Señores del Olimpo (24 page)

Read Señores del Olimpo Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
4.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué criatura?

—¿No la has visto? ¿Eres ciego como yo?

—Yo sólo he visto una estrella que llameaba sobre mi cabeza.

—Era un dragón. Tenemos que irnos.

Alcides ayudó al desconocido a levantarse. De nuevo le sorprendió su peso. Debía tener los huesos de piedra, o de bronce. Sí, sin duda eran de algún material mucho más duro que el de los huesos normales, pues después de caer desde el cielo no parecía que se hubiera roto nada. De hecho, tras trastabillar durante unos cuantos pasos, el hombre bajó la loma con paso seguro y siguió a Alcides tomado de su mano.

No tardaron en llegar con Téutaro, que estaba sentado en la piedra comiendo queso. Las vacas mugían inquietas y los perros ladraban, pero el escita parecía tranquilo.

—¿Quién es ése? —preguntó al ver al hombre caído del cielo. Antes de que Alcides pudiera decirle que él tampoco lo sabía, Téutaro abrió los ojos despavorido y señaló hacia las alturas. Alcides se dio la vuelta. Recortándose contra la luna, una enorme sombra alada bajaba hacia ellos entre bramidos que sonaban como las trompetas de una docena de heraldos. Durante unos segundos Alcides se quedó indeciso, pero el desconocido saltó sobre su espalda, le enlazó la cintura con las piernas y el cuello con el brazo que tenia intacto, y le gritó al oído:

—¡Huye!

Alcides no necesitó que se lo repitiera. La criatura, cuyas patas ya rozaban las copas de los árboles cercanos, abrió la boca y vomitó un chorro de fuego. Téutaro aulló, convertido en una antorcha humana. Alcides corrió sin volver la vista atrás, sintiendo tras de sí el calor de las llamas. A su espalda se oían los gemidos lastimeros de Cólax y los mugidos de terror de las vacas, pero unos segundos después se apagaron y sólo se escuchó el rugido del dragón y el crepitar del fuego.

Aunque el desconocido pesaba como un saco de piedras, el miedo impulsó a Alcides a correr con toda la velocidad de sus piernas, que era mucha. Entró en un pequeño robledal sagrado con la esperanza de despistar al dragón entre los árboles. Al torcer el cuello para mirar atrás, vio con angustia que la gran silueta alada planeaba sobre él. El dragón volvió a escupir llamaradas, pero al prender el follaje las ramas dispersaron el fuego, que no alcanzó sus cabezas por poco.

Perseguido por el incendio, Alcides salió de la espesura y corrió hacia una pequeña loma. Otra mirada hacia atrás le reveló que el dragón se había posado junto al bosquecillo y movía su cuello serpentino a un lado y a otro, buscándolos entre las llamas, mientras entre los robles incendiados se oía el lamento agudo y desesperado de la ninfa que habitaba aquel pequeño soto.

—No te detengas —susurró el desconocido—. Busca un escondite.

A Alcides sólo se le ocurría uno: la propia loma, que era en realidad un túmulo funerario, de los muchos dispersos por las afueras de Micenas. Corrió por el largo corredor de acceso, una galería levantada con enormes bloques de piedra labrada que parecía hundirse en el suelo. La tumba estaba cerrada con sólidas jambas de roble reforzadas con placas de metal, y sobre ellas montaban guardia dos leones de granito. Alcides no se lo pensó dos veces y le dio una patada a la puerta. La gruesa tranca que había resistido a los intentos de los saqueadores de tumbas se partió en dos, y las puertas se abrieron. Una vez dentro, Alcides cerró las puertas con el hombro y, a tientas, las aseguró con una de las mitades del enorme pestillo. Fuera seguía oyéndose el rugido del dragón, pero parecía alejarse. Tal vez lo habían despistado.

—Me sigue buscando —dijo el hombre.

—Aquí estaremos a salvo —respondió Alcides, haciendo ademán de descabalgar a su pasajero.

—¡No me sueltes!

—Es que pesas mucho.

—Te digo que no me sueltes.

De nuevo, no había otra opción que obedecer. Alcides, con el hombre a cuestas, hurgó en su zurrón. Con yesca, una mecha y un trozo de pirita encendió un pequeño fuego, lo suficiente para echar un vistazo a su alrededor. Allí había un poco de todo: sacos de arpillera, cofrecillos de metal, trípodes, pebeteros, armas de cuero y de bronce. Alcides se decidió por un arcón de madera lleno de vestidos, lo vació, lo redujo a astillas a fuerza de patadas y le prendió fuego.

A la luz de la hoguera, comprobó que estaban en el interior de una gran cúpula de paredes recubiertas de estuco. A juzgar por los tesoros que contenía, no debía ser la tumba de un noble cualquiera, sino de todo un rey. Había muebles lujosos tallados en cedro y ciprés, lingotes de oro y plata, joyas y hasta juguetes de madera que se manejaban con cordeles. Alcides destapó un cántaro sellado con pez y asomó la nariz. Olía a vinagre.

—Hufff... Esto debía ser vino. Qué estupidez guardarlo aquí para un muerto. Oye, amigo, ¿tengo que llevarte a la espalda el resto de mi vida?

—No, si encuentras algún sitio donde sentarme, siempre que no sea en el suelo.

—¿Es que eres de familia real?

—Tengo mis razones para no querer tocar el suelo.

Alcides escogió un trono de madera maciza con las patas talladas en forma de garras de león. El asiento se quejó con un áspero crujido cuando el extranjero se sentó encima, pero aguantó.

—Gracias por cargar conmigo —dijo el desconocido, buscando a Alcides con sus órbitas vacías.

El desconocido tenía las cejas y la barba chamuscadas, como la ropa. El aspecto del muñón de su brazo derecho resultaba extraño, pues el corte, que no sangraba, era tan limpio y recto como el de un madero aserrado. Alcides le levantó el codo para examinarlo, pero el hombre sacudió el brazo.

—¡Deja eso! Dame algo para cubrirme y cuéntame lo que hay dentro de esta tumba.

Alcides desgarró un vestido y le dio un jirón de lino para que se lo enrollara en el brazo. Mientras, le describió lo que veía.

—Qué insensatez enterrar todo esto donde nadie puede verlo —concluyó el desconocido.

—También hay grano —dijo Alcides, examinando otro par de tinajas—. Y eso que dicen que están empezando a pasar hambre en Micenas.

Eso recordó a Alcides que ya tenía hambre cuando el dragón apareció en el cielo. Abrió el zurrón, partió queso y pan y le dio una ración al desconocido. Cuando Este comió y bebió vino, Alcides se decidió a preguntarle:

—¿Cómo te llamas?

—Veo que eres un joven que respeta las normas de la hospitalidad. Primero hay que alimentar al viajero y sólo entonces interrogarle. Eso está bien.

—Así me lo enseñó mi madre. Pero dime, ¿cómo te llamas?

El hombre se quedó pensando unos segundos, y por fin dijo:

—Próxeno. Mi nombre es Próxeno.

A Alcides le dio la impresión de que se acababa de inventar aquel nombre; pero que alguien perseguido por un gigantesco dragón quisiera ocultar su identidad no era tan extraño, así que lo aceptó.

—¿Vienes de los cielos?

—Más o menos. Soy... de Tesalia. ¿Conoces Tesalia?

—No.

—Pues vengo de la ciudad de Larisa. Oye, estoy muy fatigado. Necesito descansar.

—No me extraña. Pelearse con un dragón debe ser muy cansado.

—Quiero que hagas algo por mí.

—Lo que tú digas —contestó Alcides, sin pensárselo.

—Debes conseguirme unas botas hechas con piel de una ternera o una cabritilla que aún no haya nacido.

A Alcides le pareció una petición muy extraña, pero pensó que tales botas debían poseer algún poder mágico. Dejó a Próxeno en su trono, abrió la puerta del túmulo con cuidado y se asomó a la noche. Se oía el crepitar de las llamas, y también los rugidos del dragón, pero muy alejados. Salió por el corredor de acceso y comprobó que el bosquecillo seguía ardiendo y las llamas habían prendido los matorrales cercanos. Una gran sombra alada se alejaba hacia Micenas.

—Se van a dar un buen susto en la ciudad —se dijo.

Alcides rodeó el túmulo hacia el este y se dirigió a la aldea que se levantaba en la ladera de la colina más cercana. Allí abrió la choza de un pastor que conocía, lo sacó a tirones de la cama y le obligó a que lo llevara hasta el corral.

—Necesito una vaca que esté a punto de parir —le explicó.

Los dedos del joven eran como tenazas de hierro, y el pastor no se atrevió a protestar. El propio Alcides agarró los cuernos de la vaca y le retorció el cuello como si fuera un conejo. Después le abrió el vientre y sacó el feto palpitante de su interior.

—Ahora, fabrícame unas botas —le dijo al pastor.

 

 

Para Zeus, señor del vasto y luminoso Olimpo, aquel encierro en una oscuridad total era una sensación enloquecedora. Pero se quedó inmóvil en el trono de madera, reprimiendo los deseos de chillar y salir corriendo. Aunque sentía a su alrededor las paredes de la tumba como una presencia ominosa y asfixiante, no se atrevía a poner los pies en el suelo. El dragón que le perseguía era un animal de la tierra. Si pisaba ésta, sería como encender una tea en la noche y revelar a aquella criatura reptilina dónde encontrarlo.

Zeus albergaba ya la certeza de que, pese a las palabras de su abuela, que le había pedido su cabeza, Tifón gozaba del apoyo de Gea. El propio monstruo lo había sugerido después de vaciarle los ojos con la punta de sus garras.

—La hissstoria se rrepite. Crronoss derrocó a Urrano, tú derrocasste a Crronoss y ahorra Tifón te derroca a ti. Ella siemprre bussca un campeón máss fuerrte.

Ciego y de espaldas en el suelo, incapaz de reaccionar, Zeus no había tenido más remedio que escuchar las baladronadas de Tifón. Estaba tan acostumbrado a fulminar a sus enemigos con el rayo que no hacía sino levantar el brazo derecho y agitarlo en vano en el aire. Aún sentía la presencia fantasmal de los dedos, pero ya no estaban allí ni se acumulaban entre ellos las chispas de su gran poder. Y sobre su mano izquierda sentía el peso de la zarpa del dragón que había acudido a ayudar a Tifón. En aquella posición, ni siquiera él podía levantar aquella pata enorme. Impotente, sintió como la fría punta de la hoz que le había cercenado el brazo rozaba su entrepierna.

—Podrría casstrrarte, como hizo nuesstro padrre con el suyo —dijo Tifón, y el dragón que estaba a su lado emitió un siseo entrecortado que debía ser el equivalente a una carcajada.

A Zeus le horrorizó la idea, pues había tenido tiempo de ver la hoz con la que Jenódice le había cercenado el brazo, y sabía que era la misma con la que Cronos había mutilado a Urano, y que lo que aquella hoz mágica cortaba no volvía a crecer, aunque fuera de carne inmortal. Pero, por alguna razón que no llegó a explicarle, Tifón se conformó con las mutilaciones que había infligido a su prisionero y dejó de torturarle. En lugar de eso, habló con el dragón en un extraño lenguaje. Zeus comprendía casi todas las lenguas, pero aquélla era más antigua que él, y sólo captó el nombre de la criatura.

Delfine
. La dragona esposa de Pitón. O bien Gea se había vuelto aún más senil de lo que aparentaba y no controlaba ya a sus criaturas, o había escogido un nuevo adalid. Y Zeus no dudaba de que su abuela mantenía toda su lucidez.

Unas manos humanas lo habían rodeado con una gruesa cadena. Después, la dragona lo aferró entre sus garras y Tifón se despidió de él.

—Adiósss, poderosso Zeusss. Parrtess a un lugarr donde nunca volveráss a verr la luzss.

Algo restalló sobre su cabeza y un fuerte soplo de aire le azotó el rostro. Un segundo después, Zeus se encontró suspendido en el aire, y comprendió que Delfine había emprendido el vuelo. Zeus increpó a la dragona, y le ordenó que lo llevara de vuelta al Olimpo, o que al menos lo dejara en tierra. Pero la bestia sólo contestó con una carcajada serpentina. Volaron sobre el mar, casi rozando el agua; la espuma de las olas salpicó a Zeus más de una vez. Después el arrullo de la marea se perdió y Delfine empezó a elevarse. Zeus supo que estaban ya sobre tierra firme y que era su ocasión de escapar.

Ni las cadenas ni las garras de la dragona habían conseguido retenerlo. Pero luego, tras caer a tierra como un pedrusco inerte, si había huido de las llamas de Delfine había sido gracias a la ayuda de aquel joven tan fuerte que había cargado con él como si fuera una pluma. Tenía una sospecha sobre la identidad del joven, pero aún debía averiguar más sobre él.

 

Ya había amanecido cuando Alcides llegó con las botas nuevas. Zeus arrugó la nariz cuando las tomó en la mano.

—Huelen muy mal.

—El pastor sólo ha podido quitarle el pelo y la carne. Luego ha bañado la piel un rato en alumbre y sal, pero no esperarías que terminara de curtirla en una sola noche.

Zeus ignoraba que las pieles tuvieran que curtirse. Al menos sabía que las túnicas y los mantos tenían que tejerse, porque había visto a Atenea hacerlo.

Al recordar a Atenea, le pareció de pronto que el terrible pecado por el que la había castigado a destierro eterno no lo era tanto. En un momento de flaqueza, su hija había perdido el virgo. Pero su propia debilidad había sido peor, pues había dejado que le arrebataran los ojos, la mano y, sobre todo, el rayo. Ahora estaba en un lugar desconocido, a oscuras, ciego y manco, desposeído de todo. Y de pronto le pareció que la falta de Atenea era nimia.

Aquellos pensamientos eran estériles, pues no le ayudarían a recobrar lo que le pertenecía. Decidió que era más provechoso hablar con su benefactor y le preguntó su nombre. El joven se lo dijo, y también le recitó los nombres de su padre y de su madre y de unos cuantos ancestros; en particular, el del gran Perseo, de quien se sentía muy orgulloso.

—Por parte de él, desciendo del propio Zeus —añadió.

—En ese caso, la sangre que corre por tus venas es poderosa —dijo Zeus, y pensó para sí:
Ni tú mismo lo sabes bien, joven Alcides
—. Entonces, ¿estamos cerca de Tebas, la de las Siete Puertas?

Alcides le sacó de su error, le explicó que estaban a pocos estadios de Micenas y le contó de paso por qué lo habían desterrado de Tebas. Zeus se rió de buena gana.

—¡Si has hecho eso con un pobre maestro de música, no quisiera haber sido tu instructor de lucha!

—Ni tú ni nadie —se lamentó el joven—. Parece que todo el mundo me tiene miedo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Zeus, que oía unos chasquidos y un sonido de roce.

—Te estoy preparando un bastón. Así podrás caminar sin tropezar.

—Eres muy considerado.

—Eso deberías decírselo a mi padre, que está empeñado en que soy un bruto. Se cree que disfruto abusando de mi fuerza, pero no tiene razón.

Other books

Icarus. by Russell Andrews
Paintings from the Cave by Gary Paulsen
Ford County by John Grisham
In Your Corner by Sarah Castille