Druitt se convirtió en sospechoso por la conveniente razón de que se suicidó poco después del asesinato que Macnagthten considera el último del Destripador, el 9 de noviembre de 1888. Con toda probabilidad, el joven abogado sólo era culpable de sufrir una enfermedad mental hereditaria, y quizá lo que inclinó la balanza en contra de él fue lo que supuestamente había hecho para que lo despidieran de Valentine's School. No podemos saber cuáles eran sus pensamientos y sentimientos en ese momento de su vida, pero estaba lo bastante desesperado para llenar de piedras los bolsillos de su abrigo y saltar a las frías y contaminadas aguas del Támesis. Extrajeron su cadáver del río el último día de 1888 y, basándose en el grado de descomposición, conjeturaron que había muerto un mes antes. En el proceso, celebrado en Chiswick, el jurado dictó un veredicto de «suicidio por perturbación de las facultades mentales». Los médicos y los locos parecen haber sido los sospechosos más populares. B. Leeson, que era agente de la policía en la época de los asesinatos del Destripador, explicó en sus memorias que, cuando él se inició en la profesión, el entrenamiento consistía en diez días de asistencia a un juzgado policial y «un par de horas» de instrucción con un inspector jefe. El resto había que aprenderlo con la práctica. «Me temo que no puedo arrojar luz sobre el problema de la identidad del Destripador», escribió Leeson. Sin embargo, añadió que había cierto médico que nunca se encontraba lejos del lugar de los crímenes cuando éstos se cometieron. Supongo que tampoco Leeson estaba lejos, de lo contrario no habría podido reparar en ese «mismo» médico.
Es posible que Frederick Abberline se abstuviera de escribir sobre los casos del Destripador porque era lo bastante inteligente para no hablar de lo que no sabía. En su álbum sólo incluyó los casos que él mismo investigó y resolvió. Pegó recortes de periódico en las páginas y los subrayó (con minuciosidad, con líneas precisas), y sus comentarios son más bien lacónicos y poco entusiastas. Dejó claro que trabajaba mucho y que no siempre se alegraba de ello. Por ejemplo, el 24 de enero de 1885, cuando pusieron una bomba en la Torre de Londres, se sintió «especialmente desbordado de trabajo, pues el entonces ministro de Interior, Sir Wm. Harcourt quería que le informásemos cada mañana de los progresos del caso, y muchas noches, después de una agotadora jornada de trabajo, tenía que permanecer en vela hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, preparando los informes para la mañana siguiente».
Si Abberline tuvo que esforzarse de ese modo durante el atentado contra la Torre de Londres, en la época de los crímenes del Destripador debió de permanecer en pie hasta altas horas de la no-che y acudir al despacho del ministro de Interior a primera hora de la mañana para presentar sus informes. En la tragedia de la Torre de Londres, Abberline llegó «justo después de la explosión» y pidió que todos los presentes permanecieran allí, para que la policía pudiera tomarles declaración. El mismo se ocupó de algunos interrogatorios, y fue entonces cuando «descubrió» a uno de los autores del delito, por «sus titubeos al responder y por su actitud en general». Se escribieron muchos artículos periodísticos sobre el atentado y el excelente trabajo detectivesco de Abberline, y si durante los cuatro años siguientes su fama pareció desvanecerse, cabe pensar que esto se debió a su discreción y su condición de jefe. Fue un hombre que trabajó con diligencia y sin recibir aplausos, el tranquilo relojero que estaba empeñado en reparar los desperfectos, aunque sin llamar la atención.
Sospecho que sufrió por los crímenes del Destripador y que dedicó muchas noches a deambular por las calles, especulando, deduciendo y tratando de encontrar pistas hasta en el sucio y denso aire. En 1892, cuando sus colegas, amigos y familiares, así como también los comerciantes del East End, le ofrecieron una fiesta con motivo de su jubilación, le regalaron un juego de té y café de plata y elogiaron su honorable y extraordinaria labor en la investigación de crímenes. Según el
East London Observer,
el inspector Arnold, de la División «H», explicó a la concurrencia que, durante los crímenes del Destripador, «Abberline vino al East End y dedicó todo su tiempo a arrojar luz sobre aquellos crímenes. Pero, por desgracia, las circunstancias hicieron imposible ese triunfo.»
Abberline debió de sentirse triste y furioso en el otoño de 1888, cuando se vio obligado a confesar a la prensa que «por el momento no se ha podido obtener ni la más remota pista». Estaba acostumbrado a vencer a los criminales. Se dijo que había trabajado tanto para resolver los crímenes del Destripador que «casi se derrumbó bajo la presión». No era inusual que se vistiera de paisano y se mezclara con «gente dudosa» en las cocinas de los albergues hasta altas horas de la noche. Pero fuera donde fuese, el «bellaco» nunca estaba allí. Me pregunto si alguna vez se cruzaría con Walter Sickert. No me sorprendería que los dos hubieran charlado en un momento u otro, y que Sickert le hiciera sugerencias sobre los crímenes. Qué «auténtica fiesta» habría sido.
«¡Teorías!», exclamaría Abberline más tarde, cuando alguien sacaba a colación los crímenes del Destripador. «Estábamos confundidos por las teorías; ¡había tantas! » Todo parece indicar que con los años, cuando estaba dedicado a otros casos, no le hacía mucha gracia que le plantearan el tema. Era mejor dejarlo hablar de las mejoras sanitarias en el East End, o de cómo había resuelto una larga serie de robos siguiendo un rastro que lo condujo a una sombrerera abandonada en una estación de ferrocarril.
A pesar de su experiencia y sus méritos, Abberline no consiguió resolver el caso más importante de su vida. Sería una pena que ese fracaso le hubiera causado dolor y remordimientos, aunque sólo fuera por un instante, mientras trabajaba en su jardín en sus años de retiro. Frederick Abberline se fue a la tumba sin saber a qué se había enfrentado. Walter Sickert era un asesino sin parangón.
El cadáver de Mary Ann Nichols permaneció en el depósito de Whitechapel hasta el jueves 6 de septiembre, cuando por fin decidieron dar descanso e intimidad a su carne descompuesta.
La colocaron en un féretro de madera «de aspecto sólido», y la acomodaron en un coche de caballos que recorrió diez kilómetros hasta el cementerio de Ilford, donde la enterraron. El sol brillaba apenas cinco minutos al día, y el tiempo era lluvioso y nublado.
Al día siguiente, el viernes, la quincuagésimo octava reunión de la British Association tocó temas importantes, como la necesidad de instalar pararrayos e inspeccionarlos de manera adecuada, los caprichos de los rayos y los daños que éstos podían causar a las aves salvajes y los hilos de telégrafo. Se expusieron las cualidades higiénicas de la iluminación eléctrica, y un físico y un ingeniero debatieron si la electricidad era materia o energía. Se dijo que la pobreza y la miseria desaparecerían «si fuera posible evitar la debilidad, la enfermedad, la holgazanería y la estupidez». Y se oyó una buena noticia: Thomas Edison acababa de montar una fábrica y produciría dieciocho mil fonógrafos al año, que se venderían a veinte o veinticinco libras la unidad.
El tiempo era peor que el día anterior: el sol ni siquiera se vislumbraba por entre las nubes y soplaban fuertes vientos del norte. Llovía y granizaba, y los londinenses tenían que adentrarse en una fría niebla tanto para ir y volver del trabajo como para, más tarde, acudir a los teatros.
El doctor Jekyll y mister Hyde
seguía representándose en el Lyceum con gran concurrencia de público, y en el Royal Theater habían estrenado una parodia de esa obra titulada
Hide and Seekyll
El periódico del día contenía un artículo sobre la obra
She,
«un espléndido experimento de dramatización» que había llevado un asesinato y caníbales al Gaiety. El Alhambra, uno de los teatros de variedades favoritos de Sickert, abrió sus puertas a las diez y media para ofrecer el espectáculo de una compañía de bailarinas y el capitán Clives y su «perro maravilloso».
Annie Chapman había tomado su última copa y estaba durmiéndola mientras comenzaba la vida nocturna de Londres. Había sido una semana mala, peor de lo habitual. Annie tenía cuarenta y siete años, y le faltaban los dos incisivos superiores. Medía un metro con cincuenta y cinco centímetros de estatura, era obesa y tenía los ojos azules y el cabello castaño oscuro, corto y rizado. «Había vivido tiempos mejores», como diría más tarde la policía. En la calle la conocían como Annie
la Morena.
Algunos periódicos apuntaron que su trastornado marido era veterinario, pero la mayoría lo describió como un cochero al servicio de un caballero del condado de Windsor.
Annie y su marido no habían tenido contacto desde que se habían separado, y ella no se inmiscuyó en su vida hasta finales de 1886, cuando él dejó de pasarle sin previo aviso la pensión de diez chelines semanales. Un día, una mujer con aspecto de mendiga se presentó en el pub Merry Wives de Windsor y preguntó por Chapman. Dijo que había recorrido a pie los treinta kilómetros que había desde Londres, con sólo una parada en un mesón del camino, y que quería saber si su marido estaba enfermo de verdad o si era sólo una excusa para no enviarle dinero. La camarera del Merry Wives comunicó a la vagabunda que el señor Chapman había muerto el día de Navidad. A Annie sólo le dejó dos hijos que no querían saber nada de ella: un niño que estaba interno en un asilo para lisiados y una hija educada que vivía en Francia.
Annie convivió durante un tiempo con un cedacero, y cuando éste la dejó, comenzó a pedir pequeñas sumas de dinero a su hermano, quien no tardó mucho en cansarse de ayudarla. No tenía contacto con otros miembros de su familia, y cuando su salud se lo permitía, ganaba unos peniques vendiendo flores y labores de ganchillo. Sus amistades la describieron como una mujer «lista» y trabajadora por naturaleza, pero cuanto más crecía su adicción al alcohol, menos se preocupaba ella por lo que hacía para ganarse la vida.
Durante los cuatro meses anteriores a su muerte, Annie había entrado y salido varias veces del hospital. Pasaba las noches en míseras pensiones de Spitalfields, la más reciente de las cuales era la del número 35 de Dorset Sreet, una calle corta que unía Commercial y Crispin como un peldaño de una escalera de mano. Se calcula que había unas cinco mil camas en aquellos antros infernales de Spitalfields, y después del proceso por el asesinato de Annie,
The Times
observó que esa «imagen de la vida […] era suficiente para hacer pensar [a los miembros del jurado] que había pocos motivos para sentirse orgullosos de la civilización del siglo XIX». En el mundo de Annie Chapman, a los pobres se les «arreaba como ganado» y estaban siempre «al borde de la inanición». La violencia estallaba día y noche, alimentada por la miseria, el alcohol y la ira.
Cuatro días antes de su muerte, Annie tuvo un altercado con una mujer llamada Eliza Cooper, que la abordó en la cocina de la pensión para exigirle que le devolviese un trozo de jabón que le había dejado. Furiosa, Annie arrojó medio penique sobre la mesa y le dijo que fuese a comprarse otro. Las dos mujeres comenzaron a discutir y continuaron la riña en el cercano pub Ringer, donde Annie propinó una bofetada a Eliza y ésta respondió con un puñetazo en el ojo y otro en el pecho.
Los moretones de Annie aún eran visibles la madrugada del 8 de septiembre, cuando John Donovan, el casero de la pensión de Dorset Street, le exigió que pagase ocho peniques si deseaba quedarse allí. «No los tengo—respondió ella—. Estoy débil y enferma y he estado en el hospital.» Donovan le recordó las reglas y Annie repuso que saldría a buscar el dinero, al tiempo que le rogaba que le resérvasela cama. Más tarde, Donovan explicó a la policía que Annie estaba «bajo los efectos del alcohol» cuando el vigilante nocturno la acompañó a la salida.
Annie giró a la derecha por la primera calle, Little Paternóster Row, y el vigilante nocturno la vio por última vez en Brushfield Street, que discurría de este a oeste entre una calle que entonces se llamaba Bishopsgate Without Norton Folgate y Commercial Street. Si se hubiera aventurado unas manzanas más al norte de Commercial, habría llegado a Shoreditch, donde había varios teatros de variedades (el Shoreditch Olympia, el Harwood y el Griffin). Un poco más al norte estaba Hoxton, por donde pasaba Walter Sickert cuando regresaba andando a su casa del número 54 de Broadhurst Gardens después de haber pasado la velada en un
music-hall,
un teatro o dondequiera que hubiese ido durante sus compulsivos paseos de últimas horas de la noche y primeras de la mañana.
A las dos de la madrugada, cuando Annie salió a las calles del East End, éstas estaban empapadas y la temperatura era de 10 °C. Vestía falda negra, una chaqueta larga del mismo color, un delantal, medias de lana y botas. Alrededor del cuello llevaba una bufanda de lana negra, atada con un nudo en la parte delantera, y debajo un pañuelo que había comprado hacía poco a una huésped de la pensión. En el anular de la mano derecha lucía tres «ostentosos» anillos de latón. En el bolsillo interior de la falda había guardado un pequeño peine, un trozo de muselina gruesa y un sobre roto que le habían visto recoger del suelo de la pensión para guardar dos píldoras que le habían dado en el hospital. El sobre tenía un matasellos rojo.
Si alguien vio a Annie con vida durante las tres horas y media siguientes, no se presentó como testigo. A las cinco menos cuarto, John Richardson, un mozo del mercado de Spitalfields, se dirigió al número 29 de Hanbury Street, una residencia para pobres que, como tantos otros edificios ruinosos de Spitalfields, había sido un taller donde los tejedores hilaban con telares manuales hasta que las máquinas a vapor los dejaron sin empleo. La madre de Richardson alquilaba la casa y subarrendaba la mitad de las habitaciones a diecisiete personas. John, que era un hijo consciente de sus deberes, había pasado por allí, como siempre que se levantaba temprano, para echar un vistazo al sótano. Dos meses antes alguien se había colado en la casa por esa parte y robado dos sierras y dos martillos. La madre de Richardson llevaba también un negocio de embalaje, y el robo de herramientas no era ninguna minucia.
Tras comprobar que el sótano estaba bien cerrado, Richardson se internó en un pasaje que conducía al patio trasero y se sentó en un umbral para recortar un molesto trozo de cuero de su bota. Según testificó en el proceso, lo hizo con «un viejo cuchillo de cocina de unos doce centímetros de largo»; lo había usado antes para cortar «un trozo de zanahoria» y lo había guardado distraídamente en el bolsillo. Calculó que había permanecido sentado en el umbral unos minutos, con los pies apoyados en el suelo de losetas a escasos centímetros de donde luego hallarían el cuerpo mutilado de Annie Chapman. Richardson no vio ni oyó nada. Se ató la bota recién reparada y echó a andar hacia el mercado justo cuando comenzaba a despuntar el alba.