Retrato de un asesino (19 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

BOOK: Retrato de un asesino
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Muchos de estos desnudos y figuras femeninas tienen líneas negras alrededor del cuello que sugieren un degollamiento o una decapitación. Algunas zonas oscuras alrededor de la garganta corresponden a sombras o sombreados, pero los precisos trozos negros a los que me refiero resultan desconcertantes. No son joyas, de manera que si Sickert pintaba y dibujaba lo que veía, ¿cómo se explican esas marcas? El misterio se acentúa en un cuadro de 1921 titulado
Patrulla,
donde aparece una mujer policía con los ojos desorbitados y una chaqueta desabrochada que permite ver una contundente línea negra alrededor de su cuello.

Se sabe poco de este cuadro. Con toda probabilidad, Sickert se inspiró en la fotografía de una agente, puede que Dorothy Peto, de la policía de Birmingham. Por lo visto, ella adquirió el cuadro y se trasladó a Londres, donde se unió a la policía metropolitana, a la que con el tiempo donó el retrato de tamaño natural. La impresión de una archivera de esta institución es que, aunque el cuadro podría ser valioso, no gusta a nadie, y mucho menos a las mujeres. Cuando lo vi, estaba colgado en una habitación cerrada con llave y encadenado a la pared. Nadie parece saber qué hacer con él. Supongo que el hecho de que Scotland Yard esté en posesión de un cuadro del famoso asesino al que nunca atrapó equivale a otro «ja, ja» —aunque accidental— del Destripador.

Patrulla
no es precisamente un tributo a las mujeres o a la labor policial, ni parece que Sickert pretendiera que fuese algo más que otra de sus sutiles y aterradoras fantasías. El semblante temeroso de la agente no refleja la autoridad característica de su profesión y el cuadro, fiel al estilo de Sickert, tiene un aire morboso y agorero.
Patrulla,
un lienzo con bastidor de madera de 188 por 117 centímetros, es un espejo oscuro en las luminosas galerías del mundo del arte, y es difícil encontrar reproducciones e información sobre él.

Ciertas obras de Sickert parecen tan secretas como sus habitaciones clandestinas, pero la decisión de mantenerlas ocultas no debería atribuirse sólo a sus propietarios. El propio Sickert daba instrucciones sobre qué obras debían exponerse. Incluso cuando le regalaba un cuadro a un amigo —como ocurrió con
El dormitorio de Jack el Destripador
—, podía pedir que éste lo cediese para diversas exposiciones o, al contrario, que no dejase que nadie lo viese. Parte de su obra formaba parte, quizá, de la diversión del «atrápenme si pueden». Fue lo bastante audaz para pintar o dibujar escenas relacionadas con el Destripador, pero no siempre tan imprudente como para exponerlas. Y estas indecorosas composiciones continúan saliendo a la luz ahora que se ha iniciado la búsqueda.

No hace mucho, se descubrió un dibujo sin catalogar que parece un retorno a 1988, la época en que asistía a los teatros de variedades. Sickert lo realizó en 1920, y representa a un barbudo hablando con una prostituta. Aunque el hombre está casi de espaldas, da la impresión de que enseña el pene y sujeta un cuchillo en la mano derecha. En la parte inferior del dibujo se ve algo semejante a una mujer destripada y con los brazos cortados; como si Sickert nos enseñase el antes y el después de uno de sus asesinatos. La doctora Robins, historiadora del arte, cree que este boceto pasó inadvertido porque en el pasado las personas como ella, los conservadores y ¡os especialistas en Sickert no prestaban demasiada atención a las manifestaciones de violencia en la obra del artista.

Sin embargo, cuando se trabaja con tesón y se sabe qué buscar, surgen detalles insólitos, incluyendo historias nuevas. Casi todos los interesados en las noticias periodísticas sobre los crímenes del Destripador dependen de facsímiles de archivos públicos o microfilms. Cuando inicié mi investigación, escogí
The Times
como material de consulta y tuve la suerte de encontrar ejemplares originales de entre 1888 y 1891. El papel de prensa de aquella época tenía un contenido tan alto en fibra de algodón que pude hacer planchar, coser y encuadernar los periódicos que compré, y quedaron como nuevos.

No deja de sorprenderme la cantidad de publicaciones periodísticas que han sobrevivido más de un siglo y que se mantienen lo bastante enteras para que uno pueda volver las páginas sin temor. Dado que empecé mi carrera como periodista, sé muy bien que cada historia oculta muchas otras y que, a menos que estudie la mayor cantidad posible de detalles sobre ellas, ni siquiera me aproximaré a la verdad. Aunque no faltan artículos sobre el Destripador en los periódicos más importantes de la época, a menudo se pasan por alto los discretos testimonios de publicaciones menos conocidas, como el
Sunday Dispatch.

Un día, mi proveedor en una librería de viejo de Chelsea, Londres, me llamó para decirme que había encontrado en una subasta un álbum de recortes que contenía —casi con seguridad— todos los artículos del
Sunday Dispatch
sobre los crímenes del Destripador y otros posiblemente relacionados. Los recortes, separados con cierta torpeza y pegados torcidos en el álbum, datan de entre el 12 de agosto de 1888 y el 29 de septiembre de 1889. La historia de este libro aún me tiene perpleja. Docenas de páginas fueron cortadas con una navaja de afeitar, lo que me despertó una enorme curiosidad sobre su contenido. Además de los recortes, hay fascinantes anotaciones hechas en tinta azul y negra o con lápices de color gris, azul y morado. ¿Quién se tomó tanto trabajo y por qué?

¿Dónde ha estado el álbum durante más de un siglo?

Las anotaciones parecen obra de una persona familiarizada con los crímenes y muy interesada en las pesquisas de la policía. Cuando compré el álbum, fantaseé con la posibilidad de que perteneciera al propio Jack el Destripador. Quienquiera que recortó las notas estaba obsesionado con la información de lo que sabía la policía, y en sus notas se muestra de acuerdo o en desacuerdo con ella. Algunos datos están tachados, como si fuesen inexactos. Junto a ciertas partes de los artículos aparecen comentarios como «¡Sí!, creedme», «insatisfactorio», «muy insatisfactorio», «importante; encuentren a la mujer», y el más curioso de todos: «7 mujeres y 4 hombres». Hay frases subrayadas, sobre todo las relacionadas con las descripciones de testigos de los hombres que acompañaban a las víctimas cuando se las vio por última vez.

Dudo que pueda averiguar si este álbum pertenecía a un detective aficionado, a un policía o a un periodista, pero la letra no coincide con la de personajes destacados de Scotland Yard, como Abberline, Swanson u otros funcionarios cuyos informes leí. Los trazos son pequeños y descuidados, sobre todo para una época en que se escribía con pulcritud, si no con elegancia. La mayoría de los policías, por ejemplo, tenía una caligrafía excelente, en ocasiones incluso hermosa. De hecho, los apuntes del cuaderno de recortes me recuerdan a la letra enrevesada y a veces ilegible de Walter Sickert, muy distinta de la del inglés medio. Puesto que el precoz Sickert aprendió a leer y a escribir solo, no recibió clases de caligrafía tradicional, aunque su hermana Helena escribió que, cuando quería, tenía «una letra preciosa».

¿Era el álbum de Sickert? Me parece que no. Ignoro a quién perteneció, pero los artículos del
Dispatch
dan otro cariz a la información de la época. El encargado de las crónicas de sucesos del
Dispatch
es un periodista anónimo —en aquella época, las firmas en los artículos eran tan insólitas como las mujeres reporteras—, pero tenía buen ojo y una mente inquisitiva. Sus deducciones, preguntas y percepciones aportan datos novedosos sobre casos como el asesinato de Mary Ann Nichols. El
Dispatch
publicó que la policía sospechaba que ésta había sido víctima de una banda. En el Londres de aquella época, pandillas itinerantes de jóvenes violentos se aprovechaban de los débiles y los pobres. Estos gamberros podían ser vengativos cuando descubrían que la prostituta a quien trataban de robar no tenía dinero.

La policía mantenía que ni Mary Ann Nichols ni Martha Tabran habían sido asesinadas en el lugar donde se encontraron sus cadáveres. A ambas las abandonaron en «la cuneta, a primera hora de la madrugada», y nadie oyó gritos. En consecuencia, habían muerto en otro sitio, posiblemente víctimas de una banda que luego trasladó el cuerpo. El anónimo reportero del
Dispatch
debió de preguntarle al doctor Llewellyn si era posible que a Mary Ann Nichols la atacasen por la espalda, y no de frente, lo que le habría hecho suponer que el asesino no era zurdo, como afirmaba el doctor, sino diestro.

Si el asesino estaba detrás de la víctima cuando la degolló, explica el periodista, y las heridas más profundas se encontraban del lado izquierdo y luego se extendían hacia la derecha, entonces el asesino debía de haber empuñado el cuchillo con la diestra. El doctor Llewellyn hizo una mala deducción, mientras que la del periodista es excelente. La mano dominante de Sickert era la derecha. En uno de sus autorretratos parece sujetar el pincel con la izquierda, pero es una ilusión óptica creada por el hecho de que copió su reflejo en un espejo.

Es posible que el doctor Llewellyn no demostrase mucho interés por la opinión de un reportero, pero quizá debería haberlo hecho. Si la especialidad del periodista eran las noticias de sucesos, cabe suponer que habría visto más degollamientos que el médico.

Cortarle la garganta a alguien era un método de asesinato bastante común, sobre todo en los casos de violencia doméstica. Tampoco era una forma inusual de suicidarse, aunque aquellos que se cortaban el cuello solían usar navajas de afeitar, rara vez cuchillos, y casi nunca llegaban a las vértebras.

El Roy al London Hospital aún conserva los libros de admisión y de altas del siglo XIX, cuya lectura permite conocer las enfermedades y lesiones típicas de las décadas de 1880 y 1890. Cabe recordar que los pacientes que llegaban a este hospital —destinado en exclusiva a los habitantes del East End— estaban presuntamente vivos. Las personas que se hubieran seccionado un vaso sanguíneo importante al cortarse el cuello habrían ido a parar a un depósito de cadáveres y, por tanto, no figurarían en el registro de admisiones y altas.

De los homicidios que constan en dicho registro entre 1884 y 1890, sólo uno se consideró un posible caso del Destripador: se trata del asesinato de Emma Smith, una mujer de cuarenta y cinco años que vivía en Thrawl Street. Según la descripción de la víctima, el 2 de abril de 1888 la atacaron unos jóvenes que le pegaron, prácticamente le arrancaron una oreja y le introdujeron un objeto —con probabilidad un palo— en la vagina. Aunque Emma estaba ebria en el momento de la agresión, consiguió regresar a casa, y unos amigos la trasladaron al London Hospital, donde murió de peritonitis dos días después.

 

Se ha especulado mucho sobre cuándo comenzó a matar Jack el Destripador y cuándo dejó de hacerlo. Puesto que su coto de caza favorito parece haber sido el East End, los registros del London Hospital son importantes, y no porque sus víctimas figuren allí —ya que murieron en el acto—, sino porque los métodos y los motivos de quienes se lesionaban o lesionaban a otros pueden resultar instructivos. Me preocupaba la posibilidad de que ciertas «gargantas cortadas» se hubieran calificado de suicidios de manera equivocada cuando podrían haber sido nuevos crímenes del Destripador. Por desgracia, los registros del hospital no contienen más datos que el nombre, la edad, la dirección y, en ocasiones, la ocupación del paciente, además de la enfermedad o lesión y la fecha en que se le dio el alta.

Otro de mis propósitos al examinar los libros del London Hospital era comprobar si había habido cambios estadísticos en el número y el cariz de las muertes violentas antes, durante y después de lo que se ha dado en llamar «la etapa de ensañamiento» del Destripador, que se produjo a finales de 1888. La respuesta es que no. Pero los registros revelan algo sobre ese período, sobre todo la deplorable situación del East End, así como el sufrimiento y la desesperación de aquellos que vivieron allí y murieron por causas no naturales.

Durante algunos años, el envenenamiento fue la forma favorita de quitarse la vida; había muchas sustancias entre las cuales elegir, todas asequibles. Entre 1884 y 1890, hombres y mujeres del East End se envenenaron con ácido oxálico, láudano u opio, ácido clorhídrico, belladona, carbonato de amoníaco, ácido nítrico, fenol, plomo, alcohol, trementina, cloroformo alcanforado, zinc y estricnina. Otros trataron de suicidarse ahogándose, disparándose, colgándose o saltando de una ventana, aunque algunos de estos fallecimientos debidos a caídas no fueron voluntarios, sino accidentales, a causa del incendio de una habitación o de una pensión.

Es imposible saber con exactitud cuántos casos de personas muertas o moribundas se investigaron mal o no se investigaron en absoluto. Sospecho también que algunas muertes atribuidas a suicidios fueron homicidios. El 12 de septiembre de 1886, Esther Goldstein, una joven de veintitrés años residente en Mulberry Street, ingresó en el London Hospital porque había intentado suicidarse cortándose la garganta. Ignoramos en qué se basó esta suposición, pero es difícil imaginar que aquella mujer pudiera cortarse «el cartílago tiroides». Para quitarse la vida, basta con seccionar un vaso sanguíneo importante cercano a la superficie de la piel, pero la segmentación de los músculos y cartílagos del cuello es más típica de los homicidios, ya que requiere una fuerza considerable.

Aunque a Esther Goldstein la asesinaran, eso no significa que fuera víctima del Destripador, cosa que dudo. Es poco probable que matase a una mujer del East End de tarde en tarde. Cuando decidió empezar, hizo una entrada dramática y continuó con su actuación durante muchos años. Quería que el mundo se enterase de sus crímenes. Sin embargo, no estoy segura de cuál fue su primer homicidio.

En 1888, el año en que el Destripador comenzó a matar, otras cuatro mujeres del East End murieron degolladas, todas en supuestos suicidios. La primera vez que examiné las viejas y mohosas páginas de los libros de registro del Royal London Hospital, me fijé en la cantidad de mujeres ingresadas con cortes en la garganta y supuse que podían haber sido crímenes del Destripador erróneamente catalogados de suicidios. Pero el tiempo y una investigación más exhaustiva me reveló que esa clase de autolesión no era inusual en aquella época, cuando los más pobres no disponían de armas de fuego.

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Joven y apuesto

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