Retrato de un asesino (22 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

BOOK: Retrato de un asesino
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En 1888, la labor del
coroner
había evolucionado y adquirido mayor objetividad y seriedad, lo que me reafirma en la convicción de que no hubo conspiración alguna para «encubrir» un nefando secreto durante la época de los crímenes del Destripador y después de que todos pensaran que éstos habían terminado. Como cabe suponer, no faltaron los habituales intentos burocráticos de evitar el bochorno, y se prohibió la publicación de documentos policiales y memorandos oficiales que no se habían escrito para que los leyera el público. Aunque la discreción y el hermetismo no suelen ser populares, no siempre suponen un escándalo. Numerosas personas honradas borran sus mensajes personales de correo electrónico o usan máquinas para destruir documentos. Pero a pesar de mis esfuerzos, durante mucho tiempo fui incapaz de encontrar una explicación para el silencio del evasivo inspector Abberline. ¡Cuántas cosas se han dicho de él, y qué poco se sabe! ¡Qué ausente parecía mientras dirigió la investigación de los crímenes del Destripador!

Frederick George Abberline era un hombre modesto, afable y honrado, tan fiable y metódico como los relojes que reparaba antes de ingresar en la policía metropolitana, en 1863. Durante sus treinta años de servicio, ganó ochenta y cuatro menciones de honor y premios de jueces, magistrados y el jefe de la policía. Como él mismo comentó con naturalidad: «Creo que me consideraban excepcional.»

Sus colegas y los ciudadanos a quienes servía lo admiraban, incluso lo idolatraban, y no parece la clase de persona dispuesta a eclipsar de manera intencionada a otros; simplemente se enorgullecía del trabajo bien hecho. Creo que es significativo que no haya ni una sola fotografía de él, y dudo que esto se deba a que «desaparecieron» de los archivos y las carpetas de Scotland Yard. Las fotografías «robadas» habrían estado circulando durante años, y su precio había ido creciendo con cada reventa. También pienso que las habrían publicado al menos una vez en alguna parte.

Pero caso de que se conserve siquiera una fotografía de Abberline, yo ignoro dónde está. La única pista que tenemos de su apariencia se encuentra en los dibujos de revistas que no siempre escriben su nombre de manera correcta. Estas representaciones artísticas del legendario inspector nos muestran un hombre de aspecto poco especial, con grandes patillas, orejas pequeñas, nariz recta y frente amplia. Al parecer, en 1885 estaba perdiendo el pelo. Tengo la impresión de que estaba algo encorvado y no era demasiado alto. Al igual que el mítico monstruo del East End, a quien persiguió pero nunca atrapó, Abberline podría haber desaparecido
de motu proprio
para confundirse con la multitud.

Su afición por la relojería y la jardinería dice mucho de él. Son actividades solitarias y tranquilas que requieren paciencia, concentración, tenacidad, meticulosidad, delicadeza, amor por la vida e interés por la forma en que funcionan las cosas. No se me ocurren cualidades mejores para un detective, excepto, claro está, la honradez, pero estoy convencida de que Frederick Abberline era tan fiable como un diapasón. Aunque no escribió su autobiografía ni permitió que nadie contara su historia, llevaba una especie de diario: un álbum de unas cien páginas con recortes sobre los casos en los que trabajo, acompañados de comentarios escritos en letra grande y elegante.

Basándome en la forma en que organizó este álbum, yo diría que no empezó con él hasta que se jubiló. Cuando murió, en 1929, esta colección de recordatorios periodísticos de su brillante carrera quedó en posesión de sus descendientes, los cuales, pasado el tiempo, la donaron a una o varias personas desconocidas. Yo no me enteré de su existencia hasta principios de 2002, cuando estaba haciendo investigaciones en Londres y un agente de Scotland Yard me mostró el álbum, de veinte por treinta centímetros y con tapas negras.

Ignoro si acababan de donarlo o si apareció de pronto. No se si pertenece a Scotland Yard o a alguien que trabaja allí. Soy incapaz de responder a las preguntas de dónde estuvo este desconocido álbum desde que Abberline lo confeccionó, o cuándo fue a parar a Scotland Yard. Incluso ahora, Abberline continúa siendo un enigma y ofrece pocas respuestas.

Su diario no está lleno de revelaciones íntimas ni de información sobre su vida, pero sus comentarios y las referencias a su forma de trabajar desvelan su personalidad. Era un hombre valiente, inteligente, fiel a su palabra y respetuoso de las normas, entre las que se encontraba la de no divulgar datos sobre la clase de casos que yo esperaba y deseaba encontrar entre las tapas del álbum. Las anotaciones de Abberline cesan de pronto tras la mención de un caso de octubre de 1887, relacionado con lo que él llama «combustión espontánea», y no se reanudan hasta marzo de 1891, con un caso de tráfico de niños.

No aparece ni siquiera una referencia velada a Jack el Destripador. No hay una sola palabra sobre el escándalo de Cleveland Street —un burdel masculino descubierto en 1889—, que debió de ser complicado para Abberline, ya que entre los acusados había hombres cercanos a la Corona. Al leer este diario, una tiene la impresión de que los asesinatos del Destripador y el escándalo de Cleveland Street no sucedieron, pero no tengo motivos para sospechar que alguien arrancase las páginas del álbum que recogían estos hechos. Por lo visto, Abberline decidió omitir la información que sabia que sería la más buscada y polémica de su carrera de investigador.

En las páginas 44 y 45, explica su silencio:

Creo que debo exponer aquí el motivo de la ausencia de ciertos recortes y de información sobre algunos casos que investigué y que nunca se hicieron públicos; es evidente que podría referir muchas cuestiones interesantes para quien lea esto.

Cuando me retiré del servicio, las autoridades se oponían de manera enérgica a que los agentes jubilados escribieran para los periódicos, ya que con anterioridad ha habido algunos que han inducido a publicar grandes indiscreciones, y me consta que se les exigió que explicaran su conducta e, incluso, se los amenazó con demandarlos por libelo.

Además, no cabe duda de que al describir lo que se hizo para resolver ciertos crímenes uno pone al autor en guardia y, en algunos casos, le explica con detalle cómo cometer un crimen.

Un ejemplo de ello es la divulgación del sistema de identificación por las huellas dactilares, que ha conseguido que ahora el ladrón experto use guantes.

Esta oposición a que los agentes retirados escribieran sus memorias no disuadió a todos los miembros de Scotland Yard o de la policía de la City. Tengo tres ejemplos de estos textos sobre mi mesa:
Days of My Years,
de sir Melville Macnaghten;
From Constable to Commissioner,
de sir Henry Smith, y
Lost London: The Memoirs of an East End Detective,
de Benjamin Leeson. Los tres incluyen anécdotas y análisis sobre los casos de Jack el Destripador que, en mi opinión, el mundo no necesitaba conocer. Es triste que unos hombres cuyas vida y trayectoria profesional quedaron marcadas por los crímenes del Destripador formulen teorías casi tan infundadas como las de personas que no nacieron en aquella época.

Henry Smith era jefe de la policía de la City cuando se produjeron los asesinatos de 1888 y, con falsa humildad, escribió: «Ningún hombre vivo sabe tanto de los crímenes como yo.» Declaró que después del «segundo crimen» —que podría haber sido el de Mary Ann Nichols, que no fue asesinada en la jurisdicción de Smith—, él «descubrió» un sospechoso que a buen seguro era el homicida.

Smith anotó que era un antiguo estudiante de medicina que había estado recluido en un psiquiátrico y solía pasar «todo su tiempo» con prostitutas, a quienes entregaba monedas pulidas de un cuarto de penique haciéndoles creer que eran soberanos.

Smith transmitió esta información secreta a sir Charles Warren, quien —según él— no encontró al sospechoso. Fue una suerte, ya que el lunático en cuestión era inocente. Debo añadir que un soberano habría sido una paga más que generosa para una prostituta que estaba acostumbrada a intercambiar sus favores por cuartos de penique. El perjuicio que causó Smith durante la investigación fue perpetuar la idea de que el Destripador era un médico, un estudiante de medicina o alguien relacionado con esta disciplina.

Ignoro por qué Smith sacó semejante conclusión después del «segundo caso», cuando aún no habían destripado a nadie ni se habían llevado órganos. Después del asesinato de Mary Ann Nichols, no había nada que sugiriese que el arma era un bisturí, o que el asesino poseía conocimientos quirúrgicos. A menos que Smith contundiera las fechas, lo cierto es que en ese temprano estadio de las investigaciones la policía no tenía motivos para sospechar de una persona con formación médica.

Por lo visto, las recomendaciones que hizo Smith a Charles Warren no obtuvieron respuesta, de manera que decidió poner a trabajar en el caso a «casi un tercio» de su contingente de agentes de paisano, a quienes ordenó, según explicó en sus memorias, «hacer todo aquello que, en circunstancias normales, un policía no debería hacer». Estas actividades clandestinas comprendían sentarse en los umbrales fumando en pipa y frecuentar los pubs para cotillear con los lugareños. Smith tampoco permaneció de brazos cruzados. Visitó «todas las carnicerías de la ciudad», lo que encuentro casi cómico, pues puedo imaginar al jefe de la policía —tal vez disfrazado o con traje y corbata— interrogando a los trabajadores de los mataderos sobre individuos sospechosos de su oficio que podrían estar acuchillando a mujeres. Estoy segura de que la policía metropolitana no supo apreciar el entusiasmo de Smith ni el hecho de que traspasara los límites jurisdiccionales.

Es probable que sir Melville Macnaghten desviase, o incluso malograse la investigación con sus convicciones, que no estaban basadas en información de primera mano ni en las imparciales y expertas deducciones de Abberline. En 1889, Macnaghten ingresó en la policía metropolitana con el cargo de subinspector del Departamento de Investigación Criminal. Su única recomendación para el puesto eran sus doce años de trabajo en la plantación de té que su familia poseía en Bengala, donde salía cada mañana para disparar a gatos salvajes, zorros y caimanes, o quizá para empalar cerdos.

Cuando escribió sus memorias —en 1914, cuatro años después de que se publicasen las de Smith—, Macnaghten se contuvo hasta la página 55, donde comenzó a entregarse en un empalamiento de cerdos literario, acompañado de gran pomposidad y comentarios de detective aficionado. Anotó que Henry Smith estaba «en vilo» y que tenía un «alma profética», ya que había perseguido con denuedo al asesino semanas antes del primer homicidio. Smith pensaba que el Destripador había debutado el 7 de agosto, con el degollamiento de Martha Tabran, mientras que Macnaghten estaba convencido de que el primer asesinato había sido el de Mary Ann Nichols, el 31 de agosto.

A continuación, Macnaghten relató las terribles noches de niebla y los «estridentes gritos» de los niños vendedores de periódicos cuando voceaban «otro horrible asesinato». El escenario que describió se torna más dramático con cada página, hasta que una no puede evitar indignarse y desear que su autobiografía se hubiera encontrado entre las que prohibió el Home Office. Supongo que es posible que Mcnaghten oyese aquellos gritos estridentes y experimentase las terribles noches de niebla, pero dudo mucho que se acercara al East End.

Acababa de regresar de la India y continuaba trabajando para su familia. No ingresó en Scotland Yard hasta unos ocho meses después de que supuestamente cesasen los crímenes del Destripador, cuando ya ni siquiera estaban en la mente de la policía, pero esto no impidió que afirmase con convicción no sólo quién era el Destripador, sino también que estaba muerto y que sus víctimas eran cinco «y nada más que cinco»: Mary Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catherine Eddows y Mary Kelly. La «teoría racional» de Melville Macnaghten era que después del «quinto» crimen, que tuvo lugar el 9 de noviembre de 1888, el Destripador «se derrumbó por completo» y, en su opinión, se suicidó.

Cuando Montague John Druitt, un joven abogado deprimido, se arrojó al Támesis a finales de 1888, sin pretenderlo se convirtió en uno de los tres sospechosos principales que Macnaghten asoció con la sangrienta actuación de Jack el Destripador. Los otros dos, que ocuparon una posición inferior en la lista de Macnaghten, fueron un judío polaco llamado Aaron Kosminski, que estaba «loco» y «tenía gran aversión por las mujeres», y Michael Ostrog, un médico ruso confinado en un «hospital psiquiátrico».

Por alguna razón misteriosa, Macnaghten pensó que Montague Druitt era médico. Esta presunción errónea circuló de boca en boca durante mucho tiempo y supongo que algunas personas aún la dan por cierta. Ignoro de dónde sacó Macnaghten esta información, pero quizá se confundiese porque el tío de Montague, Robert Druitt, era un célebre doctor y autor de publicaciones médicas, y el padre de Montague, William, era cirujano. Me temo que Montague, o «Monty», seguirá siendo un personaje algo misterioso, ya que no parece haber mucha información sobre él.

En 1876, cuando era un joven moreno, apuesto y atlético de diecinueve años, ingresó en el New College de la Universidad de Oxford, y cinco años después lo admitieron en el Inner Temple de Londres, donde continuaría sus estudios de leyes. Era un buen alumno y un excelente jugador de criquet, y trabajaba a tiempo parcial como celador en Valentine's School, un internado para chicos de Blackheath. A Druitt, que en el momento de su muerte contaba con treinta y nueve años y era soltero, lo despidieron de esta escuela en el otoño de 1888, cabe pensar que a causa de su homosexualidad o por haber abusado de algún menor (o por ambas razones). En sus memorias, Macnaghten escribió que estaba «sexualmente enfermo», la expresión con la que los Victorianos se referían a la homosexualidad.

Pero esta acusación se basa sólo en información que Macnaghten calificó de fiable y que, al parecer, destruyó.

La enfermedad mental era un problema hereditario en la familia de Druitt. Su madre ingresó en un manicomio en el verano de 1888, e intentó suicidarse al menos en una ocasión. Una hermana suya también se quitó la vida pasado un tiempo. Cuando Druitt se ahogó en el Támesis, a principios del invierno de 1888, dejó una nota en la que explicaba que temía acabar como su madre y que creía que era mejor morir. En los archivos oficiales de Dorset y West Sussex, donde se encuentran los documentos de la familia, sólo hay una carta que escribió a su tío Robert en septiembre de 1876. Aunque la letra y el lenguaje de Druitt no guardan la menor semejanza con los de las supuestas cartas del Destripador, no sería sensato ni justo llegar a una conclusión a partir sólo de este dato. En 1876, Druitt no había cumplido aún los veinte años. La caligrafía y la habilidad verbal pueden falsearse y, además, tienden a cambiar con el tiempo.

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