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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

Retrato de un asesino (21 page)

BOOK: Retrato de un asesino
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Con toda probabilidad, el doctor Llewellyn era un médico local en quien la policía confiaba, y es posible que se hubiera establecido en Whitechapel por razones humanitarias. Era miembro de la Asociación Británica de Ginecología, de manera que sin duda estaba acostumbrado a que requiriesen sus servicios a altas horas de la noche. Cuando la policía llamó a su puerta en la madrugada del 31 de aeosto, seguramente se dirigió al escenario del crimen con la mayor celeridad posible. No estaba formado para hacer mucho más que determinar si la víctima estaba muerta y ofrecer a la policía una conjetura seria sobre la hora de la muerte.

A menos que el cuerpo hubiera adquirido una tonalidad verdosa alrededor del abdomen, lo que indicaría que se encontraba en los primeros estadios de la descomposición, la práctica habitual en aquellos tiempos, cuando las investigaciones acerca de la muerte estaban en pañales, era esperar al menos veinticuatro horas para hacer la autopsia, por si la persona seguía viva y «recobraba el conocimiento» cuando la estaban abriendo en canal. Circulaban siniestras historias sobre individuos que habían despertado de pronto y tratado de sentarse dentro del ataúd, de manera que algunos aprensivos, preocupados por la posibilidad de llevarse un susto semejante, se hacían instalar un timbre en la tumba, conectado al ataúd mediante un cordón que penetraba en la tierra. Algunas de estas historias podrían ser referencias veladas a la necrofilia. En un caso en particular, supuestamente se descubrió que una mujer no estaba muerta cuando un hombre la violó en su féretro. De hecho estaba paralizada, aunque lo bastante consciente para sucumbir a las debilidades de la carne.

Los informes policiales sobre el asesinato de Mary Ann Nichols dejan claro que el doctor Llewellyn no sentía el menor interés por la ropa de una víctima y mucho menos por los sucios harapos de una prostituta. Las prendas de vestir no eran una fuente de pruebas, sino un medio de identificación. Cabía la posibilidad de que alguien reconociera a un muerto por lo que llevaba puesto. A finales del siglo XIX, la gente no tenía más documentos de identificación que el pasaporte o un visado. Pero rara vez los llevaban encima, ya que no se necesitaba ninguno de los dos para viajar a la Europa continental. Los cadáveres que se encontraban en la calle solían llegar al depósito sin identificar, a menos que los vecinos o la policía los reconocieran.

Me he preguntado muchas veces cuántos pobres diablos ocupan desde entonces tumbas anónimas o con un nombre equivocado. No habría sido difícil asesinar a alguien y ocultar su identidad, o fingir la propia muerte. Durante la investigación de los crímenes del Destripador, no se hacía nada para diferenciar la sangre humana de otros mamíferos o de la de los pájaros y los peces. A menos que la sangre estuviera en el cadáver, cerca de él, o en un arma encontrada en el escenario del crimen, la policía no podía saber si estaba relacionada con el asesinato o pertenecía a un caballo, una oveja o una vaca. En la década de 1880, las calles cercanas a los mataderos de Whitechapel estaban cubiertas de sangre y vísceras podridas, y muchos hombres caminaban por allí con manchas sanguinolentas en la ropa y las manos.

El doctor Llewellyn se equivocó en casi todas sus conclusiones sobre el asesinato de Mary Ann Nichols, aunque quizá no habría podido hacerlo mejor, habida cuenta de su limitada formación y los medios disponibles en la época. Podría ser interesante imaginar cómo se habría investigado el homicidio de Mary Ann Nichols en la actualidad. Ambientaré la escena en Virginia, no porque sea el lugar donde trabajé y desde donde continúan asesorándome, sino porque allí se encuentra uno de los mejores departamentos de medicina legal del país.

En Virginia, cada una de las oficinas de los cuatro distritos cuenta con médicos especializados en patología y subespecializados en patología forense, una formación que requiere diez años de estudios de posgrado, sin contar los tres adicionales caso de que el patólogo desee graduarse también en leyes. Los patólogos forenses practican autopsias, pero es el analista médico —un médico de cualquier especialidad, que trabaja a tiempo parcial en colaboración con el patólogo y la policía— quien acude al escenario de una muerte súbita, inesperada o violenta.

Si el doctor Rees Ralph Llewellyn trabajase hoy en Virginia, tendría una consulta privada y colaboraría a tiempo parcial con uno de los cuatro distritos, dependiendo de su lugar de residencia. Si hoy apareciese el cadáver de Mary Ann Nichols, la policía local llamaría al doctor Llewellyn para que acudiera al escenario del crimen, que estaría acordonado y protegido tanto del público como de las inclemencias del tiempo. En caso necesario se montaría una tienda de campaña, y el sitio estaría rodeado de potentes reflectores. En la calle habría agentes para mantener a raya a los curiosos y desviar el tráfico.

El doctor Llewellyn insertaría un termómetro esterilizado en el recto de la víctima —siempre que éste no estuviera lesionado— para tomarle la temperatura; luego mediría también la temperatura atmosférica. Tras un cálculo rápido, tendría una ligera idea de la hora de la muerte, ya que, en circunstancias normales y con una temperatura ambiente de unos 22°C, el cuerpo se enfriaría 8 décimas por hora durante las primeras doce. El doctor Llewellyn comprobaría el grado de rigor mortis y livor mortis, y realizaría un minucioso examen externo del cadáver, así como de lo que hay debajo y en torno a él. Haría fotografías y recogería cualquier prueba presente en el cuerpo que pudiera perderse o contaminarse durante el traslado. Interrogaría con exhaustividad a la policía y tomaría notas. Luego, enviaría el cadáver al depósito del distrito, donde un patólogo forense practicaría la autopsia. El resto de las pruebas recogidas y fotografiadas quedaría en manos del departamento de investigaciones de la policía o de la brigada forense.

A grandes rasgos, este procedimiento es parecido al que se sigue en Inglaterra en la actualidad, con la diferencia de que allí se celebra un proceso presidido por un juez de instrucción una vez que se ha registrado el escenario del crimen y examinado el cadáver.

La información y los testigos se presentan ante el juez y un jurado, y éstos deciden si la muerte fue natural, accidental, suicidio u homicidio. En Virginia, es el patólogo forense encargado de la autopsia quien determina las circunstancias de la muerte. En Inglaterra esta conclusión queda en manos de un jurado, lo que puede ser lamentable si sus miembros no comprenden los aspectos médicos o legales del caso, en especial cuando éstos son poco claros.

Sin embargo, el jurado puede ir más allá que el patólogo forense y enviar a juicio un caso de muerte en circunstancias «indeterminadas». Estoy pensando en una mujer «ahogada», cuyo marido acababa de contratar un cuantioso seguro de vida a nombre de ella.

El trabajo del experto médico no consiste en sacar deducciones, con independencia de lo que crea en su fuero interno. Pero los miembros del jurado sí pueden inferirlas. Pueden reunirse a deliberar, sospechar que la mujer murió a manos de su codicioso marido y mandar el caso a los tribunales.

Estados Unidos importó el sistema inglés de investigación forense. Sin embargo, con el transcurso de los años los distintos estados, condados y ciudades empezaron a rechazar la actuación del juez de instrucción, que es casi siempre un funcionario sin conocimientos médicos, elegido por el pueblo e investido con el poder de decidir cómo murió una persona y si se cometió un asesinato. Cuando empecé a trabajar en la Oficina de Medicina Legal de Richmond, di por sentado que otras jurisdicciones tenían el mismo sistema que Virginia. Me quedé consternada cuando descubrí que no era así. Muchos jueces de instrucción de otros estados son propietarios de empresas de pompas fúnebres, lo cual, en el mejor de los casos, supone un conflicto de intereses. En el peor, es una oportunidad para la incompetencia médico-legal y la explotación económica de los familiares y allegados.

La investigación forense en Estados Unidos nunca se ha regido por leyes nacionales. Algunos estados o ciudades continúan teniendo jueces de instrucción que acuden al escenario del crimen, pero no practican autopsias porque no son patólogos; en ocasiones, ni siquiera médicos. Hay oficinas de medicina legal —como la de Los Ángeles— donde al analista médico se le llama también juez de instrucción, aunque es un patólogo forense y no ha accedido al cargo por la vía electoral.

Finalmente, algunos estados tienen analistas médicos en unas ciudades y jueces de instrucción en otras. En otras localidades no hay ninguna de las dos cosas, y el gobierno local paga a regañadientes una tarifa miserable a un «patólogo forense itinerante» para que se ocupe de un caso médico-legal, casi siempre en un lugar inapropiado —cuando no inverosímil—, como una empresa de pompas fúnebres. La peor instalación que recuerdo estaba en un hospital de Pensilvania, donde se practicó una autopsia en el «depósito» que utilizaban para guardar de manera temporal niños nacidos muertos y miembros amputados.

13
Grandes aspavientos

El procedimiento inglés para investigar las muertes se remonta al reinado de Ricardo I, hace ocho siglos, cuando se decretó que en cada condado del reino de su Majestad ciertos funcionarios se ocuparían de los «intereses de la Corona». A estos hombres se les llamaba crowners, un término que evolucionó para convertirse en coroner («juez de instrucción»).

Al coroner lo elegían los señores feudales del condado y debía ser un caballero de buena posición económica y excelente reputación, además, y por descontado, de ser imparcial y honrado en la recaudación de los impuestos de la Corona. Una muerte súbita era una fuente potencial de ingresos para el Rey si se descubría algo turbio en una muerte violenta o un suicidio, o incluso si la persona que encontraba el cadáver tenía una reacción indebida, como permanecer impasible o mirar hacia otro lado.

Es propio de la naturaleza humana hacer aspavientos cuando se descubre a un muerto, pero en la época medieval, no hacerlos suponía arriesgarse a un castigo y una multa. Cuando una persona moría de manera repentina, había que llamar al
coroner
de inmediato. Este acudía lo antes posible y reunía al jurado para celebrar lo que luego llamaríamos un proceso. Da miedo pensar cuántas muertes se calificarían de asesinato aunque la pobre víctima se hubiera atragantado comiendo cordero, sufrido un infarto o sucumbido antes de tiempo a una enfermedad cardíaca congénita o un aneurisma. Los suicidios y los asesinatos eran afrentas contra Dios y el Rey. Si una persona se quitaba la vida, o si se la quitaba otro, el
coroner
y el jurado decretaban que el suicida o el asesino habían actuado con malicia, y todos los bienes del difunto podían acabar en las arcas de la Corona. Esto colocaba al
coroner
en la tentadora posición de negociar un poco y dar muestras de compasión antes de marcharse con los bolsillos llenos.

Con el tiempo, el poder que ostentaba el
coroner
le otorgó atribuciones de juez y se convirtió en un defensor de la ley. El sospechoso que buscaba refugio en una iglesia pronto se encontraba cara a cara con el
coroner,
que le exigía una confesión y se apoderaba de sus bienes en nombre de la Corona. Estos funcionarios llevaban a cabo las truculentas prácticas conocidas como «ordalías», mediante las cuales, para demostrar su inocencia, una persona debía permanecer impasible y no sufrir lesiones mientras ponía la mano en el fuego o soportaba otras torturas horribles bajo la severa mirada del
coroner.
Antes de que existieran las autopsias y la policía profesional, la muerte de una mujer que tropezaba en la escalinata de un castillo podía llegar a considerarse asesinato si su marido era incapaz de aguantar pavorosos tormentos y salir indemne.

Lo que hacían los
coroners
de antaño era como si un forense actual sin formación médica llegara al escenario del crimen en un furgón del depósito, echara un vistazo al cadáver, escuchara a los testigos, averiguara cuánto valía el difunto, decidiera que una muerte súbita por una picadura de abeja era un envenenamiento, pusiera a prueba la inocencia de la esposa sujetándole la cabeza debajo del agua y, si ella no moría en un lapso de cinco o diez minutos, llegara a la conclusión de que no era culpable. En caso de que la mujer se ahogara, se dictaría un veredicto de culpabilidad y los bienes de la familia pasarían a manos de la Reina, o a las del presidente de Estados Unidos, dependiendo de dónde hubiera tenido lugar el deceso. En el antiguo sistema, los miembros del jurado recibían sobornos. Los
coroners
podían enriquecerse y los inocentes, perder todas sus pertenencias o fallecer en la horca. En la medida de lo posible, era conveniente no morir de manera repentina.

Pero las cosas cambiaron para mejor. En el siglo XVI, el campo de acción del
coroner
se restringió: pasó a ocuparse en exclusiva de la investigación de las muertes súbitas, manteniéndose al margen de la aplicación de la ley y las ordalías. En 1860 —el año en que nació Walter Sickert— una comisión recomendó que el proceso de elección del
coroner,
el juez de instrucción, se tratase con la misma seriedad que las votaciones para elegir a los miembros del Parlamento. A medida que se concedía mayor importancia a que las autopsias y la manipulación de las pruebas se realizasen de manera competente, el prestigio del
coroner
fue creciendo, y en 1888 —cuando comenzaron los crímenes del Destripador— se dictó una ley que prohibía que los hallazgos de los
coroners
proporcionaran cualquier tipo de beneficio económico a la Corona.

Esta importante disposición rara vez se cita en conexión con los crímenes del Destripador. La objetividad de la investigación forense se convirtió en una prioridad, y se eliminó la posibilidad de que la Corona aprovechara la ocasión para obtener ganancias materiales. Este cambio en la legislación supuso también un cambio de mentalidad que animó a los
coroners
a concentrarse en la justicia y hacer caso omiso de las presiones de la monarquía. La Corona no habría ganado nada por interferir en los procesos de Martha Tabran, Mary Ann Nichols y las demás víctimas del Destripador, ni siquiera si estas mujeres hubieran sido ciudadanas ricas e influyentes. El juez de instrucción de cada caso tampoco tenía nada que ganar, pero sí mucho que perder si la prensa lo describía como un idiota incompetente, un embustero o un tirano codicioso. Los hombres como Wynne Baxter se mantenían mediante el respetable ejercicio de la ley. Sus ingresos no aumentaban demasiado porque estuvieran al frente de una investigación judicial, pero se jugaban su medio de vida si alguien ponía en entredicho su honradez o su capacidad.

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