Señores del Olimpo (19 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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Tras la muerte de la vidente, las sirvientas del templo comunicaban a los peregrinos aquello que les pareciera oportuno, y el resto de las visiones se las reservaban para información de Gea. Ella, obedeciendo a su capricho o a su conveniencia, se las contaba a veces al propio Zeus. Así había averiguado él cómo derrotar a Cronos, o por qué no debía concebir hijos varones con Metis.

La puerta del áditon se abrió chirriando. Al otro lado, entre sombras impenetrables, brillaban dos grandes brasas y se oía un ronquido lento y profundo. Zeus sabía que eran los ojos rojos y el aliento de Pitón, el dragón que vigilaba el santuario. Sus pupilas alargadas se contrajeron al ver al dios, que sintió el odio que destilaba su mirada como el roce de una piel escamosa y fría.

Algún día saldrás de ahí.
Y ese día haré que te salten chispas desde los dientes hasta la punta de la cola.

Gea salió del áditon y acudió a saludar a su nieto, precedida por un intenso hedor a lodo y humus en descomposición. Vestía un manto oscuro y cerrado del que sólo asomaban sus manos sarmentosas. Una capucha cubría sus cabellos, si es que aún le quedaban. De cintura para abajo no tenía piernas, o así lo sospechaba Zeus, pues la anciana no caminaba, sino que se deslizaba sobre el suelo con un viscoso borboteo dejando tras de sí un rastro de barro. Era sabido que Gea no podía separarse del suelo, pues ella era la Tierra y la Tierra era ella.

—Mi nieto favorito —le saludó Gea, con una voz tan rugosa y quebradiza como sus rasgos.

—Abuela —contestó Zeus, agachándose para besar la mano que le tendía la diosa.

Gea levantó la mirada para contemplar a Zeus, que le sacaba más de un codo de estatura. Sus ojos eran dos bolas de ámbar fosforescentes con un punto negro en el interior.

—Sé a qué has venido, hijo mío —dijo, con una sonrisa desdentada. Aunque Zeus fuera su nieto, siempre se dirigía a él como
hijo
.

—Es tu privilegio conocerlo todo —repuso Zeus, y añadió con cierto retintín—: Incluso el porvenir.

—Sé que te ha surgido un competidor.

—¿Es cierto que ese monstruo que se hace llamar Tifón es hijo de Cronos?

—Oh, eso deberías consultárselo a él.

—Cronos me sugirió que te preguntara a ti.

Los ojos ambarinos se entrecerraron un instante y Zeus notó una tenue trepidación bajo sus pies. En su experiencia, eso significaba que Gea estaba consultando las memorias de la tierra que la sustentaba.

—Sólo puedo decirte que el origen de la criatura llamada Tifón, es un huevo de dragón —dijo por fin.

—Los dragones son tus criaturas, abuela. Tú sabes más de ellos que nadie.

En la época de los Titanes, había al menos quince dragones sobre la tierra. Considerando que aquellos enormes reptiles alados tenían la piel cubierta de escamas impenetrables, el aliento ponzoñoso, la respiración de fuego y la sangre corrosiva, quince suponían una auténtica plaga para el resto de los vivientes. Zeus y Poseidón habían destruido a siete. A seis los habían encerrado en el Tártaro, pese a las protestas de Gea. Ahora sólo quedaban dos: el propio Pitón y su esposa Delfine. Y uno de ellos, o los dos, estaban sirviendo de cabalgadura a Tifón.

—Él no es del todo un dragón —dijo su abuela—. Por lo que sé también hay algo de dios en su naturaleza. Pero no temas, hijo mío. Ven, ¿por qué no te sientas aquí? —le dijo, señalándole un poyo de piedra junto a la pared del templo—. Mi viejo cuello sufre de mirar para arriba. ¡Eres tan buen mozo!

Zeus se sentó, pero aún así tuvo que bajar la mirada para hablar con su abuela. Ella le apretó la rodilla. A través de la túnica sintió sus dedos, tibios y pegajosos como babosas.

—De mi seno jamás ha salido ninguna criatura que pueda igualarte, Zeus. Eres más poderoso que Tifón. ¿Por qué te atormentas entonces?

—Tifón no es mi única preocupación, abuela —dijo Zeus—. Hay otras cosas que afligen mi ánimo.

—Confíamelas, hijo mío.

—Temo por la raza de los hombres, abuela.

—Los hombres. —Gea siseó como una serpiente—. Los hombres. Siempre los hombres. ¡Me cansan! Son grandes como los cerdos y numerosos como las hormigas. Su peso me aflige. No me gusta que quemen los árboles que me cubren. No me gusta que me claven sus rejas de metal. Y aún me gusta menos que se atrevan a fundir el hierro de mis entrañas.

—No es de tus entrañas, abuela. Sólo lo toman de las piedras rojizas que encuentran por el suelo, las sobras que se desprenden de tu piel.

—Eso es ahora. Pronto se atreverán a más. ¡Pronto intentarán llegar a mi corazón! Conozco bien a esa raza de insolentes y sé que no se detendrán ante nada.

—Recuerda que yo creé a los hombres, abuela —dijo Zeus, irguiendo los poderosos hombros.

—Tú y Prometeo —puntualizó ella.

—Sí, yo y Prometeo. Pero fueron creados a mi imagen, y me complace que sigan existiendo y me hagan sacrificios.

—Entonces, si forman parte de tu reino, deberías controlarlos mejor y reprimir su insolencia.

—Lo haré, abuela, ya que es tu deseo. Pero a cambio te pido que tú también vigiles tu reino.

—¿Yo? Prácticamente lo he dejado todo en tus manos. Estoy muy vieja y cansada para encargarme de nada.

Zeus suspiró y se frotó los muslos.

—Me temo que se avecina un invierno terrible. Y si volvemos a sufrir un verano que no sea verano, muchas criaturas morirán. No sólo los humanos.

—Yo no gobierno las estaciones —gruñó Gea—. Tú eres el dios del cielo, hijo mío.

Zeus frunció el ceño. Le molestaba reconocer que no era omnipotente. Pero aunque podía invocar vientos y tormentas, el resto no estaba en su mano. En ese mismo instante, todas las tierras en miles de estadios alrededor de Delfos se hallaban cubiertas de nubes. Pero aquellas nubes no las había traído el viento ni ninguna borrasca del lejano mar occidental. Habían brotado del suelo, de una ingente masa de humedad exudada por la propia Gea con alguna oscura intención que a Zeus no le hacía presagiar nada bueno.

—Hoy todo el cielo está encapotado.

—Eso es bueno, hijo. Las plantas agradecen la lluvia.

—Pero también agradecen la luz del sol. Y cada vez llega menos porque el aire está más sucio.

—¿Acaso me culpas a mí de eso?

—Podrías controlar tus volcanes...

—Ah, mis volcanes… Ya sabes que en mi interior arden muchos fuegos y tengo que desahogarlos. Procuro hacerlo sin causar demasiado daño a mis hijos. Y me refiero a
todos
mis hijos, ¿sabes? Porque no sólo hay hombres en este mundo. También están los sátiros, y las ménades, y los...

—Los volcanes, abuela.

—¡Lo siento, pero a veces ni yo misma puedo contener esas erupciones!

Zeus agachó la cabeza. Prefería no insistir. Le bastaba con que su abuela supiera que se había dado cuenta de lo que sucedía. El cráter de la isla de Atlas, las montañas de fuego de Italia y Sicilia, el altísimo volcán del Cáucaso donde estaba encadenado Prometeo: todos, de una forma discreta pero persistente, casi insidiosa, llevaban más de un año arrojando humo y cenizas al cielo. Esas cenizas se quedaban flotando en las alturas, no muy lejos del ardiente éter, tejiendo una mortaja casi invisible, pero cada vez más espesa. Nadie había reparado en que los rayos del sol llegaban cada vez más débiles, pues el cambio era tan gradual que dioses y mortales se habían acostumbrado a él. Nadie, salvo Apolo, que dependía de ellos para desplegar su poder.

Y salvo Zeus, que acababa de entregar a Gea su mensaje:
Deja de hacer travesuras, abuela. Me he dado cuenta.

Pero ahora dijo:

—Lo sé, abuela. No quería incomodarte. Sé que tu responsabilidad es pesada.

—Lo es. He pensado en retirarme...

Aquello sí que era una sorpresa. Zeus miró a los ojos de Gea para saber si mentía o bromeaba; pero, si aquellas bolas de ámbar tenían expresión, él ignoraba cómo descifrarla.

—¿Retirarte?

—El peso del tiempo me vence, hijo mío. Quiero reposar. Bajaré por la gruta que conduce al corazón de la tierra y dormiré. Sí, el largo sueño me llama.

—Entiendo que estés cansada, abuela. Pero ¿quién cuidará de tu reino?

—Tú —dijo ella, apretándole la mano izquierda—. Has demostrado durante todo este tiempo que eres un buen gobernante. Sé que puedo dejarlo todo en tus manos. Te daré las llaves del áditon, y todo será tuyo...

—No defraudaré tu confianza.

—...cuando superes una última prueba.

—¿Cuál, abuela?

—Tráeme la cabeza de esa abominación, y yo te daré las llaves del corazón de mi reino —dijo, señalando a la puerta del áditon—. Sí, entrégame la cabeza de Tifón y Delfos será tuyo.

Zeus se puso en pie y se frotó las manos en los muslos.

—Te la traeré, abuela. Y tú podrás descansar.

Bajo el volcán

Aunque no fuera en compañía de Tetis, Hermes tuvo al final el placentero baño que había imaginado al empezar el día: sentado en una amplia pileta llena de agua termal del propio volcán, con la reina Jenódice desnuda a su lado, mientras cuatro esclavas les frotaban la espalda y las plantas de los pies con piedra pómez de la propia isla; una sensación áspera y suave a la vez, que Hermes encontró deliciosa. Tan deliciosa como los placeres que le insinuó Jenódice para más adelante.

Después, mientras se ultimaban los preparativos del festín, le agasajaron con una exhibición del ritual del toro, otra influencia cretense. Hermes se divirtió y aplaudió con los demás al ver a jóvenes de ambos sexos ataviados tan sólo con faldellines y taparrabos que hacían acrobacias sobre los cuernos de un enorme toro negro.

Terminado el ritual, el rey Tesmio acompañó a Hermes a la sala de audiencias. La habían construido a imagen del palacio de Minos en Cnossos, mas con la intención de superarlo. Y en verdad que lo habían conseguido. Los techos, artesonados y sustentados sobre decenas de columnas estucadas y pintadas de ocre, azul y rojo, se alzaban a veinte codos de altura. Los suelos de mármol jaspeado brillaban como espejos, y las paredes estaban decoradas con elegantes motivos florales y marinos, y también con animadas escenas de pesca y caza y del propio ritual del toro.

El rey había hecho disponer bajo las columnatas seis mesas de más de cuarenta codos de largo, que ya estaban cubiertas de viandas, copas de cristal y alabastro, y bandejas de plata y electro. Asistían más de doscientos comensales, entre funcionarios, sacerdotisas, militares, armadores y mercaderes, muchos de ellos extranjeros de paso. Hombres y mujeres se mezclaban por igual, todos con ropas abigarradas y vistosas, pues la de Atlas era una sociedad próspera que gustaba de admirar su propia belleza. Las mujeres mostraban sus cabellos rizados con tenacillas calientes y exhibían los pechos maquillados para parecer más blancos, mientras que los hombres lucían mejillas afeitadas y cabellos lustrosos de aceite.

Por fin llegó Zeus, vestido con un manto púrpura y una túnica azul, ceñida con un grueso cíngulo de oro, que le hacía parecer aún más alto y ancho de hombros. Los comensales se pusieron en pie, y los músicos entonaron un himno que un aedo local había compuesto a toda prisa. El dios recibió el homenaje con gesto impaciente, esperó a que acabara el canto, probó un bocado de carne para inaugurar el banquete y en seguida se acercó a Hermes para llevárselo a un aparte en una columnata lateral.

—¿Has averiguado dónde están Tifón y ese dragón que utiliza de acémila?

—Creo que dentro del volcán.

—¿Crees?

—Eso me ha dicho la reina Jenódice.

—¿No has subido tú mismo a comprobarlo?

—Lo siento. No me pediste que lo hiciera.

Zeus, con un bufido, hizo un comentario entre dientes sobre Iris, que sin duda habría mostrado más iniciativa y habría sido más eficaz que su propio hijo Hermes no entendía por qué Zeus estaba tan irritado con él desde que se había levantado.

—Eres tú quien quiere pelearse con esa criatura, padre, no yo.

—Vamos a subir a ese volcán ahora mismo —dijo Zeus, haciendo caso omiso de la pequeña rebelión de su hijo.

—¿Tú y yo?

—Sí. Tú proclamarás mi desafío, y cuando Tifón salga de su cubil lo fulminaré, y después le cortaré la cabeza y la pondré en mi carro como trofeo.

—Claro, padre.
—¿Has pensado en que también hay un dragón de por medio?
, pensó, pero su objeción fue—: Esta gente ha preparado un banquete en tu honor. No deberíamos retirarnos tan pronto.

—No es momento de banquetes.

El propio rey Tesmio vigilaba su conversación desde el fuego del hogar, donde se asaban suculentas tajadas de carne de buey. Hermes se acercó más a su padre y susurró:

—Han traído manjares y vinos de toda la isla. Hay gente que mañana pasará hambre por rendirte homenaje hoy. Creo que sería correcto que compartieras al menos un poco de tiempo con ellos. Y no es bueno ir a la batalla con el estómago vacío.

Zeus suspiró. Eran sus propias normas y lo sabía.

—Está bien. Perderemos un poco de tiempo con estos refinados isleños.

El dios caminó hasta el extremo de la sala, seguido por las miradas temerosas de los asistentes, que comentaban entre susurros lo alto y musculoso que era el rey del Olimpo. Subió los tres escalones que llevaban junto al trono y el hogar circular, y se dio la vuelta para saludar a los comensales alzando la mano izquierda. Hermes sonrió al ver que detrás de su padre había un fresco que lo representaba sentado en su trono y con un cetro de oro en la mano, aunque en la pintura no llevaba barba, sino que tenía el rostro afeitado según la moda de la isla.
Casi se parece más a mí que a él
, pensó.

Tesmio se acercó al dios del trueno frotándose las manos y haciendo nerviosas reverencias. Jenódice, con más dominio de sí misma, le ofreció una brocheta de cobre en la que había ensartado jugosas porciones de lomo de buey. Para la ocasión, se había cambiado de ropa y llevaba una falda y una chaquetilla aún más vistosas que por la mañana.

—Vuestra ciudad es cada día más próspera —dijo Zeus, con desgana.

—Así es, padre de los dioses —respondió Tesmio—. Para agradecerte esa prosperidad, he pensado en erigir un nuevo templo consagrado a tu persona.

Zeus movió apenas la barbilla, aceptando con naturalidad el honor que se le debía mientras masticaba un trozo de carne.

—¿Dónde lo levantarás? —preguntó.

—Por encima del templo de tu esposa Hera, en la ladera del volcán, ¡oh, magnánimo Zeus!

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