—No. Esperaba a que estuviéramos reunidos.
—Pues ya estamos todos los que tenemos que estar —dijo Hera, en tono seco—. Lee el mensaje de Tifón.
El papiro estaba escrito con signos egipcios. Mientras lo leía, Hermes levantaba la mirada de vez en cuando, como si quisiera pedir disculpas a los demás dioses por las atrocidades que su voz estaba pronunciando.
«Salve, dioses del Olimpo. Este es un mensaje de vuestro nuevo señor, Tifón, hijo de Cronos, señor del mundo. Os envío los ojos del que se hacía llamar dios supremo, ese pequeño Zeus que suplicó piedad a mis pies cuando lo derroté con mi poder. Pues Este es tan infinitamente superior al suyo y a los vuestros juntos como el de u
n león al de una miserable cucaracha. Os envío los ojos de ese patético fornicador, pues es todo lo que queda de él. El
resto lo devoré, y ahora su carne y sus huesos hacen compañía en mi estómago a los del patético diosecillo al que conocíais por Zagreo.
»Puesto que ahora soy vuestro señor, en breve me plantaré en vuestra morada del Olimpo y os haré conocer mi poder. Éstos son mis planes para vosotros:
»En primer lugar, abriré las puertas del Tártaro y liberaré a los titanes, mis parientes de sangre, legítimos señores del Olimpo a los que vosotros y vuestro reyezuelo Zeus encarcelasteis allí de forma inicua.
«Después me encargaré de cada uno de vosotros.
»A Hefesto le tengo guardadas las cadenas con las que ató a Prometeo a un dragón alado que le devorará los intestinos al igual que el águila de Zeus devora el hígado del titán injustamente condenado.
»A Hermes he tenido la generosidad de liberarlo para que os llevara mi mensaje, pero cuando llegue al Olimpo lo encerraré en una jaula aún más pequeña, para que pase la eternidad con la cabeza escondida entre sus propios tobillos.
»A la dulce Afrodita la consagraré como virgen a mi servicio...»
—¡Ja! ¡Eso habrá que verlo! —saltó la diosa, y desprendió otra uva del racimo.
»…como virgen a mi servicio. A Ártemis y Atenea les haré conocer el yugo del matrimonio, mientras encadenado a la pata de la cama, castrado y sin ojos, el bello Apolo cantará un himno nupcial con su afamada lira. Y cuando me haya hartado de ellas, se las entregaré a mis cien hijos para que hagan con ellas lo que se les antoje.
»Ares tendrá que sostener...
—¡No pienso seguir oyendo esta sarta de necedades! —exclamó Ártemis, y antes de que Hermes pudiera reaccionar le quitó el papiro y lo arrojó a las llamas de un brasero de bronce.
—¡Insensata! —dijo Hera—. Ahora no sabremos qué condiciones quiere exigir Tifón.
—¿Condiciones? —intervino Atenea—. ¿He oído bien? ¿Es que quieres escuchar las condiciones de ese monstruo?
—Ahórranos tu indignación, Atenea —replicó Hera—. Tenemos que ser realistas. Zeus era el más poderoso entre todos nosotros. Si Tifón ha conseguido destruirlo, es que es invencible. Al fin y al cabo, sólo se trata de cambiar a un déspota por otro.
—¡Estás hablando de tu marido y hermano!
—Tenía que ser —sollozó Hestia—. Tenía que acabar así. No podíamos...
—¡Cállate!—dijo Hera—. No es momento para gimoteos.
—En verdad que no lo es —dijo Apolo—. Tifón no es nuestro único problema. Tenemos otra urgencia.
El gesto del dios era tan grave que todos guardaron silencio y le prestaron atención. Apolo les explicó que dos días antes había partido por fin a cumplir la misión que Zeus le había encomendado: proteger la caravana sagrada. Puesto que no escampaba, al final decidió recurrir a un carro alado como los demás dioses y voló directo hacia el norte a unos mil codos de altura, por debajo de las nubes que encapotaban el cielo de horizonte a horizonte.
Antes de llegar al gran río Istro, había encontrado los restos de la expedición sagrada: carromatos quemados, caballos destripados, armas desperdigadas y cadáveres, muchos cadáveres, semienterrados en la nieve. La llegada de Apolo espantó a los lobos y otras alimañas que hozaban entre los cuerpos. No había dejado de nevar en varios días, y eso había cubierto las huellas, por lo que no pudo saber en qué dirección se habían marchado los atacantes, si habían vuelto a cruzar el Istro o estaban más al sur. Pero los indicios que encontró en el campo de batalla le convencieron de que, como se temía cuando tuvo la primera visión del desastre desde el aire, el ataque había sido obra de gigantes. Los muertos estaban destrozados, machacados: no había tajos ni heridas punzantes, pero sí cabezas aplastadas, miembros desgajados y troncos reducidos a pulpa. Las corazas no les habían servido de nada a los Consagrados tesalios que custodiaban el convoy.
Tan sólo había encontrado a un superviviente. Catreo, príncipe de Hieróptolis, yacía bajo los restos de un carro. Al parecer, el golpe que lo derribó lo había alcanzado sólo de refilón, por lo que quedó inconsciente y protegido de la vista de los asaltantes. Cuando Apolo lo recogió, tenía los labios azules, las manos y los pies congelados y apenas respiraba. Apolo le había impuesto la mano en la frente y había conseguido que recuperara el aliento. Aún así, el humano estaba demasiado débil para hablar, por lo que se lo había traído de vuelta al Olimpo. Allí, tras ungir sus miembros con una mezcla de vino y ambrosía, se había recuperado lo suficiente para contar que, tal y como sospechaba Apolo, el ataque a la caravana había sido obra de gigantes.
—¿Qué ha pasado con los ingredientes de la ambrosía? —preguntó Afrodita, incorporándose en el diván. Hasta ese momento había seguido la conversación con aburrida indolencia.
—Se los han llevado los gigantes —respondió Apolo.
—¿Que se los han llevado? —intervino Hera—. ¿Y cuándo has sabido eso?
—Hace dos días. Lo acabo de explicar.
—¿Por qué no nos has dicho nada? ¿Por qué no me has informado a mí? ¡En ausencia de mi marido soy la señora del Olimpo!
—Ahora te estoy informando,
potnia
Hera —dijo Apolo, recalcando el título de
venerable
en tono sarcástico—. Estaba esperando al regreso de Zeus, y mientras tanto yo mismo intenté encontrar a los gigantes que habían robado la ambrosía.
—Deberías haber contado conmigo. No es una cuestión personal tuya.
—Sí que lo es. Entre los cadáveres encontré los de mis hijos, Doro y Polipetes.
Los dioses no solían sentir un apego excesivo por sus vástagos mortales; al fin y al cabo, llevaban mucho tiempo engendrándolos y acostumbrándose a que murieran en unos cuantos años, como mucho ciento cincuenta si en sus venas el icor predominaba sobre la sangre. Pero cuando alguien se atrevía a dañarlos, montaban en cólera, lo que a menudo había provocado enconados enfrentamientos entre ellos mismos.
—¿Qué hiciste entonces? —preguntó Atenea.
Esa misma tarde, tras dejar a Carreo en manos de Asclepio, Apolo regresó al norte a buscar a los gigantes. Pero las nubes estaban aún más bajas que por la mañana, y había zonas enteras cubiertas por espesos bancales de niebla que ni siquiera dejaban ver el suelo. Por la noche tuvo que rendirse y regresar al Olimpo.
—Hasta hoy no he sabido nada de los gigantes —prosiguió—. Era ya media tarde cuando me topé con ellos al norte de los montes Ródope, no muy lejos de los límites de Tracia.
—¡Los habrás aniquilado allí mismo! —dijo Hera.
—Eran mucho más numerosos de lo que me esperaba. Debía haber mil de los pequeños y más de cien de los pétreos —dijo Apolo. Los dioses llamaban
pétreos
a los gigantes ya adultos, que sobrepasaban los ocho codos de estatura y tenían la piel rocosa—. Y también estaban los Quince. Allí vi a ese desvergonzado de Ticio, y también a Encelado, Palas, Porfirión, Enaltes, Toante, los mismos que trabajaron para construir este palacio. ¿Crees que podía aniquilarlos a todos?
En vez de luchar, Apolo se tragó su ira y, desde el aire, invocó al jefe de aquel ejército. Fue Alcioneo, un coloso de más de quince codos, quien se puso en pie. La voz del gigante era un ronquido áspero, y aún más áspero fue su mensaje: Pues reconoció que ellos habían asaltado la caravana para robar los ingredientes de la ambrosía, y desafiaban a los dioses a venir a quitárselos.
Apolo comprobó desde lo alto que un círculo de pétreos rodeaba tres carromatos cubiertos con lonas. No llevaban caballos: los habían matado a todos durante el asalto, pues no los necesitaban para tirar de los carros. El agudo ojo de Apolo distinguió también la presencia de dos mujeres, atadas sobre el pescante del primer vehículo; sin duda eran Hipéroque y Laódice, pues no había encontrado sus cadáveres entre los demás. Qué destino podían sufrir dos hembras mortales entre los gigantes, prefería no pensarlo.
Apolo les exigió que le devolvieran los ingredientes de la ambrosía, pero Alcioneo se burló de él.
Quítanoslos tú mismo, amigo del sol
, le dijo. El dios pensó en utilizar su arco desde las alturas, pero no tenía más que treinta flechas, y los gigantes parecían innumerables.
Y no sólo estaban ellos. Apolo sobrevoló aquella horda, sorteando insultos y alguna flecha que volvía al suelo antes de rozar su carro. Desde el aire, pudo comprobar que los gigantes eran la avanzada de todo un ejército. Por detrás venían multitudes de sátiros, ménades, centauros y hamadríades. Incluso vio humanos, bárbaros cimerios de costumbres tan repulsivas como los propios gigantes. Toda una horda que se dirigía hacia el sur huyendo de los fríos. Pero no era ése su único propósito.
—Es un ejército invasor —dijo Apolo—. Alcioneo me declaró su intención. No se conforman con habernos robado la ambrosía: piensan atacar el Olimpo.
—¿Cómo pueden ser tan osados? —preguntó Deméter.
—No sé cómo les ha llegado la noticia, pero ya saben que Zeus ha sido derrotado por Tifón.
El tono de Apolo seguía siendo sereno, pero las implicaciones de sus palabras eran terribles.
—Cuando Alcioneo me dijo lo que le había pasado a Zeus, volé de regreso para comprobar si lo que decía era cierto. Aquí me encontré con Hermes y supe que todo era verdad. Pero preferí que fuera él, testigo de los hechos, quien os los contara.
»Lo cierto es esto: los gigantes saben que los rayos de Zeus ya no se interponen entre ellos y el Olimpo, y están dispuestos a tomar el puente del Arco Iris y llamar a nuestra puerta.
—¡Ja! —se rió Afrodita—. ¡Eso es imposible! Aquí arriba estamos seguros. —La diosa del amor miró a su alrededor, buscando respaldo, pero sólo halló caras preocupadas, así que se volvió hacia su idolatrado Ares—. ¿O no es verdad que estamos seguros?
El dios de la guerra, sin importarle que Hefesto estuviera delante, se arrodilló junto al diván de Afrodita y tomó sus delicadas manos entre las suyas.
—¡Ningún gigante pondrá el pie en el Olimpo mientras siga corriendo icor por las venas de Ares! —Después se levantó y alzó un puño al techo. En aquella sala, él casi parecía un gigante—. Ni siquiera llegarán a pisar los valles de Macedonia. ¡Mis tracios y yo los detendremos mucho antes de que lleguen al mar!
—No dudo de tu poder, Ares —dijo Apolo—, pero esos gigantes son muy numerosos.
—Tengo cien mil guerreros. Más que suficientes para aniquilarlos.
—Ya te he dicho que no hay sólo gigantes. Tendrás que luchar contra centauros y sátiros, por no hablar de los cimerios.
—De ésos se encargarán mis tracios. Para los gigantes, nos bastamos yo, Fobos y Deimos —se jactó Ares, aporreándose la coraza con su enorme puño.
—Debes escuchar a Apolo —recomendó Hefesto—. Él ha visto a ese...
—¡Tú cállate, herrero cojo! Te llevo conmigo para que forjes y repares armas, no para que opines de tácticas. Tranquila, madre —añadió dirigiéndose a Hera—. Antes de diez días estaré de regreso, y las cabezas de Alcioneo y Ticio vendrán colgadas de mi carro. Y de paso traeré las manzanas doradas que mi hermana necesita para mezclar la ambrosía.
—Y falta que nos hará —intervino Hebe, que hasta entonces había estado callada. Su gesto era el más preocupado de todos—. Nos queda ambrosía para dos meses.
—¿Dos meses nada más? —estalló Afrodita indignada—. ¿Cómo has podido ser tan poco previsora?
—Deja a mi hija tranquila —terció Hera.
—Gasté una gran cantidad para agasajar a los dioses que asistieron a la asamblea —dijo Hebe, con voz tímida.
—¡Haber gastado menos, cabeza hueca! ¡Mira que desperdiciar ambrosía con toda esa colección de rústicos advenedizos!
—Escucha, hija del miembro de Urano —terció Ártemis—. Si no te hubieras dedicado a fornicar con Ares, Zeus no habría tenido que desterrarlo, y si no lo hubiera desterrado no habría tenido que readmitirlo con tanta pompa. Tú tienes más culpa que nadie.
—A ti no te ha dedicado nadie ningún voto en este sacrificio, especie de virago —contestó Afrodita—. Escucha, Apolo. Lo que debes hacer es volar cuanto antes a Hiperbórea y conseguir los ingredientes de la ambrosía. ¡Y esta vez tráelos tú mismo, en lugar de confiárselos a esos inútiles humanos!
—¡Buena idea! —corroboró Ares.
—Dejando aparte la cuestión de que no soy tu recadero, hija de Urano —dijo Apolo—, hay un ingrediente fundamental que no podré conseguir. Las manzanas de oro de las Hespérides.
—¿Por qué?
—Porque el árbol del que salen no volverá a dar frutos hasta la primavera.
—¿Pero en Hiperbórea no reina una primavera perpetua? —preguntó Hera, casi tan preocupada como Afrodita por el previsible racionamiento de ambrosía.
—Una vez que se recolectan las manzanas, el árbol necesita un año para recuperarse y producir otras —explicó Apolo, fingiendo una paciencia que estaba lejos de sentir.
—En ese caso —dijo Afrodita—, es evidente lo que tenemos que hacer. O más bien lo que no tenemos que hacer.
—¿A qué te refieres? —preguntó Hebe.
—No se te ocurra enviar ni un solo barril de ambrosía más a los palacios de Hades ni de Poseidón. Y no repartas más ambrosía entre los dioses menores del Olimpo. Si la reservas para los que estamos aquí, tendremos de sobra hasta que las manzanas de las Hespérides vuelvan a brotar.
—¿Crees que las demás divinidades estarán de acuerdo? —preguntó Artemis—. ¿Supones que las Cárites seguirán siendo tan amigas tuyas cuando sepan que tú te bañas en ambrosía y a ella ni siquiera se la dejas oler?
—Me da igual lo que les pase a los demás. Yo no puedo prescindir de la ambrosía. ¿Cómo pretendéis que le salgan arrugas a la diosa del amor y de la belleza?