Retorno a Brideshead (24 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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Salía a la superficie, a la luz del día normal y corriente, al fresco aire marino, tras un largo cautiverio en los palacios de coral sin sol y las ondulantes selvas del fondo del océano.

¿Qué dejaba a mi espalda? ¿La juventud? ¿La adolescencia? ¿El amor romántico? Lo mágico de todas estas cosas, «el compendio del joven mago», ese pequeño gabinete donde la varita mágica de ébano ocupa su lugar al lado de las engañosas bolas de billar, la moneda que se dobla y las flores de plumas que pueden transformarse en una vela hueca.

«He dejado atrás la ilusión», me dije. «A partir de ahora viviré en un mundo de tres dimensiones, con la ayuda de mis cinco sentidos.»

Después he aprendido que tal mundo no existe, pero entonces, al perder de vista la casa en un recodo del camino, pensé que no me costaría nada hallarlo, que se extendería ante mí al final de la avenida.

Volví a París, a los amigos que había hecho allí y a los hábitos que había adquirido. Pensé que ya no tendría noticias del castillo de Brideshead, pero en la vida las separaciones no suelen ser tan definitivas, tan bruscas. No habían pasado tres semanas cuando recibí una carta de Cordelia con su letra afrancesada de colegiala:

Queridísimo Charles:

Me sentí muy desgraciada cuando te fuiste. ¡Al menos podías haberte despedido de mí!

Me enteré de todo acerca de tu caída en desgracia, y te escribo para decirte que yo también he perdido el favor de la familia. Birlé las llaves de Wilcox para llevarle whisky a Sebastian y me pescaron. ¡Me pareció que lo necesitaba tanto! Y hubo (y hay) un escándalo terrible.

El señor Samgrass se ha marchado (¡bien!), y creo que él también ha caído un poco en desgracia, pero no sé por qué.

El señor Mottram le cae muy bien a Julia (¡mal!) y va a llevarse a Sebastian (¡muy mal!) para que le vea un médico alemán.

La tortuga de Julia desapareció. Creemos que se enterró, como suelen hacer esos bichos, así que un engorro menos (según expresión del señor Mottram).

Yo estoy muy bien.

Te manda muchos besos,

Cordelia.

Alrededor de una semana después de haber recibido esta carta, al regresar una tarde a mi casa encontré a Rex esperándome.

Serían las cuatro, más o menos; la luz se iba pronto del estudio en aquella época del año. Por la expresión de mi portera al decirme que tenía una visita, advertí que estaba impresionada; poseía gran habilidad para expresar las diferencias de edad o el atractivo de las personas. La expresión de entonces significaba que había alguien de mucha categoría y, ciertamente, Rex parecía justificarlo, con su largo abrigo de viaje, cubriendo con su figura la ventana que daba al río.

—Vaya —dije—, vaya…

—Vine esta mañana. Me dijeron dónde sueles almorzar; he ido, pero no te he visto. ¿Está contigo?

No era preciso preguntarle a quién se refería.

—¿Así que a ti también se te ha escapado? —comenté.

—Llegamos anoche y hoy íbamos a proseguir hasta Zurich. Le dejé en el hotel Lotti después de cenar porque me dijo que estaba cansado, y me fui a Traveller's a jugar una partida.

Noté que hasta conmigo buscaba excusas, como si ensayara su historia antes de contársela a otros. Eso de «porque me dijo que estaba cansado» era algo bueno. Era inconcebible que Rex permitiera que un muchacho medio borracho se interpusiera en su juego.

—¿Y al volver descubriste que se había ido?

—Qué va. Ojalá hubiera ocurrido así. Le encontré despierto, esperándome. Tuve una racha de suerte en el Traveller's y gané una bonita cantidad. Sebastian se lo llevó todo mientras yo dormía. Sólo me ha dejado dos billetes de primera a Zurich en el borde del espejo. ¡Había ganado casi trescientas libras, maldita sea!

—Y ahora podría estar en cualquier parte.

—En cualquier parte. ¿No le estarás escondiendo, por casualidad?

—No. Mi relación con su familia se ha acabado.

—Creo que la mía está empezando. Oye, tengo muchas cosas que hablar contigo, pero prometí a un sujeto del Traveller's que le daría la revancha esta tarde. ¿Quieres que cenemos juntos? -Sí. ¿Dónde?

—Suelo ir al Ciro's.

—¿Por qué no a Paillard?

—Nunca he oído hablar de él. Pago yo, naturalmente.

—Naturalmente. Pero deja que elija yo la comida.

—Bueno, de acuerdo. ¿Cómo has dicho que se llama ese sitio? Se lo apunté.

—¿Es de ésos donde se ve la vida parisiense? —Sí, podrías llamarlo así.

—Bueno, será una experiencia más. Pide algo bueno. —Esa es mi intención.

Llegué veinte minutos antes que Rex. Ya que debía pasar la velada con él, sería por lo menos a mi manera. Me acuerdo muy bien de la cena: sopa de
oseille
, un lenguado cocinado muy simplemente en vino blanco, un
caneton á la prense
, y un suflé de limón. En el último momento, temiendo que el menú resultara demasiado sencillo para Rex, añadí
caviar aux blinis
. En cuanto al vino, elegí una botella de Montrachet 1906, entonces en su mejor punto, y para acompañar al pato, otra de Clos de Bèze 1904.

La vida en Francia era fácil entonces; con el cambio, mi subvención me duraba muchísimo y no vivía frugalmente. Sin embargo, rara vez cenaba como aquella noche, y me sentía bien dispuesto hacia Rex cuando por fin llegó y entregó su abrigo y su sombrero como si no los fuera a ver nunca más. Recorrió con la mirada el pequeño y sombrío lugar como si esperara encontrar apaches o un grupo de estudiantes libertinos. Lo único que vio fue a cuatro senadores con la servilleta debajo de la barbilla, que comían en absoluto silencio. Le imaginaba muy bien contándoselo más tarde a sus amigos del mundo del comercio: «…Un tío interesante que conozco; un estudiante de arte que vive en París, me llevó a un restaurante muy curioso, uno de esos sitios por los que uno pasa sin mirarlos, donde quizá comí mejor que en toda mi vida. Además, había media docena de senadores, buena prueba de que el lugar era respetable. Y nada barato, no creáis».

—¿Algún rastro de Sebastian? —me preguntó.

—No lo habrá —repuse— hasta que necesite dinero.

—Ha ido demasiado lejos, marchándose de ese modo. Yo tenía la esperanza de que si la cosa salía bien yo saldría beneficiado en otro aspecto.

Era evidente que quería hablar de sus propios asuntos. Pero éstos podían esperar, pensé, hasta la hora de la tolerancia: hasta el coñac; hasta que la atención hubiera decaído y uno fuera capaz de escuchar con un solo oído; no era aún el momento oportuno: el
maitre
estaba dando la vuelta a la blinis en la cacerola y, en segundo plano, dos camareros preparaban la chapa. De modo que hablamos de mí.

—¿Te quedaste mucho tiempo en Brideshead? ¿Se mencionó mucho mi nombre después de mi marcha?

—¿Que si se mencionó? Llegué a marearme de tanto oírlo. A la marquesa le sobrevino lo que llama «mala conciencia» por tu causa. Exageró, según tengo entendido, la última vez que hablasteis.

—«Cínicamente malvado»; «insensible y cruel».

—Duras palabras.

—«No importa lo que la gente diga de ti, con tal de que no te llame pastel de pichón y te devore».

—¿Eh?

—Un dicho popular.

—Ah.

La nata y la mantequilla caliente se unían y desbordaban, cada grano glauco se separaba de sus compañeros y se vestía de blanco y oro.

—Me gustaría un poco de cebolla picada —dijo Rex—. Un tipo que sabe mucho me dijo que realzaba el sabor.

—Primero pruébalo sin ella —le aconsejé—, y cuéntame más cosas de mí mismo.

—Bueno, claro, este Greenacre, o como se llame, ese profesor entrometido, se dio un buen batacazo muy bien recibido por todos. Fue el niño bonito durante un par de días después de marcharte tú. No me extrañaría que hubiera sido él quien le dio a la vieja la idea de echarte. Siempre le teníamos encima, y al final Julia no lo pudo aguantar y le delató.

¿Julia hizo eso?

—Bueno, él empezó a meter sus narices en
nuestros
asuntos. Ella sabía que era un farsante y una tarde en que Sebastian estaba borracho —estaba borracho casi todo el tiempo— Julia le sonsacó toda la historia del Grand Tour. Aquello fue el fin del señor Samgrass. Y a raíz de eso la marquesa empezó a pensar que quizá había sido un poco dura contigo.

—¿Y qué hay del escándalo de Cordelia?

—Que eclipsó todo lo demás. Esa niña es una maravilla: le había estado dando whisky a Sebastian delante de nuestras propias narices durante una semana entera. No logramos descubrir de dónde lo sacaba. La marquesa se derrumbó del todo.

La sopa estaba deliciosa después de los suculentos blinis: caliente, clara, amarga y espumosa.

—Te diré una cosa, Charles, que mamá Marchmain no ha dicho a nadie. Está muy enferma. Podría diñarla en cualquier momento. George Anstruther la vio el otoño pasado y le dio dos años de vida.

—¿Cómo demonios lo sabes tú?

—Suelo enterarme de este tipo de cosas. Tal como se está comportando la familia yo no le daría ni un año. Conozco el médico que le hace falta, en Viena. Dejó como nueva a Sonia Bamfshire cuando todo el, mundo, incluido Anstruther, había perdido las esperanzas. Pero mamá Marchmain no quiere hacer nada al respecto. Supongo que el no cuidar el cuerpo tiene que ver con esa disparatada, religión suya.

El lenguado era tan sencillo y discreto que Rex ni siquiera se daba cuenta de que lo estaba comiendo. Mientras comíamos, nos acompañó la música de la chapa, el crujir de los huesos, el goteo de la sangre y del tuétano, los golpecitos de la cuchara al verter la grasa sobre las delgadas tajadas de pechuga. Se produjo una pausa de un cuarto de hora, mientras yo bebía el primer vaso de Clos de Bèze y Rex fumaba su primer cigarrillo. El se recostó en su silla, exhaló una bocanda de humo a través de la mesa y comentó:

—¿Sabes una cosa? La comida aquí no está nada mal; alguien debería ocuparse de mejorar este local.

Pronto volvió a hablar de los Marchmain:

—Y te diré otra cosa…: si no andan con cuidado van a llevarse un disgusto económico muy pronto.

—Creí que eran inmensamente ricos.

—Bueno, son ricos a la manera en que lo es la gente que no hace nada con su dinero. La gente así es más pobre de lo que era en 1914 y parece que los Flyte no se dan cuenta de ello. Imagino que esos abogados que llevan sus asuntos encuentran muy conveniente darles en efectivo todo el dinero que quieran, con tal de que no les hagan preguntas. Fíjate cómo viven: el castillo de Brideshead y Marchmain House funcionan a toda marcha, una jauría de perros zorreros, no suben el alquiler a nadie, no despiden a nadie, docenas de viejos criados que no pegan golpe servidos a su vez por otros criados y, por si fuera poco, el viejo se ha establecido por su cuenta, y no precisamente de un modo modesto. ¿Sabes qué cantidad tienen en descubierto?

—Desde luego no lo sé.

—Pues casi cien mil en Londres. No sé lo que deberán en otra parte. Bueno, es una bonita suma ¿no? para gente que
no invierte
su dinero. Noventa y ocho mil en noviembre pasado. Son cosas que oigo por ahí.

Las cosas que oía, pensé: enfermedades mortales y deudas.

Disfruté del borgoña. Parecía un recordatorio de que el mundo era un lugar más antiguo y mejor de lo que Rex sabía; de que la humanidad, en su larga pasión, había aprendido una sabiduría distinta de la suya. Por casualidad, volví a encontrar este mismo vino un día que almorzamos con mi vinatero en St. James's Street, durante el primer otoño de la guerra. Aunque algo más suave, con el acento puro y auténtico de su plenitud, seguía expresando las mismas palabras de esperanza.

—No digo que se vayan a quedar en la miseria; el vejancón siempre les pasará unas treinta mil al año. Pero pronto habrá una sacudida y, cuando las clases altas empiezan a oler algo, lo primero que suelen hacer es recortar la dote de las hijas. Me gustaría arreglar el asuntillo de mi petición de mano antes de que ocurra.

No faltaba mucho para llegar al coñac, pero ya estábamos hablando de él. Veinte minutos más tarde hubiera estado dispuesto a oír cualquier cosa que quisiera contarme. Le cerré el paso mentalmente lo mejor que pude, y me dediqué a la comida que tenía delante. Pero algunas frases suyas estropeaban mi capacidad de disfrutar devolviéndome al mundo adquisitivo de Rex. Quería una mujer. Quería la mejor que había en el mercado, y la quería al precio que él marcase; nada más que eso.

—…No le caigo bien a mamá Marchmain. Bueno, tampoco se lo exijo. No es con ella con quien quiero casarme. No tiene agallas para decir abiertamente: «No es usted un caballero. Es un aventurero de las colonias». Se limita a decir que vivimos en ambientes distintos. Eso está muy bien, pero ocurre que a Julia le gusta mi ambiente… Y siempre saca el tema de la religión. No tengo nada contra su Iglesia; en Canadá no damos mucha importancia a los católicos, pero aquí es diferente: en Europa hay algunos muy distinguidos. Está bien; Julia podrá ir a la iglesia siempre que quiera. Yo no intentaré impedírselo. A ella le importa un comino, a decir verdad, pero me gusta que las mujeres tengan una religión. Además, puede educar a los niños como católicos; haré todas las «promesas» que quieran… Y luego está el asunto de mi pasado. «Sabemos muy poco de usted.» A mi juicio sabe demasiado. Quizá tú también sepas que he estado vinculado con otra persona durante un par de años.

Estaba enterado; nadie que conociese a Rex ignoraba su
affaire
con Brenda Champion; que de este idilio procedía todo aquello que le diferenciaba de los demás especuladores de bolsa: sus partidas de golf con el príncipe de Gales, su ingreso en Bratt's, hasta la buena reputación de que gozaba en la sala de fumadores de la Cámara de los Comunes ya que, cuando empezó a aparecer por allí, los jefes de su partido no decían: «Mirad, ahí va ese joven tan prometedor, representante de Gridley norte, que habló tan bien sobre las restricciones de la renta». Decían, en cambio: «Ahí va el
último amor
de Brenda Champion». Su relación con ella le había facilitado mucho su trato con los hombres; y las mujeres no solían resistir a sus encantos.

—Bueno, eso se acabó. Mamá Marchmain era demasiado delicada para referirse al tema; lo único que decía es que yo era «notorio». Bueno ¿y qué espera como yerno? ¿Un monje a medio cocer como Brideshead? Julia sabe lo de aquella aventura; si a ella no le importa, no veo por qué tienen que meterse los demás. Después del pato llegó una ensalada de berro y achicoria en medio de una ligera nube de cebollino. Intenté pensar únicamente en la ensalada. Y un poco más tarde me concentré en el suflé. Luego nos sirvieron el coñac, y llegó la hora apropiada para las confidencias.

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