Mientras corría con torpeza para seguir el ritmo implacable de Oswald, o si chocaba con él, explicó Helena, «mi padre me sujetaba en silencio por el hombro y me giraba en la dirección contraria, con el riesgo de que tropezase con la pared o con una alcantarilla». Su madre nunca intercedía por ella. Nelly quería más a sus «guapos hombrecitos» de cabello rubio y traje de marinero que a su hija pelirroja y poco agraciada.
Walter era el más guapo y «el más listo» de los rubios hombrecitos. Casi siempre conseguía lo que quería mediante la manipulación, el engaño o la simpatía. Era el líder, y los demás hacían lo que ordenaba, incluso cuando los «juegos» que proponía eran injustos o desagradables. Cuando jugaba al ajedrez, no tenía el menor escrúpulo en cambiar las reglas según le conviniese, exigiendo, por ejemplo, que hacer jaque al rey no tuviera consecuencias. Cuando era un poco mayor, después del traslado de su familia a Inglaterra en 1868, comenzó a reclutar a sus amigos y sus hermanos para interpretar escenas de Shakespeare, y algunas de sus técnicas de dirección eran desagradables y humillantes. En un borrador inédito de sus memorias, Helena recordaba:
Yo debía de ser una niña cuando [Walter] nos convenció para que ensayáramos el papel de las tres brujas de su versión de
Macbeth
en una cantera abandonada cercana a Newquay, que yo, inocente de mí, creía que en realidad se llamaba «El pozo de Aqueronte». Allí nos dirigió con severidad. A mí (que era convenientemente delgada y pelirroja) me obligó a quitarme el vestido, los zapatos y las medias para que diese vueltas alrededor del caldero de las brujas, a pesar de las espinas, las afiladas piedras y el acre humo de las algas quemadas que me irritaba los ojos.
Esta y otras anécdotas sugerentes se suavizaron o eliminaron antes de que se publicaran las memorias de Helena, y si no fuese por el borrador de seis páginas donado a la Biblioteca Nacional de Arte del Victoria & Albert Museum, tendríamos poca información sobre las inclinaciones juveniles de Walter. Sospecho que fue mucho lo que se censuró.
En la época victoriana y principios del siglo XIX no era habitual contarlo todo, y mucho menos hablar de la familia de uno. La propia Reina quemaba tantos papeles personales que habría podido incendiar un palacio. En 1935, cuando Helena publicó sus memorias, su hermano Walter tenía setenta y cinco años, y era un ídolo británico aclamado por los jóvenes pintores, que lo llamaban el
roí,
o «rey». Es posible que su hermana se lo pensara dos veces antes de desprestigiarlo en su libro. Era una de las pocas personas que Walter no consiguió dominar, y nunca mantuvieron una buena relación.
No queda claro si alguna vez llegó a entenderlo. El era «[…] a la vez el ser más veleidoso y perseverante […] insensato, pero siempre racional. Por completo indiferente ante sus amigos y conocidos en circunstancias normales, y sin embargo asombrosamente amable, magnánimo e ingenioso en momentos de crisis […] Nada lo aburría, salvo la gente».
Los estudiosos de Sickert coinciden en que era un hombre «de armas tomar». Lo califican de «brillante» y con un «carácter voluble», y cuando tenía tres años su madre confesó a una amiga que era «malo y caprichoso», un niño físicamente fuerte cuya «dulzura» mudaba con facilidad en «mal genio». Maestro de la persuasión, despreciaba las creencias religiosas en la misma medida que su padre. Para él no existían Dios ni la autoridad. En la escuela era un niño activo e inteligente, pero no respetaba las reglas. Quienes han escrito sobre su vida se muestran imprecisos y esquivos al referirse a sus «irregularidades», como las llamó su biógrafo, Denys Sutton.
Cuando Sickert tenía diez años, lo «sacaron» de un internado de Reading donde, según diría él, no había podido soportar a «la vieja arpía de la directora». Lo expulsaron del University College Schoolpor razones desconocidas. Alrededor de 1870 ingresó en la Bavswater Collegiate School, y durante dos años fue alumno de Kings College School. En 1878 superó con honores el examen de ingreso a la universidad (que se hacía al acabar el último curso de bachillerato), pero no llegó a matricularse en ella.
La arrogancia, la falta de sensibilidad y la extraordinaria capacidad de manipulación de Sickert son rasgos característicos de los psicópatas. Lo que no parecía tan evidente —aunque se adivina en sus arrebatos de genio y en sus juegos sádicos— era la furia que bullía bajo su cautivadora fachada. Si se añade la ira al distancia-miento emocional y a una absoluta falta de compasión o remordimientos, el resultado de esta alquimia convierte al doctor Jekyll en Mr. Hyde. La química exacta de esta transformación es una combinación de lo físico y lo espiritual que quizá no lleguemos a entender del todo. ¿Un lóbulo frontal anómalo puede convertir a alguien en psicópata? ¿O la psicopatía de una persona produce anomalías en el lóbulo frontal? Aún no lo sabemos con seguridad.
Pero conocemos el comportamiento de estos individuos y sabemos que los psicópatas actúan sin temor a las consecuencias. No les preocupa el sufrimiento causado por sus arrebatos de violencia. A un psicópata agresivo le trae sin cuidado que el asesinato de un presidente pueda perjudicar a la nación entera, o que sus homicidios rompan el corazón de las mujeres que han perdido a sus maridos o de los niños que se han quedado sin padres. Sirhan Sirhan se jactaba en la cárcel de que se había vuelto tan célebre como Bobby Kennedy. El intento frustrado de asesinar a Reagan catapultó a la fama a John Hinckley Jr., un fracasado regordete e impopular cuya fotografía fue portada de todas las revistas importantes del país.
Lo único que teme el psicópata es que lo atrapen. El violador se detiene cuando oye que alguien abre la puerta. O es posible que se torne más violento y mate tanto a su víctima como a la persona que ha entrado en la casa. No puede haber testigos. Por mucho que los psicópatas provoquen a la policía, la posibilidad de que los detengan les aterroriza, y harán cualquier cosa para evitarlo. Resulta paradójico que unos individuos que demuestran semejante desprecio por la vida humana se aterren con tanta desesperación a la suya. Incluso en el corredor de la muerte continúan deleitándose con sus juegos. Están decididos a vivir, y hasta su triste final creen que podrán salvarse de la inyección letal o de la silla eléctrica.
Podría decirse que el Destripador era el jugador más astuto de todos. Sus asesinatos, sus pullas a la prensa y la policía, sus payasadas… todo parecía hacerle mucha gracia. Debió de sufrir una profunda decepción al advertir, casi al principio, que sus oponentes eran unos tontos ineptos. Durante la mayor parte del tiempo Jack el Destripador jugó solo. Sus contrincantes no estaban a su altura, y alardeó y provocó tanto que estuvo a punto de descubrirse. Escribió centenares de cartas a la policía y los periódicos. Una de sus palabras favoritas, «imbéciles», se contaba también entre las predilectas de Oswald Sickert. Sus misivas contenían docenas de «ja, ja», la irritante risa americana de James McNeill Whistler, que Sickert debió de oír en infinitas ocasiones mientras trabajaba para el gran maestro.
Desde 1888 hasta la actualidad, millones de personas han asociado a Jack el Destripador con el misterio y el asesinato sin sospechar que, por encima de todo, el infame homicida era un hombre socarrón, arrogante, rencoroso y sarcástico que creía que casi todos menos él eran «idiotas» o «imbéciles». El Destripador detestaba a la policía, despreciaba a las «sucias rameras» y enviaba compulsivamente pequeñas notas «graciosas» a aquellos que estaban desesperados por atraparlo.
Sus cartas, que comenzaron en 1888 y, que sepamos, terminaron en 1896, ponen de manifiesto su actitud burlona y su absoluto desprecio por la vida humana. Mientras leía y releía incontables veces las casi doscientas cincuenta cartas del Destripador que se conservan en los archivos municipales de Londres y en los de la City, comencé a formarme una pavorosa imagen de un niño furioso, resentido y astuto que controlaba de manera magistral a un adulto genial y habilidoso. Jack el Destripador sólo se sentía poderoso cuando hacía daño a la gente o atormentaba a las autoridades, y logró permanecer en la sombra durante ciento catorce años.
Cuando empecé a leer sus cartas, coincidí con la policía y la mayoría de la gente en que casi todas eran falsas y estaban escritas por desequilibrados. Sin embargo, durante mi exhaustiva investigación de Sickert y su forma de expresarse —así como la del Destripador en sus presuntas misivas—, cambié de opinión. Ahora creo que la mayoría de las cartas fueron obra del asesino. Entre sus pueriles y odiosas burlas, provocaciones y pullas se encuentran las siguientes:
«Ja, ja, ja.»
«Atrápenme si pueden.»
«¡Qué divertido!»
«¡Cuántos quebraderos de cabeza les estoy dando!»
«Con cariño, Jack el Destripador.»
«Sólo una pequeña pista.»
«Le dije que era Jack el Destripador y me quité el sombrero.»
«Preparaos, astutos polizontes.»
«Adiós por ahora, el Destripador y el escurridizo.»
«;No sería agradable volver a los viejos tiempos, querido
Jefe?»
«Me recordarían si se esforzaran por pensar un poco, ja, ja.»
«Es un placer informarles de mi paradero en beneficio de los
muchachos de Scotland Yard.»
«Los policías, alias poli-piojos, se creen endemoniadamente listos.»
«Burros, asnos hipócritas.»
«Tengan la bondad de enviar a algunos de sus sagaces policías.»
«La policía se cruza conmigo a diario, y pasaré por delante de uno cuando salga a enviar esta carta.» «¡Ja! ¡Ja!»
«Cometen un error si creen que no los vi.»
«Otra vez aquellos maravillosos tiempos.»
«De hecho quería gastarles una pequeña broma, pero no tengo tiempo para permitir que jueguen al gato y al ratón conmigo.»
«
Aurevoir,
Jefe.»
«Les he gastado una buena broma.»
«Gracias.»
«Sólo una nota para comunicarles que amo mi trabajo.»
«Parecen muy listos y dicen estar bien encaminados.»
«P.D.: Esta nota no les servirá para seguirme el rastro, así que es inútil.»
«Creo que en Scotland Yard estáis dormidos.»
«Soy Jack el Destripador, atrápenme si pueden.»
«Ahora viajaré a París, donde pondré a prueba mis jueguecitos.»
«Ah, el último trabajo fue tan divertido…»
«Besos.»
«Sigo en libertad… ¡Ja, ja, ja!»
«Cuánto me río.»
«Creo que hasta ahora he sido muy bueno.»
«Sinceramente suyo, Mathematicus.»
«Querido Jefe… anoche estuve conversando con dos o tres de
sus hombres.»
«Qué tontos son los policías.»
«Pero no registraron aquel donde estaba yo, estuve mirando a
la policía todo el tiempo.»
«Ayer pasé junto a un policía y no se fijó en mí.»
«Ahora la policía piensa que mi trabajo es una broma pesada; vaya, vaya, Jacky es un gran bromista.»
«Me estoy divirtiendo mucho.»
«Me consideran un apuesto caballero.»
«Ya ven que sigo en la brecha. Ja. Ja.»
«Les costará mucho capturarme.»
«Es inútil que intenten atraparme, porque no lo conseguirán.»
«No me han pillado ni me pillarán. Ja. Ja.»
Mi padre, que era abogado, solía decir que puede aprenderse mucho de lo que hace enfadar a una persona. La lectura de las doscientas once cartas del Destripador que están en los archivos municipales de Londres, en Kew, revelan que era un hombre intelectualmente arrogante. Aunque falsease su forma de escribir para parecer ignorante, analfabeto o loco, no le gustaba oír que era todas esas cosas. Incapaz de contener el impulso de recordarle a la gente que era culto, de vez en cuando enviaba una carta de ortografía perfecta, estilo cuidado o elegante y riqueza de vocabulario. En sus notas, a las que la policía y la prensa prestaban cada vez menos atención, se quejaba a menudo: «No soy un maníaco, como aseguran; soy demasiado inteligente para ustedes […] ¿Creen que estoy loco? Qué error.»
Un obrero analfabeto del East End difícilmente emplearía la palabra «acertijo» o firmaría «Mathematicus». Un ignorante no llamaría «víctimas» a las personas que ha asesinado ni se referiría a la mutilación de una mujer con el término «cesárea». El Destripador también usó vulgarismos, como «cono», y se esforzó por cometer errores ortográficos, mutilar palabras y deformar su caligrafía. Luego enviaba sus defectuosas cartas —«No tengo sello»— desde Whitechapel, en un intento de hacer creer a todos que era un delincuente de los barrios bajos. Eran pocos los pobres de Whitechapel que sabían leer y escribir, y gran parte de la población era extranjera y no hablaba inglés. La mayoría de las personas que cometen faltas de ortografía lo hace siguiendo unas pautas fonéticas, y en algunas cartas el Destripador escribe la misma palabra con errores diferentes.
Los abundantes «juegos» de palabras y el repetido «ja, ja» eran característicos de James McNeill Whistler, que había nacido en Estados Unidos y cuyo «cacareo», como lo llamaba Sickert, era una risa desagradable que lastimaba los oídos de los ingleses. El «ja, ja» de Whistler podía interrumpir la conversación en una fiesta. Bastaba para anunciar su presencia y hacer que sus enemigos se paralizasen o se levantaran para marcharse. Aquel «ja, ja» era más americano que inglés, y podemos imaginar la cantidad de veces al día que Sickert oyó esa irritante risa cuando trabajaba en el estudio de su maestro. Es posible leer centenares de cartas escritas por victorianos sin encontrar un solo «ja, ja», pero las cartas del Destripador están repletas de ellos.
Durante años se ha hecho creer a la gente que las cartas del Destripador eran una chanza, la obra de un periodista empeñado en crear una historia escandalosa, o las travesuras de un chiflado, porque ésa era la opinión de la policía y la prensa. Los investigadores y los estudiosos de los asesinatos del Destripador se han fijado más en la caligrafía que en el lenguaje. Sin embargo, mientras que la letra es fácil de desfigurar, sobre todo para un artista brillante, el uso peculiar y sistemático de ciertas combinaciones lingüísticas en distintos textos es el sello distintivo de una mente.
Uno de los insultos favoritos de Sickert era «imbécil». El Destripador demostraba predilección por esa palabra. En su opinión, todos eran imbéciles salvo él. Los psicópatas suelen creerse más astutos e inteligentes que los demás. Al psicópata le encanta jugar, hostigar y provocar. ¡Qué divertido sembrar semejante caos y sentarse a contemplarlo! Walter Sickert no fue el primer psicópata en emplear juegos, provocaciones y burlas, ni en pensar que era más listo que cualquier otro ni en quedar impune. Pero tal vez haya sido el asesino más original y creativo de la historia.