—¡Mírame a los ojos!
Haciendo un esfuerzo, Atenea levantó la barbilla, que le temblaba visiblemente. Conocía aquel gesto de su padre, la ira fría del soberano, la justicia implacable del señor de los cielos. Pero siempre había visto esa mirada dirigida a otros, y no a ella.
—¿Es verdad? —preguntó Zeus.
Atenea comprendió que no tenía sentido negarlo. ¿Cómo había sido tan estúpida de pensar que su falta iba a pasar desapercibida en el Olimpo, donde mil oídos escuchaban, mil voces susurraban y mil ojos espiaban?
—Sí, padre.
Zeus se puso en pie y levantó el brazo. Atenea, involuntariamente, encogió los hombros. De los dedos semimetálicos de su padre brotaron chispas blancas que se juntaron en un arco de luz. Pero Este no saltó sobre ella, como había temido, sino sobre Ganímedes. El joven troyano gritó y se sacudió en el suelo dos veces, y después se quedó inmóvil.
Sin pensar en lo que hacía, Atenea acudió junto a Ganímedes y se inclinó sobre él. No respiraba, ni latía el pulso en las venas de su cuello. Aquel muchacho, cuya única falta había sido obedecer a los caprichos de los dioses porque no tenía otro remedio, había muerto por su culpa.
Qué frágiles son los humanos
, pensó. Para derribar a una criatura del orden de los inmortales su padre tenía que cebar el rayo de su mano antes de lanzar la descarga; pero había bastado una sola centella para parar el corazón de Ganímedes.
—Apártate de él.
Atenea se levantó y retrocedió unos pasos. Zeus, con la punta del pie, dio la vuelta al cadáver para no verle el rostro.
—Fui yo quien lo trajo al Olimpo —dijo, con gesto sombrío—. Lo hice para convertirlo en el copero de los dioses, pues su belleza complacía a mi vista. ¡Pero, al parecer, las diosas olímpicas creyeron que lo había traído para convertirlo en juguete de su lujuria! Ya es bastante malo que Afrodita, Iris, Hebe, Angelia o incluso mi hermana Deméter lo hayan utilizado para satisfacer sus repugnantes apetitos. ¡Pero que lo hayas hecho tú, Atenea! ¡Que hayas traicionado a tu padre y perdido la virginidad por un humano!
¿Qué hay de tus caprichos, padre? ¿Acaso no lo trajiste aquí para satisfacerlos? ¿Es que tus apetitos son
menos repugnantes que los nuestros por ser tú el señor del Olimpo?
Ninguno de estos pensamientos atravesó el cerco de sus dientes. Que las palabras de su padre fueran injustas no la exculpaba a ella.
—¡Juraste por Estigia, hija mía! —gritó Zeus, apretando los dedos de su mano izquierda como si quisiera triturarle la cabeza entre ellos—. ¿Es que el juramento más sagrado ya no tiene ningún valor en el Olimpo?
—Padre, yo...
—¿Qué? ¡Habla!
Pero Atenea descubrió que no tenía nada que decir. Zeus apretó los dientes y volvió a alzar la diestra. Atenea le miró a la cara, decidida a aguantar la descarga con temple; mas tampoco ahora la ira de su padre se abatió sobre ella. El rey de los dioses se volvió y el relámpago cayó sobre Frixa, que había estado contemplando la escena con una sonrisa de malévola satisfacción. Pero esta vez no fue una descarga instantánea, sino que Zeus mantuvo la mano en alto y siguió arrojando el rayo mientras la infortunada sirvienta sacudía los brazos y soltaba espumarajos por la boca entre temblorosos chillidos. Su túnica estalló en llamaradas que en seguida prendieron los cabellos, y un espantoso olor a pelo quemado llenó la estancia. Por fin, el dios de la tempestad bajó la mano y Frixa se desplomó en el suelo. Las llamas aún tardaron en apagarse un rato.
—Nadie debe conocer esta vergüenza —dijo Zeus, frotándose la mano derecha contra el muslo y volviéndose hacia Atenea. Por un momento ella albergó la esperanza de que su rabia se calmara, tras haberse ensañado más con la delatora que con el propio Ganímedes.
—Lo siento mucho, padre, de...
—¡Silencio! No digas ni una palabra si no quieres que te fulmine como a ellos. ¡Eres una diosa, pero te juro por la sagrada Estigia que si concentro en un solo rayo toda la ira que siento en este momento, no quedarán de ti cenizas ni para rellenar un dedal!
Atenea cayó de rodillas.
—Castígame, padre. Cumpliré la pena por violar el juramento...
—¡He dicho que te calles!
—...La cumpliré diez veces. ¡Diez años estaré encerrada en el ataúd y noventa apartada del Olimpo, padre! ¡He pecado contra ti y lo sé! ¡Quiero...!
—¡¡Silencioooo!!
La voz de Zeus hizo retemblar las paredes de mármol. Atenea hundió la cabeza entre las manos. Después oyó los pies de Zeus, que se puso detrás de ella.
—No te des la vuelta. No quiero verte la cara ni quiero que me la veas a mí —dijo Zeus, con la voz más calmada—. Nadie debe saber lo que ha ocurrido. No, ningún dios debe creer que un juramento otorgado ante Zeus se puede saltar a la ligera.
—Padre... —sollozó Atenea, con los ojos arrasados de lágrimas. Nunca antes había llorado.
—Por tanto, no recibirás un castigo público como el de Ares —prosiguió la voz de su padre, más sosegada y a la vez más peligrosa—. Dentro de una hora partiré de aquí para dar caza a Tifón. Cuando esté de vuelta, no quiero verte en el Olimpo. Márchate a tu ciudad de Atenas o haz lo que te parezca, pero no regreses a mi presencia.
Durante unos minutos, Atenea no oyó nada más. Por fin, se decidió a descubrirse el rostro y ponerse en pie. Su padre había salido al balcón y estaba apoyado en la balaustrada. Atenea cruzó bajo el arco que daba acceso a la terraza.
—Padre, por favor...
—Sal de aquí, diosa guerrera.
Atenea se acercó a la balaustrada. Su padre contemplaba al horizonte como si ella no estuviera allí. Ella le agarró del codo y trató de obligarle a que la mirara.
—¡Padre! ¡Castígame, por favor, pero no me hagas esto!
Zeus se revolvió. La terrible fuerza de su brazo arrojó a Atenea contra una columna. Saltaron esquirlas de mármol y los huesos de la diosa crujieron por el golpe.
—¡No me llames padre! ¡Te aborrezco! ¡Ya no eres mi hija!
La mirada de odio de Zeus era tan intensa que a Atenea se le heló el icor en las venas. Resoplando de dolor, se puso en pie y se dio la vuelta para abandonar por última vez las habitaciones de Zeus. Pero cuando ya estaba en la puerta, la voz del rey de los dioses la llamó. Atenea se volvió esperanzada. Pero su padre, sin dignarse a mirarla, le dijo:
—Cuando me vaya, traerás la Égida y la dejarás aquí. No quiero que vuelvas a ponértela nunca. No eres digna de ella.
Esa misma mañana, algo más tarde, Hermes recibió una visita inesperada. Su hija Angelia, una diosa de pies alados como él, le anunció que Tetis quería verle.
Hermes fantaseó durante unos instantes con la idea de sugerirle a Tetis que se bañara con él en su piscina privada, pero luego recordó que la hermosa nereida era el último capricho de su padre y decidió no tentar a Tique. Así que, cuando Tetis pasó a sus aposentos con un vestido celeste y una canastilla de mimbre en el brazo izquierdo, la saludó con formalidad.
—¿Qué deseas de mí, hija de Nereo?
La ninfa le agarró por el codo y, como si fuera su propia morada, lo guió hasta un banco de madera asomado a un hermoso jardín.
—No quiero entretenerte, Hermes. Sé que debes partir de viaje con tu padre.
—Las noticias vuelan incluso cuando no las llevo yo.
—Me alegra comprobar que no has perdido tu sentido del humor.
—¿Por qué habría de perderlo? Mi padre y yo matamos doce monstruos como Tifón todos los días antes del almuerzo. —Hermes torció la cabeza en un gesto de indiferencia—. Es pan comido.
Tetis le tomó la mano entre las suyas y le miró con aquellos ojos rasgados tan verdes como el mar en las playas de Delos.
—Estoy muy preocupada por vosotros. Sé que no hay en el Olimpo, ni aun en el mundo, un dios que supere a tu padre. Pero hace mucho tiempo que no se enfrenta a un enemigo realmente poderoso.
—Yo también temo que se confíe de más —reconoció Hermes.
—¿Me prometes que le cuidarás?
Tetis se acercó aún más la mano de Hermes, que pudo sentir en su piel la palpitación del pecho de la nereida.
—No dejaré que se descuide. Pero no te preocupes tanto por él. El viejo sabe cuidar de sí mismo.
Tetis abrió la tapa de la canastilla y sacó el objeto que había en su interior. Era una hoz. La madera del mango se veía muy vieja, casi petrificada, y tenía la hoja negra. Hermes acercó los dedos al filo, pero Tetis le agarró la muñeca.
—¡No la toques si no quieres perder un dedo! Ésta es la hoz adamantina con que tu abuelo Cronos castró a Urano. Aquello que corta no vuelve a crecer jamás, aunque sea el miembro de un dios.
—Pensé que esa hoz se había perdido...
—La encontré en el cabo Drépano, junto a la costa de Acaya. Ignoro si fue donde la arrojó Cronos o la arrastraron allí las corrientes marinas.
—¿Cómo sabes que es la auténtica?
—Se lo pregunté a mi padre.
Hermes asintió. Nereo, el Viejo del Mar, era tal vez el más sabio de los inmortales. Tomó la hoz por el mango y la examinó. La luz del sol arrancaba reflejos purpúreos a la hoja negra.
—Según el poema que suelo recitar, se trataba de una hoz enorme.
—Como ves, no era tan grande. Gea fundió la hoja, mezclando adamantio con su propia sangre para vengarse de su marido. No hay
nada
que esta hoz no pueda cortar, ya que sirvió para separar el cielo y la tierra.
—Así que quieres que se la dé a mi padre para que corte en rebanadas a ese monstruo...
—¡No, no! Ya sabes cómo es Zeus. Él pensará que teniendo el rayo no necesita ninguna otra arma, y además se ofenderá. Lo único que quiero es que tú guardes la hoz, y si ves que es necesario, acudas a ayudar a tu padre. Sólo eso.
Tras despedir a Tetis y vestirse para el viaje, Hermes acudió a la Atalaya. Los Consagrados que custodiaban la puerta la escalera de caracol le saludaron chocando las lanzas contra los escudos y le franquearon el paso. En realidad, aquellos guerreros humanos poco podrían haber hecho para impedir el acceso a un dios, pero Zeus consideraba que su majestad le exigía tener guardias apostados en la entrada.
No había nadie en el despacho, y la puerta que daba a la alcoba estaba cerrada. Hermes, imaginando que su padre estaría bañándose o eligiendo ropa para el viaje, salió a la balconada y se asomó hacia el este, donde el sol ya había dejado de verse rojo.
Alguien le saludó desde las alturas. Hermes levantó la mirada y vio a Apolo, que venía desde su propia morada en la Aguja Sur. A su espalda se desplegaba una gran vela, casi transparente, como la carne de una medusa. Si alguien la intentaba tocar, la vela repelía el contacto con un zumbido similar al de las chispas que brotaban del puño de Zeus. Estaba surcada por finas nervaduras, hilos cristalinos que al recoger los rayos del sol se iluminaban y despedían destellos irisados. Con ella, Apolo podía volar más raudo que cualquier carro alado y superaba en velocidad a todos los dioses salvo al propio Hermes. Pero, sin sol, la vela era inútil.
Apolo se posó en la azotea, junto a Hermes, y cerró los brazos a los costados. La vela se desvaneció de la vista como si jamás hubiera existido.
—Mal día tenemos —dijo, señalando al este.
La vista desde allí solía ser espléndida. Pero el día anterior ya se veían nubladas amplias zonas de Tesalia y Macedonia, y también de la Calcídica y Tracia. Hoy el manto blanco lo cubría todo de horizonte a horizonte.
—Ya veo —dijo Hermes—. No puedes volar.
—Sólo por encima de las nubes. Tengo que dirigirme hacia allí —señaló hacia un punto indeterminado del norte—. Pero, ¿cómo sabré dónde tengo que descender si no veo el suelo?
—¿No puedes calcularlo... más o menos?
—¿A qué le llamas «más o menos»? He de volar en línea recta hacia el norte para no perder la ruta de la expedición sagrada. Conozco la ruta de memoria, pero sólo si encuentro referencias bajo mis pies: ríos, bosques, montes, ciudades. Las nubes son todas iguales y además se mueven. ¿Cómo calculo la distancia? ¿Desciendo cuando me aburra? —Apolo parecía irritado e impaciente, algo impropio de él.
—Es una idea.
—Ya. Pero con esas nubes sobre mi cabeza no podré volver a subir. ¿Y si descubro que cuando toco el suelo estoy a quinientos estadios de la caravana?
—En ese caso, tal vez yo sería más apropiado para esta misión —dijo Hermes—. Puedo volar por debajo de las nubes, hasta que encuentre a la caravana sagrada.
—No —dijo Zeus, que acababa de entrar al balcón—. Tú vendrás conmigo, Hermes. Apolo, no creo que un día o dos tengan tanta importancia. Puedes esperar a que las nubes se despejen. Si mañana aún no has podido partir, toma un carro alado.
—Como quieras, padre —respondió Apolo, a regañadientes. Nunca le había agradado volar si no era con sus propios medios.
Zeus se apoyó en la balaustrada y miró hacia el sudeste. Hermes observó que tenía los ojos vidriosos, la mirada perdida y los hombros algo caídos. ¿Le asustaba enfrentarse con el monstruo que había devorado a Zagreo? Era difícil creerlo. Hermes nunca había visto en su padre la menor señal de miedo, ni siquiera de inquietud. Las amenazas, como mucho, desataban su ira, pues no soportaba que nadie pusiera en duda su autoridad.
Pero, ¿y si ahora era diferente?
Hace mucho tiempo que no se enfrenta a un enemigo realmente poderoso
. Las palabras de Tetis le habían dado que pensar, y el gesto preocupado de su padre no hacía más que acrecentar su zozobra.
—Tengo noticias sobre Tifón —dijo Zeus, volviéndose hacia Hermes—. Iris, que a veces resulta más eficaz que tú, ha averiguado que ya no está en Creta.
—¿Ah, no? —respondió Hermes, un poco picado. ¿Cómo pretendía su padre que averiguara dónde estaba Tifón? ¿Acaso le había ordenado que fuera a buscarlo? Pero prefirió callarse.
—Después de devorar a Zagreo y destruir mi templo, Tifón atacó Cnossos. Apareció allí a mediodía, cabalgando a lomos de un enorme dragón.
—¿Un dragón? Glauco dijo que Tifón tenía alas.
—Al parecer, no le sirven para volar grandes distancias —respondió Zeus—. El caso es que esa bestia provocó un incendio en Cnossos que destruyó la mitad del palacio. Después se dirigió hacia el norte. Iris habló con el capitán de una flotilla que por la mañana había salido de la isla de Atlas. Tifón hundió dos de sus barcos, y después prosiguió hacia la isla, siempre montado en un dragón. Le vieron bajar sobre ella, como una bola de fuego, al caer la noche.