No tiene sentido que un asesino calculador, lógico e inteligente como Jack el Destripador seccionase primero el abdomen de su víctima, dándole oportunidades de sobra para que luchase con ferocidad mientras era presa del pánico y un dolor inimaginable. Si el juez de instrucción hubiese sometido al doctor Llewellyn a un interrogatorio más concienzudo sobre los detalles médicos, la reconstrucción del asesinato de Mary Ann Nichols podría haber sido muy distinta. Puede que el asesino no la abordase de frente. Puede que no le dijera nada. Puede que ella ni siquiera lo viese.
Una teoría de gran aceptación es que Jack el Destripador se acercaba a sus víctimas y conversaba con ellas antes de llevarlas a un rincón oscuro y aislado, donde las mataba de improviso y con celeridad. Durante un tiempo di por sentado que éste había sido el modus operandi del Destripador en todos los casos. Como tantas otras personas, imaginé que él empleaba la argucia de solicitar los favores de sus víctimas para que lo siguiesen. Puesto que el coito con prostitutas solía practicarse con la mujer de espaldas al cliente, ésta parecía la oportunidad perfecta para que el Destripador la degollase antes de que ella fuera consciente de lo que ocurría.
No descarto la posibilidad de que el Destripador actuase de este modo, al menos en algunos asesinatos. De hecho, no se me ocurrió que pudiera haber empleado otro método hasta que tuve un momento de clarividencia durante las vacaciones de Navidad de 2001, cuando me encontraba en Aspen con mi familia. Estaba pasando una noche sola en una urbanización situada al pie del monte Ajax y, como de costumbre, había llevado varias maletas con material de investigación. Mientras hojeaba por enésima vez un libro sobre la obra de Sickert, me detuve en la página de un cuadro célebre titulado
Hastío.
Qué curioso, pensé, que esta obra fuese considerada tan extraordinaria como para que la Reina Madre de Inglaterra comprase una de las cinco versiones y la colgase en Clarence House. Las demás se encuentran en manos privadas o están en museos prestigiosos, como la Tate Gallery.
En las cinco versiones de
Hastío,
un hombre maduro de aspecto aburrido está sentado a una mesa, con un cigarro encendido y un vaso alto, supongo que de cerveza, delante de él. Mira al vacío, abstraído en sus pensamientos y sin mostrar el menor interés por la mujer que se encuentra a su espalda, inclinada sobre un aparador y con la cabeza apoyada en la mano, contemplando melancólica unas palomas disecadas que están dentro de una campana de cristal. Un detalle fundamental del cuadro es el retrato de una mujer, una diva, que aparece colgado en la pared, detrás de las cabezas de la aburrida pareja. Después de haber visto varias versiones de
Hastío,
era consciente de las ligeras variaciones en la apariencia de la diva.
En tres de ellas, la mujer lleva sobre los hombros algo semejante a una gruesa boa de plumas. Pero en las versiones de la Reina Madre y la Tate Gallery no se ve la boa, sino una indistinguible figura marrón rojiza que envuelve el hombro izquierdo y cae sobre la parte superior del brazo y el pecho. Sólo cuando yo misma experimenté hastío, sentada en el apartamento de Aspen, reparé en una media luna vertical de un pálido color carne sobre el hombro izquierdo de la diva. Este dibujo tiene una especie de protuberancia en el lado izquierdo que se parece mucho a una oreja.
Tras una inspección más atenta, la figura se convierte en la cara de un hombre semioculta por las sombras. Se está acercando a la mujer por detrás, y ella gira ligeramente la cabeza como si intuyera su proximidad. Bajo una lupa de pocos aumentos, la cara del hombre se ve con más claridad, y la de la mujer adquiere el aspecto de una calavera. Pero con una lupa de más aumentos, la imagen se disgrega en pinceladas sueltas. Viajé a Londres, contemplé el original de la Tate Gallery y no cambié de opinión. Envié una diapositiva del cuadro al Instituto de Ciencia y Medicina Forense de Virginia para ver si la tecnología podía proporcionar una visión más precisa.
La ampliación computerizada de imágenes detecta centenares de tonalidades de gris que el ojo humano es incapaz de percibir, y hace visible o descifrable una fotografía borrosa o un texto borrado. Sin embargo, esta técnica es eficaz con cintas de vídeo o fotografías deficientes, pero no con pinturas. Lo único que conseguimos con
Hastío
fue separar las pinceladas de Sickert hasta que obtuvimos el reverso de lo que hizo cuando las unió. Como tantas otras veces mientras trabajaba en el caso del Destripador, me recordaron que la ciencia forense no puede ni podrá reemplazar las facultades humanas de detección, deducción, experiencia y sentido común, como tampoco un trabajo diligente.
El
Hastío
de Sickert se vinculó con la investigación de los crímenes del Destripador mucho antes de que yo reparara en él, aunque de una manera muy diferente. En una versión del cuadro, la diva envuelta en una boa tiene una mancha blanca en el hombro izquierdo que guarda una ligera semejanza con las palomas disecadas del aparador. Algunos entusiastas del caso del Destripador insisten en que el «pájaro» es una «gaviota», en inglés
gull,
y que Sickert la introdujo en el cuadro para sugerir que el asesino era sir William Gull, el médico personal de la reina Victoria. Los defensores de esta interpretación suelen suscribir la teoría de la conspiración real, que implica al doctor Gull y al duque de Clarence en cinco crímenes del Destripador.
Esta teoría se consolidó en la década de 1970. Aunque mi propósito en este libro no es determinar quién no fue el Destripador, afirmo categóricamente que no fue ni el doctor Gull ni el duque de Clarence. En 1888 el doctor Gull tenía setenta y un años, y había sufrido ya una apoplejía. El duque de Clarence no usó instrumentos más agudos que su mente. Eddy, como lo llamaban, nació dos meses antes de lo previsto, después de que su madre fuese a ver un partido de
hockey
sobre hielo en el que participaba su marido y, por lo visto, pasara demasiado tiempo «dando vueltas» en un trineo. Se encontró mal y la llevaron a Frogmore, donde sólo disponían de un médico local para supervisar el inesperado nacimiento de Eddy.
Es probable que sus problemas de desarrollo tuvieran menos que ver con su nacimiento prematuro que con su limitada dotación de genes reales. Eddy era encantador pero obtuso. Era sensible y dulce, pero un pésimo estudiante. Apenas era capaz de montar a caballo, hizo un papel mediocre durante su adiestramiento militar y mostraba una afición desmedida por la ropa. La única solución que encontraron para él su frustrado padre, el príncipe de Gales, y su abuela, la reina Victoria, fue enviarlo, de vez en cuando, a que realizase largos viajes por tierras lejanas.
Aún hoy circulan rumores sobre sus preferencias sexuales y sus indiscreciones. Es posible que mantuviese relaciones homosexuales, como recogen algunos libros, pero alternaba con mujeres. Quizá fuese sexualmente inmaduro y experimentara con ambos sexos. No habría sido el primer miembro bisexual de la familia real. Pero Eddy se sentía más apegado emocionalmente a las mujeres, en especial a su hermosa y afectuosa madre, a quien no parecía preocuparle que le importase más la ropa que la Corona.
El 12 de julio de 1884, el frustrado padre de Eddy, príncipe de Gales y futuro rey, escribió al tutor alemán de su hijo: «Con sincero pesar recibimos la noticia de que nuestro hijo se retrasa tanto por las mañanas […] Tendrá que recuperar el tiempo perdido estudiando más.» En esta triste carta de siete páginas escrita en Marlborough House, el Príncipe insiste con firmeza —si no con desesperación— en que su hijo, heredero directo del trono, «debe arrimar el hombro».
Eddy no tenía ni la energía ni el interés necesarios para perseguir prostitutas, y sugerir lo contrario es ridículo. En las noches de al menos tres de los asesinatos no estaba en Londres, ni siquiera cerca de la ciudad (aunque no necesita coartadas), y los asesinatos continuaron después de su prematura muerte, acaecida el 14 de enero de 1892. Incluso si el médico de la familia, el doctor Gull, no hubiera sido un anciano enfermo, estaba demasiado ocupado cuidando de la salud de la reina Victoria y del frágil Eddy, de modo que parece difícil que tuviera tiempo o interés para recorrer Whitechapel en un coche real a altas horas de la noche y apuñalar a las prostitutas que chantajeaban a Eddy a causa de su «matrimonio secreto» con una de ellas. O algo por el estilo.
Sin embargo, es cierto que Eddy había sido víctima de un chantaje con anterioridad, como atestiguan dos cartas que escribió a George Lewis, el magnífico abogado que, más tarde, representaría a Whistler en un pleito relacionado con Walter Sickert. En 1890 y 1891, Eddy se dirigió a Lewis porque se había metido en una situación comprometida con dos mujeres de clase baja, una de las cuales era una tal señorita Richardson. Trató de salir del aprieto pagando para recuperar unas cartas que, con total imprudencia, había enviado a esa mujer y a una amiga suya.
«Me complace saber que pudo llegar a un acuerdo con la señorita Richardson—escribió Eddy a Lewis en noviembre de 1890—, aunque doscientas libras me parece una cantidad exagerada por unas cartas.» Prosigue diciendo que había tenido noticias de la señorita Richardson «el otro día» y que ella le exigía cien libras más. Eddy promete que hará «todo lo posible para recuperar» también las cartas que había escrito a «la otra señora».
Un año después, Eddy escribe en «noviembre» [tachado] «diciembre» de 1891 desde el «Cuartel de Cabalería»
[sic]
y le envía a Lewis un regalo «en reconocimiento por la gentileza que demostró el otro día, al sacarme del apuro en que imprudentemente me metí». Pero, al parecer, «la otra señora» no se dejó disuadir con facilidad, ya que Eddy afirmó que tuvo que enviar a un amigo a verla y «pedirle las dos o tres cartas que le había escrito […] Puede estar seguro de que en el futuro me guardaré bien de involúcrame en complicaciones de esta índole».
Aunque ignoramos qué escribió el duque de Clarence a la señorita Richardson y « l a otra señora», podemos deducir que esas cartas habrían causado problemas a la familia real. Eddy era consciente de que los ciudadanos, y en especial su abuela, no verían con buenos ojos su relación con mujeres capaces de chantajearlo. Pero lo que demuestra este intento de extorsión es que la inclinación natural de Eddy ante una situación semejante no era asesinar ni mutilar a sus enemigos, sino pagar por su silencio.
Es posible que las obras de Sickert contengan «pistas», pero sin duda son acerca de él mismo, así como sobre sus sentimientos y actos. Su arte refleja aquello que veía, filtrado por el tamiz de una imaginación a veces infantil, a veces salvaje. El punto de vista en la mayoría de sus cuadros indica que solía observar a la gente por detrás. Veía a sus modelos, pero ellos no lo veían a él. Veía a sus víctimas, pero ellas no lo veían a él. Quizás observase a Mary Ann Nichols durante un rato antes de agredirla. A buen seguro, trató de determinar el grado de borrachera de la mujer y planeó la mejor forma de abordarla.
Tal vez se aproximara a ella en la oscuridad, le enseñase una moneda y le dijera unas palabras antes de colocarse a su espalda. O puede que emergiera de entre las sombras y se lanzase de pronto sobre ella. Las lesiones de Mary Ann —suponiendo que las hayan descrito de la forma correcta— podrían haberse producido cuando el asesino le agarró la mandíbula y le echó la cabeza atrás para degollarla. Es posible que se mordiese la lengua, lo que justificaría la abrasión que observó el doctor Llewellyn. El hecho de que tratara de volverse explicaría que la primera incisión fuera incompleta, en esencia, una intentona fallida. Los hematomas de la mandíbula y la cara serían consecuencia de la presión que debió de ejercer el asesino antes de cortarle el cuello por segunda vez, una cuchillada tan violenta que prácticamente la decapitó.
La posición del Destripador, detrás de su víctima, habría evitado que lo salpicase la sangre arterial que debió de brotar a chorros de la carótida izquierda. Pocos asesinos se arriesgarían a mancharse la cara con sangre, sobre todo con la sangre de una víctima que debía de padecer enfermedades, cuando menos de transmisión sexual. Mientras Mary Ann estaba de espaldas, el asesino le levantó la ropa de la parte inferior del cuerpo. Ella no podía gritar. No creo que fuera capaz de emitir sonido alguno, aparte de los gemidos ahogados y los gorgoteos de aire y sangre que salían de su tráquea seccionada. Cabe la posibilidad de que se asfixiase con su propia sangre mientras se desangraba viva, un proceso que suele durar unos minutos.
Casi todos los informes judiciales, incluido el del doctor Llewellyn, coinciden en que la víctima «murió al instante». No es verdad. Un disparo en la cabeza puede provocar la muerte en el acto, pero una persona tarda varios minutos en desangrarse, ahogarse, asfixiarse o sufrir el cese de todas sus funciones vitales a causa de una apoplejía o un ataque cardíaco. Es posible que Mary Ann permaneciera consciente y supiera lo que le estaba pasando cuando el asesino comenzó a apuñalarla en el abdomen. Hasta es probable que siguiera viva cuando él abandonó el cuerpo en la calle.
Robert Mann, un interno del asilo de Whitechapel, estaba a cargo del depósito de cadáveres la mañana en que llevaron el cadáver allí. Durante los interrogatorios de la investigación judicial del 17 de septiembre, Mann declaró que la policía había llegado poco después de las cuatro de la madrugada y le había ordenado que se levantase. Los agentes le indicaron que había un cadáver en el patio y que se diera prisa, de manera que él los acompañó a la ambulancia. Introdujeron el cuerpo en el depósito, y el inspector Spratling y el doctor Llewellyn entraron para echarle un vistazo. Luego la policía se marchó, y debían de ser las cinco de la madrugada cuando Mann cerró la puerta del depósito con llave y se fue a desayunar.
Alrededor de una hora después, Mann y otro interno llamado James Hatfield regresaron al depósito y comenzaron a desvestir el cuerpo solos, sin la supervisión de la policía. Mann juró al juez de instrucción Baxter que nadie le había prohibido que tocase el cadáver y que la policía no se encontraba allí. ¿Estaba absolutamente seguro de eso? Sí; bueno, quizá no. Quizá se equivocara. No lo recordaba bien. Si la policía decía que había estado allí, tal vez estuviese allí. Mann se mostró cada vez más confundido durante el interrogatorio; según informó
The Times,
era un hombre «propenso a sufrir ataques […] y su testimonio fue poco fiable».