatro caballos alados de impoluta blancura. Sin duda, el rey del Olimpo dominaba el arte de las apariciones espectaculares.
Mientras el carro descendía, los demás dioses lo saludaron con aclamaciones y aplausos. Los cuatro caballos se posaron en el centro de la plataforma, sin que Zeus se molestara en tirar de las riendas, pues los tenía perfectamente adiestrados.
Zeus, por fin, bajó del carro. Vestía una sencilla túnica azul, pero cuando puso el pie en el suelo, Iris le echó sobre los hombros un manto púrpura bordado con cenefas doradas. El hijo de Cronos levantó la mano izquierda para saludar a los demás dioses, mientras su diestra sujetaba los pliegues del manto. Después se dirigió hacia el trono. En primer lugar saludó a su hermano Poseidón, luego inclinó la cabeza ante Hera, sin tomarle la mano como antes, pues desde que no compartían alcoba se cuidaba mucho de tocarla. Los demás dioses también recibieron sus saludos. A Atenea le regaló una sonrisa que parecía disculparse por la discusión de dos noches antes. Pero su sonrisa se trocó en un rictus de contrariedad cuando reparó en que la silla de Zagreo estaba vacía.
—¿Dónde se ha metido ese jovenzuelo? —preguntó, repitiendo sin saberlo las palabras de Hefesto.
La misma pregunta se hacía Glauco, hijo del rey Minos, mientras él y el resto de los asistentes al ritual, más de quinientas personas, aguardaban ante el templo recién construido.
—Paciencia —le aconsejó su primo Eumolpo—. No conviene enfadarse con los dioses.
—Lo que no conviene es que aparezcan cuando no se les llama. ¡Nadie invitó a ese joven insolente a esta fiesta!
—No te pongas así. Deberías estar orgulloso de emparentar con un dios.
Glauco dirigió una mirada asesina a su primo, que se dio cuenta de que había ido demasiado lejos con la broma. Ambos se quedaron en silencio, fingiendo que se entretenían en contemplar los frescos de vivos colores que decoraban las paredes del templo. Todos representaban escenas de la vida de Zeus. Allí aparecía de bebé, dentro de una cuna suspendida de la rama de un árbol, para que su padre Cronos no pudiera saber dónde estaba. A su alrededor, los bravos guerreros que le servían, los Curetes, daban brincos y aporreaban los escudos con sus lanzas para que el ruido ahogara los llantos del dios recién nacido. También se veía a la cabra Amaltea, su primera nodriza, con cuya piel y las escamas del dragón Campe había confeccionado la Égida.
A poco más de un cuarto de estadio del edificio se levantaba una impresionante masa de roca gris, la ladera este del monte Ida, y en ella se abría una cueva amplia y oscura como la boca de un gran monstruo, junto a la cual dos hipogrifos uncidos a un carro aguardaban con paciencia el regreso de su amo. Era en esa gruta donde Rea había alumbrado al rey de los dioses, y por eso Minos, padre de Glauco y rey de Creta, había ordenado erigir junto a ella un templo en honor de Zeus.
Glauco pateó el suelo para desahogar su rabia y entrar en calor. Estaban a tres mil codos sobre la altura del mar, que se divisaba entre los picos de las montañas del sur. Poco más arriba de donde se hallaban empezaba a verse nieve. Aquel verano ni siquiera había llegado a fundirse.
—Si este invierno sale tan duro como el del año pasado, estamos aviados —dijo Eumolpo, por cambiar de conversación.
—Esperemos que sea más suave —comentó alguien de la comitiva.
Sí, todo el mundo esperaba lo mismo, pensó Glauco; y, sobre todo, que la primavera siguiente fuera una auténtica primavera, y no la estación fría, miserable y seca que habían sufrido. En el palacio de Minos aún quedaban reservas de grano y aceite, y sus funcionarios las estaban repartiendo con equidad, pues la justicia del rey, hijo de Zeus y Europa, era proverbial. Pero si la próxima recolección también fallaba, se enfrentarían con la hambruna. Las naves minoicas recorrían todo el Mar Interior, pero las noticias eran terribles. Las cosechas habían sido pésimas en Egipto y las llanuras al norte del Ponto Euxino, los graneros con los que siempre habían comerciado. También les habían llegado noticias de movimientos bélicos: las amazonas se dirigían hacia el suroeste, a las tierras de los tracios, y se decía que del norte bajaban en masa los cimerios, aún más salvajes y aguerridos que ellas. A los cretenses, protegidos por el mar y por su flota, no les preocupaba la guerra, pero si la situación empeoraba en todas las tierras firmes, ¿dónde podrían comprar provisiones a cambio de su vino, sus bellas ánforas y sus tejidos estampados?
La amenaza de tales calamidades era la que había impelido al rey Minos a consagrar aquel templo a Zeus. El gasto había sido considerable. En el interior, además de pebeteros, trípodes y numerosos cofres de maderas preciosas repletos de ofrendas, había una estatua de madera con incrustaciones de oro y marfil, ojos de lapislázuli y un manto tejido con hilos de oro y plata. Y en el exterior, veinte toros blancos, que no eran pocos, esperaban a ser sacrificados.
Glauco estaba cansado por la caminata hasta la explanada. Habían partido del pueblo de Ilisso poco antes de amanecer, para caminar cerca de sesenta estadios por un sendero empinado que atravesaba una garganta. A Glauco no le gustaban las montañas. Las arboledas, los arroyos, las quebradas, las bestias salvajes: todo le inquietaba. Él era un hombre de ciudad. Se sentía feliz en Cnossos, administrando las cuentas del gran palacio, o como mucho recorriendo las tierras de labor que estaban reemplazando a los bosques que antes ocupaban la isla. Poco a poco hacían retroceder a las ninfas, los sátiros y otras criaturas que poblaban Creta cuando llegaron los hombres. Ese verano, el propio Glauco había provocado un incendio bajo la ladera sur del monte Ida, y con una partida de arqueros había aniquilado a los sátiros que trataban de huir de las llamas.
Unos seres desagradables, los sátiros. Si fuera tan fácil librarse así de otros...
En ese momento, el ser en el que estaba pensando apareció en la boca de la cueva. Era un joven muy alto, un palmo más que el propio Glauco. Todo su atavío era una corona de pámpanos, un manto enrollado a la cintura y un tirso enganchado al manto. Junto a él venían dos mujeres, vestidas con faldas de volantes y chaquetas ceñidas y abiertas que mostraban y a la vez realzaban sus pechos desnudos. Unos pechos que las manos del joven, por cierto, estaban manoseando. Glauco, ruborizado de vergüenza y rabia, se acercó al trío, con capas para ambas mujeres.
—Brrr... —resopló la mayor de las mujeres, tapándose los pezones enhiestos—. Con el calorcito que hacía ahí dentro...
—Calla, y vamos a empezar —dijo Glauco.
De cerca, comprobó que la ropa de ambas mujeres, la misma que debían usar para la celebración, estaba arrugada y manchada de barro. Así que se habían revolcado con aquel joven en la cueva del Ida. Su esposa, Corina, y su hija Filira, que era virgen hasta la noche anterior. Hasta el momento en que un carro tirado por hipogrifos se presentó en Ilisso, y aquel hombre que decía ser dios entró en la taberna para decirle a Glauco que él mismo presidiría la consagración del templo dedicado a su tío, Zeus.
Glauco se había estremecido cuando el joven se sentó frente a él en la pequeña posada. En ningún momento dudó de que fuera un dios. Su piel irradiaba ese brillo de alabastro propio de las deidades. Él mismo había visto en dos ocasiones al propio Zeus, cuando acudió a visitar a su hijo Minos disfrazado de mercader aqueo: el rey de los dioses trataba de pasar de incógnito, pero había algo que lo delataba. El propio Glauco poseía un cuarto de sangre divina, aunque su padre Minos, que parecía más joven que él, le decía en son de burla que la tenía muy disimulada.
A cuenta de Glauco, Zagreo se bebió diez jarras de vino. Cualquier mortal habría muerto intoxicado, pero él sólo se emborrachó. Lo bastante para encapricharse de Corina y de la joven Filira, y decirle a Glauco que se las llevaba para pasar la noche con ellas. A lo que su única respuesta había sido bajar los ojos y asentir. ¿Qué otra cosa podía hacer ante un dios? Ahora, para su humillación, más de quinientas personas podían ver como su mujer y su hija caminaban del talle de Zagreo, dejándose manosear entre beatíficas sonrisas.
—Te devuelvo a tus mujeres, pariente —dijo Zagreo—. Debo decir que tu esposa es fiera como una leona líbica, pero tu hija ha aprendido bastante rápido. Creo que volveré alguna vez a visitarla. ¿Te parece bien, Filira? —añadió, apartando un rizo rebelde para besar a la muchacha bajo la oreja.
—Estoy a tu disposición, mi señor.
Glauco dirigió una mirada fugaz a su espalda. Muchos se estaban tapando la boca para contener sus risas.
Qué deshonra.
Zagreo le puso la mano en el hombro y apretó. Pese al viento frío, sus dedos transmitían calor, y su contacto le erizó el vello de la nuca.
—Debes estar contento, Glauco. He plantado mi semilla en tu esposa y tu hija, y no una ni dos veces, sino cuatro en cada una. —El dios se acercó más y le susurró al oído—: Así puedes emparentar con quien está destinado a ser el nuevo señor del Olimpo.
—¿Cómo?
—Sí. En confianza, Glauco: mi tío está pensando en descansar y me tiene reservada la soberanía del mundo. Yo seré el cuarto rey de los cielos. Urano, Cronos, Zeus... y después yo, Zagreo.
Glauco se estremeció, temiendo que Zeus pudiera castigarlo sólo por prestar oídos a esas palabras.
—Es el momento de proceder, ¿no os parece, mujeres? —dijo Zagreo, frotándose las manos—. Tenemos veinte víctimas que sacrificar.
Corina empezó a pulsar una lira de siete cuerdas, mientras su hija y otras mujeres entonaban un himno a Zeus, compuesto con palabras tan antiguas que la mayoría de los asistentes ni siquiera las comprendían. Glauco recordó que su esposa había estado un mes entero sin acostarse con él para llegar pura al sacrificio. Y unas horas antes se había dedicado a fornicar con Zagreo.
Cuatro veces
, se repitió.
Cuatro veces cornudo
. Esa mancilla no podía traer nada bueno, aunque fuera un dios. Pero ni siquiera podía reprocharle nada a su Corina, pues estaban en Creta, donde las mujeres eran mucho más libres que en tierras de los aqueos.
Cuando los sirvientes ataron al primer toro con cuerdas rojas y lo acercaron al altar, el animal sacudió las orejas y el rabo y pateó el suelo. Una gélida racha arrancó la corona de la cabeza de Zagreo y se la llevó rodando por la explanada. Entre la gente brotaron murmullos de inquietud, pues aquéllas parecían señales de mal agüero; El joven soltó una carcajada.
—Estáis con un dios. ¿Qué mal puede caer sobre vosotros?
Zagreo posó la mano en la testuz del toro, que al momento se calmó.
—La segur —pidió.
El hacha doble era tan pesada que el siervo que se la entregó a Zagreo la tuvo que levantar con ambas manos. Pero el dios la alzó con la derecha como si fuera un cuchillo de trinchar.
—Ahora, silencio.
Corina apagó las cuerdas de la lira con la mano y las demás mujeres callaron. Zagreo descargó un solo golpe, y el toro se desplomó. Una sacerdotisa se acercó corriendo con la urna donde debía recogerse la sangre del animal.
En ese momento sonó un estallido seco que atrajo todas las miradas al templo. El techo había saltado por los aires. Un trozo de viga cayó sobre un grupo de gente y aplastó la cabeza de una mujer. Pero nadie la miró.
Donde antes estaba el tejado había aparecido una criatura de pesadilla. Su cuerpo, vagamente humano, medía seis codos de pies a cabeza, y su rostro combinaba rasgos de toro, hombre y dragón. Tenía dos cuernos curvados y negros, su cabello era un manojo de serpientes que se agitaban y siseaban, y su larga cola terminaba en dos pinchos tan largos como colmillos de elefante. La criatura rugió y desplegó dos alas coriáceas como las de un inmenso murciélago. Después levantó sobre su cabeza la gran estatua de Zeus y la arrojó sobre los asistentes, que huyeron despavoridos.
La estatua aplastó a otras dos personas. Pero lo que más horrorizó a Glauco, que se encontraba a menos de cuatro pasos, fue ver que el oro del cabello chorreaba fundido y el marfil del rostro crujía al retorcerse ennegrecido como las ramas de una encina quemada.
La criatura dio un salto, batió las alas dos veces y se posó en el suelo delante de Zagreo. Glauco gateó para esconderse detrás del dios, mientras notaba cómo por los muslos le corría un chorro de cálida orina.
—¡Alto! —ordenó el dios Zagreo, levantando la mano. Y su voz divinal se impuso sobre los gritos de los cretenses que huían y el crepitar de las llamas que surgían del interior del templo—. ¡Has cometido un sacrilegio contra el rey de los dioses y yo te castigaré por ello!
El monstruo abrió los brazos, que eran desproporcionadamente largos, y al abrirse las escamas que cubrían su pecho revelaron líneas incandescentes entre ellas, como si tuviera por sangre hierro al rojo vivo. Zagreo retrocedió un paso y al hacerlo empujó a Glauco, que cayó sentado al suelo, y descubrió que sus piernas temblorosas eran incapaces de levantarlo.
—¿El rey de losss diosesss? —preguntó el monstruo con una voz que parecía compuesta del crepitar de las llamas y el silbido del aire en la forja—. Yo haré que ese usurpadorrr corra el misssmo dessstino k'e ssssu misserable 'sssstatua.
—¿Quién eres tú? Te conmino a que me lo digas —dijo Zagreo, retrocediendo otro paso.