Entre agosto y noviembre de 1888, siete mujeres fueron asesinadas en el barrio londinense de Whitechapel; la crueldad de sus muertes despertó el pánico entre los habitantes de la ciudad y dio lugar a la leyenda de Jack el Destripador. Durante más de cien años, la identidad de este asesino ha sido considerada como uno de los enigmas más famosos de la historia, existiendo un sinfín de teorías que han apuntado, entre otros posibles autores del crimen, a un miembro de la realeza, un artista, un barbero, un doctor y una mujer.
Cornwell, tras una rigurosa investigación, afirma haber encontrado al verdadero culpable.
Patricia Cornwell
Retrato de un asesino
Jack el destripador. Caso cerrado
ePUB v1.2
NitoStrad08-06-12
Título original:
Portrait of a Killer
Autor: Patricia Cornwell
Traducción: Mª Eugenia Ciocchini
Primera edición: abril de 2003
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
A John Grieve, de Scotland Yard.
Tú lo habrías atrapado.
Reinaba el pánico, y muchos aprensivos sostenían que el mal había regresado a la Tierra.
H. M., misionero del East End, 1888
El lunes 6 de agosto de 1888 fue un día festivo en Londres. La ciudad era un jolgorio y ofrecía entretenimientos maravillosos para todo aquel que pudiera desprenderse de unos peniques.
Las campanas de las iglesias de Windsor y de St. George repicaron durante todo el día. Los barcos estaban engalanados con banderas y los cañones disparaban salvas reales para celebrar el cuadragésimo cuarto cumpleaños del duque de Edimburgo, El Crystal Palace exhibía una fascinante variedad de espectáculos insólitos: recitales de órgano, conciertos de bandas militares, una «formidable exhibición de fuegos artificiales», un ballet infantil, ventrílocuos y «actuaciones de juglares de renombre mundial». En el museo de cera de Madame Tussaud podía verse una figura yacente de Federico II, además, naturalmente, de la popular cámara de los horrores. Otros horrores exquisitos aguardaban a aquellos que pudieran permitirse ir al teatro y estuvieran de humor para ver una obra moralizante o sólo para disfrutar de un buen susto a la antigua usanza. Las localidades para
El doctor Jekyll y mister Hyde
se habían agotado. El famoso actor americano Richard Mansfield estaba magnífico en el papel de Jekyll y Hyde en el Henry Irving Lyceum; por su parte, la Opera Comique escenificaba su propia versión de la obra, aunque había recibido malas críticas y desatado un escándalo, puesto que habían adaptado la novela de Robert Louis Stevenson sin permiso.
Había ferias de caballos y ganado, los viajeros de tren disfrutaban de «tarifas reducidas» y los puestos del Covent Garden estaban bien surtidos de fuentes de Sheffield, joyas de oro y uniformes militares de segunda mano. En este día bullicioso pero tranquilo, cualquiera podía vestirse de soldado por poco dinero y sin que nadie le pidiese explicaciones. O podía hacerse pasar por agente de la ley alquilando un uniforme auténtico de la policía metropolitana en la tienda de indumentaria teatral Ángel, en Camden Town, a solo tres kilómetros de la casa del apuesto Walter Richard Sickert.
Sickert, que entonces contaba veintiocho años, había renunciado a una oscura carrera de actor por la más prestigiosa vocación de artista plástico. Era pintor y grabador; discípulo de James McNeill Whistler y de Edgar Degas. Él mismo era una obra de arte: delgado con el torso atlético gracias a la natación, nariz y mandíbula perfectas, una espesa mata de rizos rubios y unos ojos azules tan inescrutables y penetrantes como sus pensamientos secretos y su mente sagaz. De no ser porque sus labios eran demasiado delgados, 7 a veces dibujaban una línea cruel en su rostro, habría podido afirmarse que era hermoso. Ignoramos cuál era su estatura exacta, aunque un amigo suyo la describió como «ligeramente superior a la media» Sus fotografías y algunas prendas donadas a la Tate Gallery en la década de 1980 sugieren que medía un metro setenta y siete o setenta y ocho.
Sickert hablaba con fluidez alemán, inglés, francés e italiano. Sabía suficiente latín para dar clases a sus amigos, se defendía bien con el danés y el griego, y es muy probable que tuviera nociones rusentarías de español y portugués. Se decía que leía a los clásicos en su lengua original, aunque no siempre terminaba los libros que empezaba. No era inusual encontrarlo rodeado de docenas de novelas, abiertas en la última página que había despertado su interés. Aunque, por encima de todo, Sickert era un adicto a los periódicos, las revistas y las publicaciones sensacionalistas.
Hasta el momento de su muerte, en 1942, los estudios y despachos que tuyo siempre parecieron un centro de reciclaje de casi todo el papel que salía de las prensas europeas. Cabe preguntarse como era posible que un hombre tan ocupado como él pudiera leer cuatro, cinco seis o incluso diez periódicos al día, pero Sickert tenia un método: no perdía el tiempo con lo que no le interesaba política, economía, asuntos internacionales, guerras o personajes públicos, y no le interesaba nada que no afectase de forma directa o indirecta a su persona.
Después de echar un vistazo a los últimos espectáculos llegados a la ciudad y de leer con detenimiento las críticas de arte, pasaba a las noticias de sucesos y buscaba su propio nombre, si es que había alguna razón para que saliera impreso ese día en particular.
Era un aficionado a las cartas al director, sobre todo las que escribía él mismo, firmadas con seudónimo. Le gustaba enterarse de lo que hacían otros, en especial de las intimidades de aquellos que llenaban una vida en apariencia que no siempre resultaba ser ejemplar.
«¡Escribid, escribid, escribid!», rogaba a sus amigos. «… Contadme con detalle toda clase de cosas; cosas que os divirtieron, y cómo y cuándo y dónde, y cotilleos sobre todo el mundo.»
Aunque Sickert despreciaba a las personas de clase alta, perseguía a las celebridades. Se las ingenió para codearse con los grandes de su época: Henry Irving y Ellen Terry, Aubrey Beardsley, Henry James, Max Beerbohm, Oscar Wilde, Monet, Renoir, Pissarro, Rodin, André Gide, Édouard Dujardin, Proust y los miembros del Parlamento. Pero eso no significaba que los conociera a todos, y ninguna persona —famosa o no— llegó a conocerlo de verdad a él. Ni siquiera su primera esposa, Ellen, que cumpliría los cuarenta dos semanas después. Puede que Sickert no pensara en el cumpleaños de su mujer ese día festivo, pero es poco probable que lo hubiera olvidado.
Su prodigiosa memoria era objeto de admiración. Solía entretener a sus invitados interpretando largos pasajes de musicales y obras teatrales vestido para el papel, y su declamatoria era impecable. Es difícil, pues, que olvidase que el cumpleaños de Ellen era el 18 de agosto, una celebración más que frustrar. Aunque puede que simulara no acordarse y se encerrase en uno de aquellos cuchitriles alquilados que él llamaba «estudios». O quizá la llevara a un romántico café del Soho y la dejara allí plantada para escabullirse a un teatro de variedades y no regresar en toda la noche. Lo cierto es que la pobre Ellen amó a Sickert durante toda su triste vida, a pesar de que era un hombre cruel, un mentiroso patológico y un egocéntrico propenso a desaparecer durante días, o incluso semanas, sin avisar ni dar explicaciones.
Walter Sickert era actor por naturaleza, más que por oficio. Interpretaba el papel principal en su secreta vida de fantasía, y se sentía tan cómodo deambulando inadvertido entre las sombras de las calles desiertas como en medio de una bulliciosa multitud.
Tenía un magnifico registro vocal y era un maestro del maquillaje y el disfraz. Tan grande era su talento para caracterizarse que de niño solía pasearse disfrazado entre familiares y vecinos sin que nadie lo reconociera.
En el transcurso de su larga y célebre vida se hizo famoso por cambiar de apariencia con frecuencia, gracias a una variedad de barbas y bigotes postizos, trajes extravagantes que en ocasiones constituían auténticos disfraces y diferentes peinados, incluido algún afeitado de cabeza. Según un amigo suyo, el artista francés Jacques-Emile Blanche, era un Proteo. «El talento de Sickert para camuflarse mediante el vestuario, el peinado y la forma de hablar era equiparable al de Fregoli», recordaba Blanche. En un retrato que Wilson Steer pintó en 1890, Sickert se nos muestra con un bigote de aspecto falso que parece una cok de ardilla pegada encima de su boca.
También tenía la manía de cambiarse de nombre. Tanto su trayectoria de actor, como sus pinturas, grabados, dibujos y las numerosas cartas que envió a sus amigos y a los periódicos revelan múltiples personajes: Mr. Nemo («Don Nadie» en latín), Un Entusiasta, Un y hitleriano, Su Crítico de Arte, Un Desconocido, Walter Sickert, Sickert, Walter R. Sickert, Richard Sickert, W. R. Sickert, W.S., R.S., S., Dick, W. St., Rd. Sickert L.L.D., R.St.A.R.A., y RDSt A.R.A.
Sickert no escribió sus memorias, no llevaba un diario ni una agenda, m fechó siquiera la mayor parte de sus obras, de manera que resulta difícil precisar qué hizo un día, una semana, un mes o incluso un año determinados. Aunque no he hallado información sobre su paradero o sus actividades el día 6 de agosto de 1888 no hay motivos para pensar que no estuviera en Londres. Según las notas que garabateó en unos bocetos de una obra de variedades se encontraba allí dos días antes, el 4 de agosto.
Whistler se casaría en Londres cinco días después, el 11 de agosto. A pesar de que Sickert no estaba invitado a esa boda íntima es poco probable que se la perdiera, aunque tuviera que acudir de forma poco ortodoxa.
El gran pintor James NcNeill Whistler se había enamorado perdidamente de la «hermosísima» Beatrice Godwin, que habría de ocupar el lugar más prominente en su vida y la cambiaría por completo. De la misma manera, Whistler ocupaba uno de los lugares más destacados en la vida de Sickert y había cambiado su curso. «Walter es un muchacho agradable», solía decir Whistler a principios de la década de 1880, cuando aún sentía afecto por el brillante artista en ciernes. Aunque en el momento del compromiso de Whistler la amistad entre ambos se había enfriado, no creo que Sickert estuviese preparado para lo que debió de sentarle como un inesperado y escandaloso abandono por parte del maestro que idolatraba, envidiaba y odiaba. Whistler y su flamante esposa se pro-ponían pasar su luna de miel en Francia y viajar durante el resto del año por el país en el que esperaban fijar su residencia.
La previsible dicha conyugal del egocéntrico y extravagante genio del arte James McNeill Whistler debió de resultar desconcertante para su antiguo aprendiz y chico de los recados. Entre los múltiples personajes que interpretó Sickert se encontraba el de donjuán irresistible, aunque no lo era fuera del escenario. Sickert dependía de las mujeres y las despreciaba. Las consideraba intelectualmente inferiores e inútiles, salvo como gobernantas u objetos de manipulación, sobre todo por dinero o beneficios artísticos. Las mujeres eran un peligroso recordatorio del enojoso y humillante secreto que Sickert se llevaría más allá de la tumba, porque los cuerpos incinerados no revelan historias de la carne, ni siquiera cuando se los exhuma. Sickert nació con una malformación de pene que lo obligó a someterse a una intervención quirúrgica a muy temprana edad, y puede que la cirugía lo dejase desfigurado, si no mutilado. Es más, cabe suponer que a resultas de ello fuera incapaz de conseguir una erección y que su miembro no tuviese el tamaño suficiente para la penetración, y hasta es muy posible que tuviera que sentarse para orinar.