Retrato de un asesino (39 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

BOOK: Retrato de un asesino
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La policía dragó las estancadas aguas del riachuelo y, a unos cinco metros de la orilla, emergió un cadáver desnudo cubierto de barro. Los Johnson identificaron a su hija. Un médico examinó el i cuerpo en casa de la familia, y llegó a la conclusión de que el asesino había agarrado a la joven del brazo derecho y le había dado un golpe en la cabeza para dejarla inconsciente antes de degollarla. En algún momento la desnudó. Luego arrastró el cadáver y lo arrojó al agua. Las parejas de enamorados solían escoger Maidenhead Road para sus citas nocturnas.

No apareció ningún sospechoso, y el crimen nunca se resolvió. No hay pruebas de que lo cometiera Walter Sickert. No sé dónde se encontraba éste en septiembre de 1897, pero no estaba con Ellen. Se habían separado el año anterior, y aunque aún mantenían relaciones amistosas y viajaban juntos de vez en cuando, Ellen se hallaba en Francia cuando asesinaron a Emma Johnson y hacía meses que no veía a su ex marido. Ese año, 1897, fue particularmente agotador para Sickert. El año anterior había escrito un artículo para el
Saturday Review
que acabó en una demanda por calumnias del artista Joseph Pennell.

Con muy poco tino, Sickert había afirmado públicamente que los grabados que hacía Pennell mediante el empleo del reporte no eran auténticas litografías. Whistler, que usaba el mismo procedimiento (igual que Sickert), compareció como testigo en el juicio.

En una carta de octubre de 1896, Janie contó a su hermana Ellen que, según Whistler, el dardo envenenado de Sickert iba dirigido a él y no a Pennell. Sickert tenía «una faceta traicionera en su carácter», dijo Whistler a Janie. «Walter es capaz de hacer cualquier cosa y de echar tierra a cualquiera por un impulso momentáneo». Sickert perdió el juicio, pero Whistler le había asestado ya el peor golpe al declarar desde el estrado que su antiguo discípulo era un hombre mediocre e irresponsable.

En 1897, Sickert y su maestro rompieron relaciones definitivamente. Sickert era pobre. Lo habían humillado en público. Su matrimonio hacía aguas. Había dimitido de su puesto en el New English Art Club. El otoño parecía un momento ideal para los crímenes del Destripador. Era la estación en que al Walter de cinco años lo habían sometido a una terrible operación en Londres. Fue a mediados de septiembre cuando Ellen decidió que quería el divorcio, y en esta misma época del año Sickert solía regresar a Londres desde su amada Dieppe.

22
Campos yermos y montañas de escombros

En el depósito de Golden Lañe, el cadáver desnudo de Catherine Eddows estaba colgado de un clavo en la pared, casi como un cuadro.

Los miembros del jurado y el juez de instrucción, Samuel Frederick Langham, desfilaron uno a uno ante ella para echarle un vistazo. John Kelly y la hermana de Catherine también tuvieron que verla. El 4 de octubre de 1888, el jurado dictó un veredicto que comenzaba a ser familiar para la prensa y el público: «Homicidio premeditado por persona desconocida.» Las protestas de la multitud rayaban en la histeria. Alguien había asesinado a dos mujeres en un lapso de menos de una hora, y la policía no tenía ni una sola pista.

Las cartas de los ciudadanos advertían que «la situación de las clases bajas supone un gran peligro para todas las demás». Los londinenses de los barrios elegantes empezaban a temer por su vida. Tal vez deberían reunir fondos para los pobres y «ofrecerles la oportunidad de abandonar la mala vida». Habría que crear una «fundación». Las cartas a
The Times
sugerían que la violencia se acabaría si la clase alta conseguía erradicar la pobreza.

Poca gente parecía darse cuenta de que la superpoblación y el sistema de clases creaban problemas que no podían resolverse derribando casas de vecindad o creando «fundaciones». La defensa de la anticoncepción se consideraba blasfema, y ciertas personas eran escoria y siempre lo serían. Los problemas sociales existían, desde luego, pero el Destripador no estaba matando prostitutas por culpa de los conflictos de clase en Londres. Los crímenes de psicópatas no son una enfermedad social. Los habitantes del East End lo sabían, aunque no conocieran la palabra «psicópata». Las calles del East End estaban desiertas por las noches, y docenas de policías de paisano—con disfraces y actitudes que no engañaban a nadie— acechaban en las sombras, esperando a que apareciera el primer sospechoso.

Algunos policías empezaron a usar botas con suela de goma. Y también los reporteros. Es un milagro que no se asustaran unos a otros cuando se cruzaban silenciosamente en la oscuridad, esperando al Destripador.

Nadie sabía que unas semanas antes éste había cometido otro crimen que nadie le atribuiría nunca. El martes 2 de octubre, dos días después de los asesinatos de Elizabeth Stride y Catherine Eddows, apareció el torso descompuesto de una mujer en los cimientos de la nueva sede de Scotland Yard, que se estaba construyendo en el Embankment, cerca de Whitehall.

El 11 de septiembre habían encontrado ya un brazo. Este descubrimiento no había preocupado demasiado a nadie, salvo a una tal señora Potten cuya hija retrasada de diecisiete años estaba desaparecida desde el 8 de septiembre, el mismo día en que habían asesinado a Annie Chapman. La policía no tenía mayor capacidad de acción ni interés en los casos de adolescentes desaparecidos, sobre todo cuando se trataba de personas como Emma Potter, que se había pasado la vida entrando y saliendo de asilos y hospitales, y no era más que un incordio.

La madre de Emma, aunque ya estaba acostumbrada a que su hija se fugara y tuviera problemas con la justicia, se asustó mucho cuando ésta desapareció una vez más y cuando apareció un brazo femenino mientras los crímenes continuaban en la metrópolis. Un benevolente golpe de suerte respondió a las súplicas de la señora Potter. un policía encontró a Emma vagando por la ciudad, viva y en perfecto estado. Pero si no hubiera sido por el revuelo que organizó su madre, y porque los periódicos se hicieron eco de él, es probable que nadie hubiera dado mayor importancia a la aparición de un miembro amputado. Los reporteros comenzaron a prestar atención al caso. ¿Era posible que el demonio de Whitechapel estuviera cometiendo otras atrocidades? Pero la policía lo negó. El descuartizamiento era un modus operandi completamente distinto, y ni Scotland Yard ni sus médicos estaban dispuestos a aceptar la posibilidad de que un asesino cambiase de métodos.

El brazo estaba amputado a la altura del hombro y atado con cuerda. Lo encontraron en la orilla del Támesis, cerca del puente ferroviario de Grosvenor, en Pimlico, a menos de seis kilómetros al sudoeste de Whitechapel y en el mismo lado del río. Pimlico estaba a siete kilómetros al sur del número 54 de Broadhurst Gardens: un pequeño paseo para Sickert. «Ayer recorrí unos once kilómetros a pie», escribió desde Dieppe a sus cincuenta y cuatro años. Siete kilómetros no eran nada para él, ni siquiera en la vejez, cuando sus extrañas y erráticas escapadas se convirtieron en una continua fuente de preocupación para su tercera esposa y las demás personas que lo cuidaban.

Pimlico estaba a apenas un kilómetro y medio al este del estudio de Whistler en Tite Street, Chelsea, un barrio que Sickert conocía bien. El puente de Battersea, que cruza el Támesis desde Chelsea, en la orilla norte, hasta Battersea, en la orilla sur, quedaba a unas travesías del estudio de Whistler y a poco más de un kilómetro del lugar donde se encontró el brazo. En 1884, Sickert pintó el puente de Battersea, que se veía desde la ventana del estudio de Whistler. En 1888, Pimlico era una zona pintoresca con bonitas casas y pequeños jardines, donde el alcantarillado se construyó a mayor altura para que las aguas residuales no llegaran a¡ Támesis.

El obrero Frederick Moore tuvo la desgracia de estar trabajando junto al muelle Deal, cerca del puente ferroviario, cuando oyó voces exaltadas en la orilla del Támesis. La marea estaba baja, y varios hombres hablaban a gritos y miraban un objeto en el barro.

Moore lo recogió, ya que nadie más parecía dispuesto a hacerlo. La policía se llevó el brazo a Sloane Street, donde un tal doctor Neville lo examinó y concluyó que era el brazo derecho de una mujer. Sugirió que la cuerda que lo rodeaba «servía para transportarlo». Apuntó que el brazo había permanecido en el agua dos o tres días, y que lo habían amputado después de la muerte. Si lo hubieran cortado mientras la persona seguía viva, dedujo de manera equivocada, los músculos habrían estado más «contraídos».

A finales del siglo XIX aún se creía que la expresión de un muerto indicaba dolor o miedo, al igual que los puños apretados o las extremidades rígidamente flexionadas. Ignoraban que el cuerpo experimenta una serie de cambios después de la muerte, y que los dientes o los puños apretados se producen a causa del rigor mortis.

La posición de pugilismo y los huesos rotos de un cadáver quemado podrían tomarse por traumatismos, cuando en realidad se deben a la retracción de los tejidos y a las fracturas óseas causadas por el calor extremo o la «cocción».

El brazo, prosiguió el doctor Neville, se había «cortado de cuajo» con un «arma afilada». Durante un tiempo, la policía pensó que la aparición del miembro amputado era obra de un estudiante de medicina. Era una broma, refirió a los periodistas, una broma pesada. El descubrimiento del torso en los cimientos del nuevo edificio de Scotland Yard no les pareció una broma, aunque quizá deberían haberlo tomado como tal. El asesinato no tenía ninguna gracia, pero si aquello era obra del Destripador, ¡qué hilarante broma debió de ser para él!

Las notas periodísticas sobre este nuevo hallazgo fueron escuetas. Ya había habido suficiente información negativa en agosto y septiembre, y la gente empezaba a quejarse de que los detalles publicados en los periódicos empeoraban las cosas. Estaban «perjudicando el trabajo de la policía», escribió un lector a
The Times.
La divulgación de los hechos no hacía más que acrecentar el «estado de pánico», y esto sólo ayudaba al asesino, escribió otra persona.

Los londinenses comenzaron a quejarse de que la policía era ignorante y una vergüenza para la ciudad. Scotland Yard era incapaz de detener a los delincuentes, y en memorandos confidenciales, los agentes manifestaban su preocupación: «Si no se atrapa de inmediato al asesino, no supondrá sólo una humillación, sino también un peligro intolerable.» La cantidad de cartas dirigidas a Scotland Yard era apabullante, y Charles Warren publicó una nota en los periódicos para «agradecer» el interés de los ciudadanos y disculparse porque no tenía tiempo para responderles. Como era de esperar, también se escribieron muchas cartas a los periódicos, y con el fin de disuadir a los corresponsales lunáticos,
The Times
adoptó la siguiente política: aunque una persona no estaba obligada a divulgar su nombre y su dirección, esta información debía constar en la carta como demostración de buena fe.

No debía de ser una política fácil de aplicar. Hacía sólo doce años que se había patentado el teléfono, y éste no era aún un aparato doméstico corriente. Dudo que un miembro del periódico subiera a un cabriolé o a un caballo para comprobar el nombre y la dirección de un individuo que no figuraba en la guía local, y no todos aparecían en ella. Después de examinar centenares de periódicos de 1888 y 1889, llegué a la conclusión de que las cartas anónimas también se publicaban, aunque no con frecuencia. La mayoría de los lectores permitía que se divulgase su nombre, su dirección e incluso su oficio. Pero a medida que los crímenes del Destripador fueron multiplicándose, empezaron a aparecer cartas sin más firma que unas iniciales, un título críptico o, en algunos casos, nombres que se me antojan dickensianos o grotescos.

Unos días después del asesinato de Annie Chapman, un lector de
The Times
sugería que la policía debería comprobar el paradero de todos los afectados de «manía homicida que hayan quedado en libertad por considerarse "curados"». La carta la firmaba «un médico rural». En otra, que se publicó el 13 de septiembre, un tal «J.ES.» decía que el día anterior habían «robado a un hombre a las once de la mañana, en Hanbury Street», en el East End; a las cinco de la tarde habían agredido a un anciano en Chicksand Street, y a las diez de la mañana de ese mismo día un individuo había entrado en una panadería y se había llevado la caja registradora. Todo esto, según el corresponsal anónimo, había ocurrido «en un radio de cien metros y en medio de los escenarios de los dos últimos crímenes atroces». Lo más curioso es que no hay mención alguna de esos delitos en la sección de sucesos de los periódicos, y cabe preguntarse cómo es posible que el autor de la carta conociera los detalles de los casos, a menos que estuviera merodeando por el East End o fuera un agente de policía. La mayoría de las cartas al director estaban firmadas y hacían sugerencias serias. Los miembros del clero pedían más vigilancia policial, mejor iluminación y el traslado de todos los mataderos de Whitechapel, ya que la violencia contra los animales y la sangre en las calles ejercían un efecto perjudicial sobre la «imaginación ignorante». Los londinenses ricos debían comprar las ruinosas casas de vecindad del East End y demolerlas. El gobierno tenía que separar a los hijos de esos desgraciados de sus padres y educarlos.

El 15 de octubre,
The Times
publicó una curiosa carta anónima. Se lee como un cuento malo, fruto de una mente burlona y manipuladora, y podría ser una audaz y provocativa alusión al asesinato de Joan Boatmoor en una región minera.

Señor: Últimamente he viajado mucho por Inglaterra y he sido testigo del tremendo interés y el gran sobrecogimiento que han causado y están causando los asesinatos de WHITE CHAPEL. En todas partes me preguntan sobre ellos; sobre todo los obreros, y muy en especial las mujeres trabajadoras. La semana pasada, pongamos por caso, me encontraba en una zona rural y durante un chaparrón compartí el paraguas con una doncella que se dirigía a su casa. «¿Es verdad, señor, que en Londres están reduciendo el seso femenino?», me preguntó. Luego aclaró que quería decir que «las están matando a pares». Éste es sólo uno de numerosos ejemplos, pero mi principal interés en esta cuestión es que han llegado a tomarme por el asesino. Y si esto me ha ocurrido a mí, ¿por qué no a cualquier otro anciano de hábitos tranquilos? Por lo tanto, quizá valga la pena exponer los hechos a modo de advertencia.

Hace un par de días me encontraba en una zona minera, acababa de visitar a mi amigo el párroco y regresaba a casa solo a la hora del ocaso, cruzando un campo solitario y sucio entre los pozos y las fraguas. De repente se me acercó un grupo de siete mineros jóvenes, todos de unos dieciocho años salvo el jefe, un muchacho te fornido de veintitrés que medía más de un metro noventa de estatura. Exigió de manera grosera que le dijese mi nombre, a lo que yo, como cabe suponer, me negué. «Eso quiere decir que es Jack el Destripador—afirmó—, así que tendrá que venir con nosotros a la comisaría de…», el nombre del pueblo más cercano, a tres kilómetros de allí. Le pregunté qué autoridad tenía él para exigirme algo semejante. Titubeó por un momento y luego respondió que él mismo era policía y que tenía una orden judicial (contra mí, supongo), pero que se la había dejado en casa. «Si no viene con nosotros de inmediato —añadió con ferocidad—, desenfundaré el revólver y le volaré los sesos.»

«Hágalo», repuse yo, convencido de que no tenía revólver. El minero no desenfundó, y yo le dije que de ninguna manera lo acompañaría. Durante ese rato reparé en el hecho de que, aunque los siete jóvenes permanecieron a mi alrededor, gesticulando con actitud amenazadora, ninguno intentó tocarme. Y mientras me preguntaba cómo librarme de aquella incómoda situación, vi a un forjador que regresaba del trabajo por el campo. Lo llamé y le expliqué que aquellos hombres me estaban insultando y que, puesto que eran siete contra uno, él debía ponerse de mi parte. El forjador era un hombre hosco y silencioso, maduro como yo, y (según señaló oportunamente) estaba impaciente por cenar.

Sin embargo, era un trabajador honrado y se avino a apoyarme, de manera que los dos echamos a andar, a pesar de que el jefe de la pandilla juró que también se llevaría preso a mi aliado. Pero el enemigo aún no estaba vencido.

Conferenciaron entre ellos, y muy pronto nos persiguieron y nos dieron alcance ya que nosotros tratábamos de no parecer fugitivos. Entretanto yo había decidido lo que iba a hacer, y le había explicado a mi amigo que andaríamos juntos hasta que nuestros caminos se separasen y que luego lo importunaría rogándole que se desviase del suyo para acompañarme a la casa de un pocero a quien conocía, un hombre fornido y noble.

De manera que seguimos andando por los campos yermos y llenos de escombros en medio de los siete mineros, que me pisaban los talones pero aún no me habían tocado, a pesar de que el jefe continuó con sus amenazas y me dijo sin ambages que, hiciera lo que hiciese, no podría evitar que me llevase al pueblo. Por fin llegamos a un camino, un lugar solitario y lúgubre rodeado por las grandes colinas de esquisto de las minas abandonadas. Entre ellas ascendía el sendero que conducía a la casa del pocero. «Por aquí», le dije al forjador cuando llegamos a ese punto, y giré por la vereda.

«Por ahí no; seguirán con nosotros por el camino principal», gritó el hombre alto, sujetándome del cuello del abrigo. Me solté y le comuniqué que acababa de cometer una agresión por la que podía denunciarlo. Quizá fuese sólo
post hoc ergo
propter hoc,
o casualidad y no consecuencia, pero la cuestión es que no hizo nada para impedirnos subir la cuesta. No obstante, él y sus amigos continuaron escoltándonos, y juraron que, si era necesario, me seguirían durante toda la noche. Pronto llegamos a lo alto del desfiladero, si puedo llamarlo así, desde donde la casa del pocero, iluminada por dentro, se veía claramente contra el cielo estrellado.

«Allí es donde voy», dije en voz alta. Para mi sorpresa, el hombre alto cambió ligeramente el tono de voz: «¿Cuánto tardará?» «No lo sé, será mejor que me acompañe», respondí. «No, esperaré aquí», repuso, y el forjador y yo continuamos hacia la casa. Al llegar a la puerta me despedí de mi aliado dándole las gracias y una moneda de reconocimiento; luego entré y les conté lo sucedido a mi amigo, el fornido pocero, y a su cordial esposa, que escucharon la historia con indignación. Al cabo de menos de un minuto él y yo salimos de la casa en busca de los hombres que me habían seguido. Pero habían desaparecido. Al ver que aquellas personas a quienes conocían me recibían bien, sin duda llegaron a la conclusión de que sus sospechas eran infundadas y su persecución inútil. En fin, no me molestan las aventuras, ni siquiera en el ocaso de la vida, ni tampoco culpo a mis adversarios, ya actuaran inducidos por una lógica indignación o, como es más probable, por la esperanza de recibir una recompensa. Sin embargo, los considero culpables de un error de juicio grave, incluso peligroso, por no distinguir entre la apariencia de Jack el Destripador y la de este humilde servidor,

Un anciano caballero

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