Al principio, en la policía metropolitana no había detectives. Bastantes problemas tenían ya con los agentes uniformados de azul, y la idea de que unos hombres vestidos de paisano vigilasen de manera solapada a la gente para pillarla en falta suscitó la violenta oposición de los ciudadanos, e incluso de los policías uniformados, a quienes no les gustaba que los detectives ganasen más que ellos y les preocupaba la posibilidad de que el verdadero propósito de esos individuos fuese espiar en sus propias filas. Entre 1842, cuando comenzaron los esfuerzos en pro de la creación de un sólido departamento de detectives, y mediados de la década, cuando se introdujeron agentes de paisano, se cometieron muchos errores, como la absurda decisión de contratar a caballeros cultos sin adiestramiento policial.
Cuesta imaginar a una persona semejante entrevistando a un borracho del East End que acababa de aplastar la cabeza de su mujer con un martillo o de degollarla con una navaja.
El Departamento de Investigación Criminal no se organizó formalmente hasta 1878, sólo diez años antes de que Jack el Destripador empezara a aterrorizar a los habitantes de Londres. En 1888, la opinión pública sobre los agentes secretos no había cambiado mucho. El hecho de que los representantes de la ley vistiesen de paisano o arrestasen a la gente mediante estratagemas continuaba despertando recelos. Se suponía que la policía no debía tender trampas a los ciudadanos, y Scotland Yard cumplía a rajatabla la norma de usar agentes de paisano sólo cuando había pruebas evidentes de que en cierta zona se estaban cometiendo delitos con reiteración. No era un enfoque preventivo sipo legalista, y retrasó la decisión de emplear métodos secretos cuando el Destripador comenzó su carnicería en el East End.
Scotland Yard no estaba preparada para un asesino corno él y, después del homicidio de Mary Ann Nichols, la población se ensañó más que nunca con la policía, criticándola, ridiculizándola y culpándola. Los principales periódicos ingleses cubrieron de forma obsesiva tanto el propio crimen como las distintas audiencias de la investigación judicial. El caso fue portada de publicaciones sensacionalistas como
The Illustrated Police News
y la económica
Famous Crimes,
que se vendía por un penique. Los artistas hacían representaciones morbosas y obscenas de los asesinatos, y nadie —ni los funcionarios del Home Office, ni los policías, ni los detectives, ni los jefazos de Scotland Yard; ni siquiera la reina Victoria— tenía la menor idea de la naturaleza del problema ni de su solución.
Cuando el Destripador comenzó a matar, en las calles sólo había policías uniformados que trabajaban demasiado y ganaban poco. Llevaban el equipo habitual: un silbato, una porra, quizás una matraca y una linterna de ojo de buey, apodada «la lámpara oscura» porque lo único que hacía era iluminar— y no demasiado— a la persona que la sujetaba. Esta linterna era un artilugio pesado y peligroso, compuesto por un cilindro de veinte centímetros de altura con una chimenea con forma de cono truncado. Tenía una lente de aumento de siete centímetros de diámetro, hecha de grueso vidrio esmerilado, y en el interior de la lámpara había un pequeño receptáculo para aceite y una mecha.
El brillo de la llama se controlaba girando la chimenea. En el interior había un tubo metálico que rotaba y ocultaba la llama hasta donde fuera necesario, permitiendo que un policía hiciera señales a otro en la calle con los destellos de luz. Supongo que la palabra «destello» parecerá una exageración a cualquiera que haya visto una de estas lámparas encendida. Yo encontré varias oxidadas pero auténticas de Hiatt & Co., fabricadas en Birmingham a mediados del siglo XIX e idénticas a las que usó la policía durante la investigación de los crímenes del Destripador. Una noche saqué una al patio y encendí un pequeño fuego en el receptáculo del aceite. La lente se convirtió en un ojo parpadeante de color anaranjado rojizo. Pero la convexidad del cristal hace que la luz se desvanezca cuando se la mira desde ciertos ángulos.
Puse la mano delante del farol y apenas pude ver la palma a unos doce centímetros de distancia. La chimenea comenzó a humear y el cilindro se calentó (según la leyenda policial, se calentaba lo suficiente para preparar té). Imaginé a un pobre agente haciendo su ronda y sujetando ese trasto por las dos asas de metal, o enganchándolo a su cinturón de cuero, que tenía una hebilla con forma de «S» invertida. Es un milagro que no se quemasen vivos.
Puede que el Victoriano medio no estuviera al tanto de las deficiencias de estas lámparas. Las revistas y los periódicos baratos mostraban a policías proyectando intensos rayos de luz en oscuros rincones y callejuelas mientras el asustado sospechoso de turno retrocedía, protegiéndose del deslumbrante resplandor. A menos que estos dibujos de tebeo se exagerasen de forma deliberada, me hacen sospechar que la mayoría de la gente nunca había visto un farol de ojo de buey en uso. Pero eso no es sorprendente. Los policías que patrullaban las zonas más seguras de la metrópolis no tenían necesidad de encender sus lámparas. Era en los lugares tenebrosos donde brillaban los ojos inyectados en sangre de estos artilugios, iluminando apenas las rondas de los policías, y la mayoría de los londinenses que viajaban a pie o en coches de caballos no frecuentaba esas zonas.
Walter Sickert era un amante de la noche y de los barrios bajos. Sin duda conocía bien el aspecto de una linterna de ojo de buey, ya que tenía la costumbre de deambular por sitios tenebrosos después de asistir a los espectáculos de variedades. Durante su estancia en Camden Town, cuando produjo sus obras más ostensiblemente violentas, solía pintar escenas de crímenes a la tétrica luz de uno de estos faroles. La artista Marjorie Lilly, que compartió su casa y uno de sus estudios, fue testigo de ello en más de una ocasión, y más tarde lo describió como «el doctor Jekyll» adoptando «el papel de Mr. Hyde».
Era imposible que el oscuro uniforme y las capas de lanilla de los policías los mantuvieran calientes y secos cuando el tiempo era desapacible, y en los días cálidos, la incomodidad de un agente de la ley debía de ser notoria. No podía aflojarse el cinturón, ni desabrocharse la chaqueta, ni quitarse el casco de forma militar con su brillante estrella de Brunswick. Si las botas de cuero que le habían proporcionado le hacían daño, no le quedaba más remedio que comprarse otro par con su dinero o sufrir en silencio.
En 1887, un miembro de la policía metropolitana ofreció al público una visión de la vida de los agentes de la ley. En un artículo anónimo publicado en
The Pólice Review and Parade Gossip,
contó que su esposa y su moribundo hijo de cuatro años se veían obligados a vivir en dos habitaciones de un albergue de Bow Street. El alquiler le costaba diez de los veinticuatro chelines que ganaba a la semana. Corrían tiempos de gran malestar social, escribió, y la animosidad hacia la policía era patente.
Armados sólo con una pequeña porra enfundada en un bolsillo especial en la pernera del pantalón, estos agentes salían a la calle día tras día y noche tras noche, «prácticamente hartos del constante trato con vehementes criaturas enloquecidas por la necesidad y la codicia». Indignados ciudadanos los insultaban y los acusaban de estar «en contra del pueblo y de los pobres», decía el artículo sin firma. Los londinenses más acomodados a veces llamaban a la policía después de cuatro o cinco horas de un robo o un atraco, y luego se quejaban en público de que la policía era incapaz de atrapar a los delincuentes.
Además de ingrata, la labor del policía era casi imposible, ya que la mayoría de los días una sexta parte de los quince mil miembros del cuerpo estaba de baja por enfermedad, de permiso o suspendidos. La supuesta proporción de un policía cada cuatrocientos cincuenta ciudadanos era engañosa. El número de hombres en la calle variaba a lo largo de la jornada. Puesto que esta cifra se duplicaba durante el turno nocturno (entre las diez de la noche y las seis de la mañana), durante el matinal (de seis a dos) y el vespertino (de las dos de la tarde a las diez de la noche) sólo había dos mil policías de servicio. Esto equivale a un agente cada cuatro mil ciudadanos, o un policía para cubrir nueve kilómetros de calle. En agosto, la relación empeoraba aún más, ya que dos mil hombres libraban por vacaciones.
Durante el turno de noche, un agente debía hacer su ronda en un lapso de entre diez y quince minutos, a un paso medio de dos kilómetros y medio por hora. Cuando el Destripador comenzó a matar, esta norma había perdido vigencia, pero el hábito estaba profundamente arraigado. Los delincuentes reconocían el paso regular y vivaz de un policía desde una distancia considerable.
La zona metropolitana de Londres medía mil kilómetros cuadrados, y aunque la cifra de agentes de servicio se duplicara durante la madrugada, el Destripador podría haber deambulado por los pasajes, callejuelas y plazas del East End sin ver una sola estrella de Brunswick. Si un policía se acercaba, su paso inconfundible lo delataría. Después de cometer su crimen, el Destripador podía ocultarse entre las sombras, esperar a que hallasen el cadáver y oír las exaltadas conversaciones de los testigos, los médicos y la policía. Jack el Destripador podía observar los movedizos ojos anaranjados de la linterna de ojo de buey sin temor a que lo descubriesen.
A los psicópatas les encanta presenciar el drama del que son autores. Es habitual que los asesinos en serie regresen al escenario del crimen o que se involucren en la investigación. No es infrecuente que un homicida acuda al entierro de su víctima, y en la actualidad la policía envía a agentes secretos para que filmen con disimulo a los afligidos asistentes al sepelio. A los pirómanos les gusta observar sus incendios tanto como a los violadores trabajar en los servicios sociales. Ted Bundy, sin ir más lejos, era voluntario en un servicio telefónico para personas en situación crítica.
Después de estrangular a Jennifer Levin en Central Park, Roben Chambers se sentó en un muro, enfrente del lugar de los hechos, y esperó dos horas hasta que descubrieron el cadáver, llegó la policía y los empleados del depósito metieron el cuerpo en un saco y lo subieron a una ambulancia. «Le pareció divertido», recordó Linda Fairstein, la fiscal que envió a Chambers a la cárcel.
Sickert era un artista del espectáculo y también un psicópata violento. Sin duda le obsesionaba la idea de observar a la policía y a los médicos mientras examinaban los cadáveres en el escenario del crimen, y es posible que permaneciera en la oscuridad el tiempo suficiente para presenciar cómo la ambulancia se llevaba a su víctima. Quizá la siguiera a una distancia prudencial para ver cómo la metían en el depósito, y hasta es posible que asistiera al entierro. En los primeros años del siglo XX pintó un cuadro en el que aparecen dos mujeres que miran a través de la ventana y, de manera inexplicable, lo tituló
El cortejo fúnebre.
Varias cartas del Destripador sugieren con tono burlón que había observado a la policía en el escenario del crimen o que había asistido al entierro de la víctima. «Los veo y ellos pueden verme a mí», escribió. Al jefe de la policía metropolitana, sir Charles Warren, no le preocupaban mucho los crímenes, y tampoco sabía gran cosa sobre ellos. Era un blanco fácil para un psicópata con la inteligencia y la creatividad de Walter Sickert, que habría disfrutado ridiculizándolo y destrozando su carrera. Al final, fue su incapacidad para capturar al Destripador, entre otros yerros, lo que obligó a Warren a dimitir el 8 de noviembre de 1888.
Hacer pública la deplorable situación del East End y librar a Londres de Warren fueron acaso las únicas buenas obras de Jack el Destripador, aunque sus motivaciones no fuesen precisamente altruistas.
El doctor Llewellyn testificó en la investigación judicial de Mary Ann Nichols que ésta presentaba una pequeña laceración en la lengua y un hematoma en el lado derecho del maxilar inferior debido a un puñetazo o a «la presión de un pulgar». También tenía una magulladura circular en la parte izquierda de la cara que podría haber tenido el mismo origen.
Le habían cortado el cuello en dos puntos. Una incisión medía diez centímetros de largo y comenzaba a dos centímetros y medio por debajo de la mandíbula, justo debajo de la oreja izquierda. La segunda incisión también comenzaba del lado izquierdo, aunque un par de centímetros por debajo de la primera y un poco más separada de la oreja. Esta última incisión era «circular», según el doctor Llewellyn. No sé a qué se refería, a menos que quisiera indicar que era curva en lugar de recta, o simplemente que rodeaba el cuello. Con veinte centímetros de longitud, atravesaba vasos sanguíneos, tejido muscular y cartílago, y rozaba las vértebras antes de terminar a siete centímetros y medio del lado derecho de la mandíbula.
La descripción del doctor Llewellyn de las heridas abdominales de Mary Ann es tan vaga como el resto de sus observaciones. Del lado izquierdo había una incisión irregular «más o menos en la parte inferior del abdomen» y del lado derecho, «tres o cuatro» cortes similares en sentido descendente. Además, había «varios» cortes transversales y pequeños tajos en «las partes pudendas». En su conclusión, el doctor Llewellyn dijo que las heridas abdominales eran causa suficiente de la muerte, y que pensaba que se habían infligido antes que las de la garganta. Basó esta hipótesis en la ausencia de sangre alrededor del cuello y en el escenario del crimen, pero olvidó explicar al juez de instrucción y a los miembros del jurado que no había dado la vuelta al cadáver. Es posible que aún no supiese que había pasado por alto —o no había visto— una cantidad considerable de sangre y un coágulo de quince centímetros de diámetro.
Todas las heridas discurrían de izquierda a derecha, declaró el doctor Llewellyn, lo que le inducía a pensar que el asesino era «zurdo». El arma —esta vez, según declaró, habían utilizado una sola— era un cuchillo de hoja larga y «moderadamente afilado», usado con «gran violencia». Añadió que los moretones de la cara y la mandíbula eran compatibles con el ataque de un zurdo, y especuló con que el asesino había tapado la boca a Mary Ann con la mano derecha, para que no gritase, y luego la había apuñalado en repetidas ocasiones en el abdomen con la izquierda. En la escena que describió el doctor Llewellyn, Mary Ann estaba frente a frente con el asesino cuando él la agredió. O bien estaban de pie, o el asesino ya la había arrojado al suelo y, de algún modo, se las ingenió para evitar que gritase y patalease mientras le levantaba la ropa y comenzaba a cortar la piel y la grasa, hasta llegar a los intestinos.