Señores del Olimpo (20 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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El dios se sonrió, y Hermes comprendió por qué. Estar por encima de Hera siempre satisfacía a su padre.

—¿No sentís temor viviendo tan cerca de un volcán?

—Las tierras alrededor de un volcán son más fértiles, ¡oh, Zeus!—repuso el rey—. Por eso nuestro vino es el mejor del Egeo. Aunque sin duda tú, acostumbrado a la ambrosía del...

—El cráter de ese volcán aún humea. La tierra despertará cualquier día.

—Sabemos que no lo hará —intervino Jenódice—. La diosa Gea nos protege gracias a nuestros sacrificios.

Oh, oh
, pensó Hermes.
No deberías mencionar la protección de ningún otro dios delante de mi padre.

Jenódice hizo una señal a un sirviente, que le trajo un ritón negro en forma de cabeza de toro.

—Mi señor Zeus, padre de mi padre Minos —dijo la reina—. Propongo una libación en honor de tu abuela, Gea, que te ayudó a derrotar a tu padre Cronos y convertirte en el señor del Olimpo.

Hermes chasqueó la lengua. No era conveniente recordarle a su padre que a veces había necesitado la ayuda de otros dioses. Ni siquiera si la persona que se lo mencionaba tenía unos ojos tan hermosos como Jenódice. Pero antes de que pudiera escuchar la respuesta de su padre, dos jóvenes sacerdotisas de esbelta cintura, largos rizos y vibrátiles pechos se acercaron a él.

—Mi señor Hermes —dijo la más morena de las dos—. Nos han contado que, en tu inmensa sabiduría, comprendes todos los signos que escriben los hombres.

—¿Acudís a mí por mi sabiduría y no por mi belleza ? Qué decepción.

Las dos muchachas se miraron entre risitas. Después, con un extraño desparpajo, lo llevaron cada una de un brazo hasta una mesita redonda montada sobre un trípode de bronce. En ella había un papiro que se mantenía abierto merced a unas pequeñas pesas de plomo.

—Ayer lo trajo un barco de Menfis —dijo la sacerdotisa del pelo cobrizo—. El capitán nos dijo que era un oráculo, compuesto por unos sacerdotes egipcios que te adoran bajo el nombre de Thot. Al parecer, es una predicción sobre el destino de la criatura conocida como Tifón.

Interesado, Hermes se inclinó sobre la mesa y deslizó el dedo por las líneas plagadas de hermosos caracteres jeroglíficos. Para entenderlos mejor, los fue leyendo en voz alta.


A Thot...dios de los mensajeros...escolta de las almas...señor de los mercaderes... patrono de los ladrones... protector de los embusteros.
Vaya, no sé si tomarme esto como un halago o... Veamos, ahora dice:
Cómo es posible... que el dios más marrullero... caiga en una celada. .. tan burda... Mira en tu bolsa... señor de los...

Hermes se negó a leer en voz alta el último signo, pues aquel epíteto era ultrajante. Levantó la mirada para exigir explicaciones y descubrió que las dos sacerdotisas se habían esfumado. Los demás comensales seguían celebrando el banquete, entre algarabía de voces, liras, flautas, crótalos y címbalos. Hurgó en el morral con los dedos y suspiró de alivio al comprobar que la hoz estaba dentro. Pero entonces se dio cuenta de que el tacto del mango era distinto. Se apresuró a sacarla y descubrió que aquella segur no era la misma que le había entregado Tetis, pues estaba tallada en una sola pieza de marfil y, obviamente, era ornamental.

Hermes volvió la mirada hacia su padre, que estaba a unos veinte pasos de él. En una fracción de segundo, se dio cuenta de que habían caído en una trampa. Zeus aún sostenía en la mano izquierda el espetón de carne y con la derecha levantaba el ritón que le había entregado Jenódice, para derramar unas gotas de vino sobre las brasas del hogar. La reina se había levantado el delantal y de debajo estaba sacando una hoz. La auténtica hoz adamantina.

Esa zorra me la ha robado mientras nos bañábamos.

—¡Padre! ¡Cuidado!

Hermes aceleró los latidos de su corazón inmortal y arrancó a correr a la velocidad que sólo él podía desplegar. Los comensales se apartaron a su paso, aunque dos funcionarios no fueron lo bastante rápidos y volaron como embestidos por una manada de toros. Jenódice ya había levantado en alto la hoz para golpear a Zeus. A ojos de Hermes, su brazo se movía tan despacio como una gota de resina resbalando por el tronco de un pino. Sabía que él iba a llegar antes, y cuando llegara, después de frenar el golpe, usaría esa misma hoz para partir en dos el cuerpo de aquella traidora.

De pronto, algo arañó su rostro y sus manos, y descubrió que no podía dar un paso más. Su propio impulso lo derribó, y rodó por las losas de mármol. Se debatió furioso, con la sensación de que mil manos minúsculas lo habían apresado y tiraban de él en todas direcciones. Entonces, delante de su ojo, clavado en el puente de su nariz, distinguió un filamento delgado y tenue como el hilo de una araña, y comprendió.

Era la red con la que Hefesto había apresado a Ares y Afrodita.

Hermes se revolvió en el suelo y miró a los lados. La red, una vez que se había cerrado sobre su víctima, empezó a hacerse visible, fina y dorada. Alguien la había tendido entre dos columnas; para interceptarle el camino a tan sólo a unos pasos de su padre...

Pero tú puedes escapar. ¡Eres Hermes, el rey de los ladrones!

En ese momento comprobó, para su espanto, que el movimiento de la hoz ya había terminado. Zeus se volvía hacia Jenódice con gesto de furia y dolor, levantando el brazo derecho, limpiamente cercenado por encima del codo. En el suelo, su mano se agitaba como si tuviera vida propia, mientras de entre sus dedos saltaban unas chispas inútiles.

Un fuerte golpe sacudió toda la sala, y la pared adornada por el fresco de Zeus entronizado se desmoronó de golpe. Entre gritos de terror, una gigantesca figura alada y armada con cuernos se materializó tras los escombros.

Tifón
, comprendió Hermes.
Es él quien nos ha dado caza
...

Impotente en la red, contempló cómo el monstruo giraba sobre su cintura y su cola, como una monstruosa serpiente de metal, golpeaba a Zeus en el pecho. El rey de los dioses voló hacia una columna y se estrelló de cabeza contra ella, rompiendo el recubrimiento de estuco y abriendo una grieta en el mármol. Mientras acudía a rematar a su enemigo caído, Tifón, casi al desgaire, atravesó con sus largas garras la espalda del rey Tesmio, que intentaba huir, lo agitó en el aire como un guiñapo y lo arrojó lejos de sí.

Los horrores no habían acabado. Un nuevo estruendo, aún más fuerte que el anterior, hizo retemblar todo el palacio. Hermes, cada vez más enredado en los hilos tejidos por el maldito Hefesto, se giró y vio cómo el techo de la galería central de la sala se desplomaba sobre los comensales que aún no habían conseguido huir. La criatura que había provocado el hundimiento se posó entre los escombros: un enorme dragón alado, aún más grande que Tifón, de escamas broncíneas y dos ojos amarillos que miraban con odio a Hermes.

Entonces comprendió que aún le esperaba un destino peor que a Zagreo.

El desafío de Tifón

Pasaron los días sin que en el Olimpo se recibieran noticias de Zeus. Atenea, tras la sentencia de destierro dictada por su padre, no había tardado en ordenar las pocas posesiones que pensaba llevar consigo: un arcón de ropas, el telar y sus armas, salvo la Égida, que Zeus le había prohibido utilizar. Durante esos días deambuló sola por los rincones más apartados del inmenso palacio celestial, y más a menudo permaneció encerrada en su propia morada, tejiendo el tapiz para la boda en Atenas mientras su mente vagaba sin rumbo por territorios sombríos. Nadie sabía lo que había sucedido entre Zeus y ella, pues su padre había despachado incluso a los Consagrados que custodiaban la escalera de la Atalaya para que no les llegaran ecos de su tormentosa conversación. Algunas diosas se habían interesado por Ganímedes, a quien no se había visto escanciar el vino en las cenas de las últimas noches; pero con su característico egotismo, los inmortales no se preocuparon más por el destino de un simple humano y se limitaron a conjeturar que tal vez Zeus se había aburrido de su presencia.

Ni la propia Atenea sabía muy bien qué la retenía en el Olimpo. Quizá esperaba tener una última visión de su padre, aunque fuera lejana. O que tras vencer a Tifón Zeus regresara satisfecho y se sintiese lo bastante generoso para perdonarla. O tal vez la única razón era que no sabía qué hacer ni adonde ir. Al principio se le ocurrió retirarse a Atenas, pero después pensó que estaba demasiado cerca del Olimpo, que debía poner algún mar de por medio entre ella y el resto de los dioses, huir a algún rincón apartado del mundo, la lejana India, las fuentes del Nilo o las brumosas Casitérides, donde nadie de su familia pudiera visitarla para regocijarse en su humillación.

Y así se cumplieron tres días, y amaneció el cuarto. A menudo Zeus se había ausentado más tiempo, pero siempre lo había hecho con el pretexto de recorrer de incógnito los reinos de la tierra y comprobar si se cumplían sus leyes, y con el propósito real de visitar a las hembras mortales de las que se había encaprichado. La inquietud empezaba a cundir por el Olimpo. Hasta ese momento nadie había dudado de que el rey de los dioses aplastaría a la criatura Tifón que se había atrevido a desafiarlo. Más ahora, al no tener noticias de él, empezaban a formarse corrillos y cenáculos en los que se recordaba con espanto que aquella bestia había devorado a un dios, y se preguntaban por qué aún no llegaban noticias de Zeus.

—Seguramente ese monstruo, al enterarse de que llegaba Zeus, se escondió o huyó a alguna otra isla —decía Hera—. Conociendo la soberbia de mi marido, no querrá volver aquí con las manos vacías y reconocer que Tifón se le ha escapado.

—Aún así —le sugirió Atenea—, deberías enviar a Iris o a Angelia a la isla de Atlas para que averigüen algo.

—No. Ya sabemos cómo es Zeus. Se lo tomaría como una intromisión o una falta de confianza. No, no le ofreceré una excusa para que tenga nada que reprocharme. ¡Nadie se acercará a la isla de Atlas mientras él no regrese!

 

 

Era el cuarto día de ausencia de Zeus, y la víspera de la expedición contra los gigantes. Hefesto había trabajado toda la jornada, forjando las armas solicitadas por Ares. Nunca antes en la fragua del Olimpo habían resonado tanto los martillos, un incesante y obsesivo batintín de campanas metálicas. Los incansables cíclopes, al ver triste a su jefe, improvisaron un himno en su honor con sus voces atenoradas:

Cantad, Musas de voz de plata, a Hefesto,

Célebre por sus talentos,

El que con Atenea de ojos glaucos

Enseñó espléndidos oficios a los hombres

Que, como fieras habitaban las grutas.

Agradecido de que alguien reconociera sus méritos, Hefesto se animó un poco y terminó con los últimos detalles del peto y el espaldar de la coraza de Ares. Iba a ser una armadura espléndida, forjada en el mejor acero, con ataujías de oro y cobre, fabricada con placas que cubrían todo el cuerpo de la cabeza a los pies y a la vez permitían libertad de movimientos. Ataviado con esa panoplia, Ares sería una visión aún más terrorífica para sus enemigos. Hefesto sabía que no conseguiría terminarla en dos días, pero ya había calculado cómo repartirse el trabajo para forjar las piezas menores durante su viaje al norte. El escudo lo había terminado la víspera, y era una pieza de la que se sentía particularmente orgulloso: un gran disco de metal que sólo un brazo como el de Ares podría levantar, encantado con sortilegios que atraerían a su broquel todos los proyectiles dirigidos contra el cuerpo de su propietario.

Cuando terminó de remachar la coraza, decidió que bien podía descansar un rato. Mientras los cíclopes hacían un alto para cenar, él le dio una palmada a Brontes en el muslo.

—Viejo amigo, te dejo al cargo de la fragua.

—Volveremos al trabajo en seguida, Hefesto —le prometió el cíclope.

Hefesto se había ido animando al ritmo de los cánticos y de su propio martillo. De pronto, le vino a la cabeza la imagen de su esposa Afrodita desnuda, y se dio cuenta de que un invitado inesperado aporreaba la puerta de cuero de su mandil. Ésa era una ocasión que no se podía desaprovechar. Tal vez, si después de tanto tiempo volvía a hacer uso de su infortunado matrimonio, Afrodita no tendría que buscar satisfacción en otra parte.

Qué estupidez
, se dijo, mientras se quitaba el mandil en su taller privado y ordenaba a la doncella autómata que le limpiara con una esponja. Era necio esperar que su esposa dejara de ser promiscua, pues no podía hacer otra cosa que obedecer a su naturaleza, del mismo modo que Hefesto obedecía a la suya martilleando sin cesar en la forja día tras día.
Pero al menos esta noche disfrutaré de un buen revolcón
, pensó frotándose las manos mientras el elevador que él mismo había fabricado lo izaba a las alturas del Olimpo.

Cuando llegó a su mansión, abrió la puerta con una contraseña que sólo él conocía. Su hogar estaba plagado de ingeniosos dispositivos, muchos de los cuales los había fabricado para vigilar o confinar a su esposa: candados que sólo obedecían a su voz, prismas de cristal que retenían la luz tanto tiempo que cuando uno miraba por el otro lado podía ver imágenes de lo sucedido en la alcoba una hora antes, líquidos invisibles que revelaban huellas o tornos de alfareros que giraban por sí solos y grababan en vasijas de barro las huellas de las palabras pronunciadas.

Por desgracia para el pobre herrero, sus celos no hacían más que animar a Afrodita a pasar más tiempo fuera de casa, e incluso a exhibirse sin ropa mientras la masajeaban en un mirador por el que cualquier dios podía pasar.

—¡Esposa, aquí estoy! —exclamó al abrir la puerta, y se empezó a soltar el cíngulo con la intención de dejar la túnica en el atrio y aparecer desnudo en la alcoba. ¡Ay de Afrodita si esta vez se reía de él!

En ese momento sonaron pasos apresurados en el piso de arriba, y una puerta se cerró de golpe. Hefesto subió corriendo la escalera de mármol que llevaba a la alcoba.

La propia alcoba era el regalo de bodas que Hefesto le había hecho a su esposa: ni el propio Zeus poseía una más grande ni lujosa. Las paredes estaban decoradas con frescos que superaban a las pinturas de egipcios y cretenses en belleza tanto como los dioses superan a los mortales en poder. Pero la principal maravilla era el techo, una cúpula de bronce en la que Hefesto había encastrado miles de joyas que imitaban la disposición y los colores de las estrellas del firmamento. De esta manera homenajeaba a su esposa, hija del poderoso Urano.

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