—Rex no es nadie en absoluto —dijo Julia—; simplemente no existe.
Los cuchillos y tenedores tintineaban sobre las mesas mientras corríamos a toda velocidad en medio de la oscuridad; los circulitos de ginebra y vermut en los vasos se alargaban hasta volverse ovalados, volvían a contraerse con la oscilación del compartimiento, tocaban el borde, y se enderezaban de nuevo con un suave chapoteo, sin derramarse nunca. El día quedaba atrás. Julia se quitó el sombrero y lo lanzó sobre la rejilla de arriba, luego se sacudió el pelo color de noche con un pequeño suspiro de satisfacción; un suspiro propio de la almohada, con la lumbre decreciendo en la chimenea, una ventana del dormitorio abierta a las estrellas y el murmullo de los árboles desnudos.
—Qué bien tenerte con nosotros otra vez, Charles; como en los viejos tiempos.
«¿Como en los viejos tiempos?», pensé.
Rex, recién cumplidos los cuarenta, estaba más macizo y más curtido: había perdido su acento canadiense y en su lugar había adquirido un tono de voz ronco y fuerte común a todos sus amigos, como si estuvieran obligados perpetuamente a forzar sus voces para hacerse oír por encima de la multitud, como si, al abandonarles la juventud, no les quedase tiempo de esperar la oportunidad para hablar, no para escuchar ni para contestar; había tiempo para reírse, con risa gutural, sin alegría; la falsa moneda en curso para demostrar buena voluntad.
Había media docena de tales amigos en la sala de tapices: políticos, «jóvenes conservadores», entre treinta y cuarenta años, con poco pelo y tensión arterial alta; un socialista de las minas de carbón que ya había contraído el acento sin matices de los demás, cuyos habanos se le deshilachaban entre los labios y cuya mano temblaba al servirse una bebida; un financiero más viejo que los otros y cabía suponer por el trato que le brindaban, más rico; un periodista con mal de amores, el único silencioso, que contemplaba con morboso interés a la única mujer de la reunión; una mujer a quien llamaban «Grizel», una experimentada mujer de mundo, a la que todos, en el fondo de sus corazones, temían un poco.
Todos temían, también, a Julia, incluso Grizel. Los saludó y se disculpó por no haber estado allí para recibirles; lo hizo de un modo tan ceremonioso que todos guardaron silencio durante un momento. Luego fue a sentarse a mi lado cerca de la chimenea, y el tumulto de voces se reanudó y nos envolvió:
—Claro, podría casarse con ella y hacerla reina mañana mismo.
—Tuvimos nuestra oportunidad en octubre. ¿Por qué no mandamos entonces la flota italiana al fondo del Mare Nostrum? ¿Por qué no hicimos volar La Spezia en pedazos? ¿Por qué no desembarcamos en Pantelleria?
—Franco no es más que un agente alemán. Le han apoyado para poder establecer bases aéreas desde donde bombardear Francia. Al menos esta jugarreta ha sido desenmascarada.
—Haría que la monarquía volviera a ser tan fuerte como no lo había sido desde los Tudor. El pueblo está con él.
—La prensa le apoya.
—Yo estoy con él.
—¿A quién le importa el divorcio ahora, aparte de a unas viejas solteronas?
—Si tuviera una confrontación decisiva con Los de Siempre, las críticas desaparecían, como…
—¿Por qué no cerramos el canal? ¿Por qué no bombardeamos Roma?
—No sería necesario. Una mano firme… —Un discurso enérgico…
—Una confrontación…
—De todas formas, Franco pronto volverá corriendo a Marruecos. Me he encontrado hoy con un tipo que acaba de llegar de Barcelona y dice que…
—…un tipo que acaba de llegar de Fort Belvedere…
—…un tipo que acaba de llegar del Palazzo Venezia..
—Lo único que necesitamos es una confrontación. —Una confrontación con Baldwin.
—Una confrontación con Hitler.
—Una confrontación con Los de Siempre.
—…que yo haya vivido para ver a mi país, el país de Clive y de Nelson…
—…mi país de Hawkins y de Drake…
—…mi país de Palmerston…
—¿Le molestaría mucho no hacer esto? —dijo Grizel al periodista, que había estado intentando, de una manera excesivamente sentimental, torcerle la muñeca—. Da la casualidad de que no me gusta.
—No sé lo que es peor —dije—, el Arte y la Moda de Celia o la Política y el Dinero de Rex.
—¿Por qué preocuparse de ellos?
—Oh, cariño mío, ¿cómo es que el amor me hace odiar al mundo? Se supone que produce el efecto contrario. Siento como si la humanidad entera, y Dios también, estuviera conspirando contra nosotros.
—Y lo hacen, lo hacen.
—Pero somos felices a pesar de ellos. Aquí y ahora nos hemos apoderado de la dicha. No pueden hacernos daño. ¿Verdad?
—Esta noche, no; ahora no.
—¿Durante cuántas noches no?
—¿Te acuerdas? —preguntó Julia, en el atardecer tranquilo, perfumado de tilo—, ¿te acuerdas de la tormenta? —Las puertas de bronce que batían.
—Las rosas de celofán.
—El hombre que dio la fiesta «para conocernos mejor», y al que no vimos nunca más.
—¿Te acuerdas de cómo salió el sol la última tarde, igual que hoy?
Había sido una tarde de nubes bajas y chubascos veraniegos. El cielo estaba tan cubierto que en ocasiones dejé de trabajar y desperté a Julia del ligero estado hipnótico en el que se había sumido (en el que tantas veces se sumía; nunca me cansaba de pintarla; siempre encontraba una nueva riqueza o delicadeza en ella), para por fin subir temprano a darnos un baño; y al bajar, vestidos para la cena, en la última media hora del día, hallamos el mundo transformado. El sol había desaparecido, el viento se había calmado hasta convertirse en una suave brisa que movía levemente las flores de los limeros y esparcía hasta nosotros su perfume, fresco gracias a las lluvias recientes, fundido con la dulce fragancia del boj y la piedra mojada. La sombra del obelisco se extendía sobre la terraza.
Había traído dos cojines de jardín de donde estaban guardados, bajo las columnas, y los había colocado sobre el borde de la fuente. Allí se sentó Julia, vestida con una túnica corta y ceñida de color dorado y una capa blanca, y con una mano en el agua iba girando perezosamente un anillo de esmeraldas para captar el fuego de la puesta del sol. Los animales esculpidos se erguían por encima de su cabeza morena, en un cúmulo de musgo verde y piedra incandescente y densa de sombras, y el agua que la rodeaba destellaba, burbujeaba y se rompía en mil llamas.
—…Tantas cosas que recordar —dijo—. ¿Cuántos días han pasado desde entonces, sin vernos? ¿Cien, quizá?
—No tantos.
—Dos navidades.
Aquellas áridas excursiones anuales hacia las convenciones. Boughton, hogar de mi familia, hogar de mi primo Jasper. ¡Con qué sombrías memorias de infancia había vuelto a visitar sus pasillos de pino embreado y sus húmedas paredes! Con cuánta displicencia mi padre y yo, sentados el uno junto al otro en el coche Humber de mi tío, nos acercamos a la avenida de wellingtonias, sabiendo que al final del paseo encontraríamos a mi tío, a mi tía Phillippa, a mi primo Jasper, y, por último, a la esposa e hijos de Jasper; y además —quizá ya habían llegado, quizá se les esperaba en cualquier momento—, a mi esposa e hijos. Este sacrificio anual nos unía; aquí, entre el acebo, el muérdago y el abeto cortado, los rituales juegos de salón, la salsa de coñac y las ciruelas de Carlsbad, el coro del pueblo en el balcón de los cantores, el cordel dorado y el papel para envolver los regalos, adornados con ramitas, se nos aceptaba a ella y a mí como marido y mujer, fueran cuales fueran los feos rumores que hubieran podido oír durante el año que tocaba a su fin. «Tenemos que mantener las apariencias, cueste lo que cueste, por el bien de los niños», decía mi mujer.
—Sí, dos navidades… Y los tres días de ofrenda al buen gusto antes de unirme contigo en Capri.
—Nuestro primer verano.
—¿Te acuerdas de cuando me quedé en Nápoles, y luego seguí, de cómo planeamos encontrarnos en el camino de la colina, y no sirvió para nada?
—Volví a la villa y dije: «Papá, ¿A que no sabes quién ha llegado al hotel?». Y él repuso: «Charles Ryder, me imagino». Y yo dije: «Qué te ha hecho pensar en él?». Y papá contestó: «Cara volvió de París con la noticia de que tú y él sois inseparables. Parece tener mucha afición a mis hijos. Sin embargo, puedes traerle aquí, creo que tenemos sitio».
—Luego, aquella vez que padecías ictericia y no me dejabas verte.
—Y cuando tuve la gripe y no querías acercarte.
—Innumerables visitas al distrito electoral de Rex.
—Y la semana de la coronación, cuando huiste de Londres.
Y tu visita de buena voluntad a tu suegro. Y la vez que fuiste a Oxford para pintar aquel cuadro que no les gustó. Oh, sí, suman fácilmente cien días.
—Cien días desperdiciados de dos años y pico… Ni uno solo de frialdad, desconfianza ni desilusión.
—Eso nunca.
Enmudecimos; sólo un sinfín de vocecitas claras de los pájaros hablaron en los limeros; sólo el agua murmuraba entre sus piedras talladas.
Julia sacó un pañuelo de mi bolsillo y se secó la mano. Luego encendió un cigarrillo. Yo no quería romper el hechizo de los recuerdos, pero por una vez nuestros pensamientos no habían ido a la par porque, cuando por fin habló Julia, dijo tristemente:
—¿Cuántos más? ¿Otros cien?
—Toda una vida.
—Quiero casarme contigo, Charles.
—Algún día; ¿por qué ahora?
—La guerra —dijo—, este año, el año que viene, pronto. Quiero unos días de verdadera paz contigo. —¿Esto no es paz?
El sol había descendido ahora hasta la línea de los árboles, más allá del valle; la ladera, frente a nosotros, ya estaba bañada por la media luz, pero los lagos a nuestros pies se habían incendiado, la luz acrecía su fuerza y esplendor al acercarse a su muerte, proyectando largas sombras sobre los prados, cayendo de plano sobre los ricos espacios de piedra de la casa, encendiendo los cristales, resplandeciendo sobre cornisas, columnas y cúpulas, extendiendo ante los ojos toda la mercancía almacenada de color y perfume de tierra, piedra y hoja, glorificando la cabeza y los hombros dorados de la mujer a mi lado.
—¿Qué significa para ti «paz», entonces?
—Muchísimo más. —Y, en un tono de voz frío y práctico, prosiguió—: El matrimonio no es algo que podamos decidir cuando queremos. Tiene que haber un divorcio… dos divorcios. Hay que planear las cosas.
—Planes, divorcios, guerra… en una tarde como ésta.
—A veces —dijo Julia—, siento que el pasado y el futuro se acercan con tanta fuerza por ambos lados que ya no queda sitio para el presente.
Entonces Wilcox bajó las escaleras en el crepúsculo para decirnos que la cena estaba servida.
En el salón pintado estaban levantadas las persianas, echadas las cortinas y encendidas las velas.
—Vaya, han puesto la mesa para tres.
—Lord Brideshead llegó hace media hora, milady. Mandó decir que les ruega que empiecen a cenar sin él, porque quizá tarde un poco.
—Parece que han pasado meses desde la última vez que estuvo aquí —dijo Julia—. Pero ¿
qué
hace en Londres?
Este era un tema de frecuente especulación entre nosotros y que daba vida a muchas fantasías, porque Bridey era todo un misterio; una criatura de un mundo subterráneo; un animal de hocico duro, que se amadrigaba e hibernaba, lejos de la luz del día. Había estado totalmente inactivo durante todos los años de su vida adulta, y el rumor de que iba a entrar en el ejército, en el Parlamento o en un monasterio no era más que palabras. La única actividad que se le conocía con toda certeza —y que sólo se supo porque en una temporada de escasas noticias fue el tema de un artículo periodístico titulado
Curiosa afición de un lord
— era la de coleccionista de cajas de cerillas; las tenía montadas sobre cartón, todas clasificadas, e iban ocupando un espacio cada vez mayor en su pequeña casa de Westminster. Al principio se avergonzaba de la notoriedad que había suscitado, pero luego se alegró mucho, cuando descubrió que constituía un medio de ponerse en contacto con otros coleccionistas de todos los rincones del mundo, con los cuales ahora se carteaba e intercambiaba ejemplares repetidos. Seguía siendo montero mayor de Marchmain y cumplía su deber de acudir dos veces por semana a la cacería del zorro cuando estaba en casa; no iba nunca de caza con las partidas de las familias vecinas, aunque su terreno brindaba mejores perspectivas. No sentía una verdadera afición por el deporte, y aquella temporada no había salido de cacería más de una docena de veces. Tenía pocos amigos, visitaba a sus tías y asistía a cenas públicas en defensa de los intereses católicos. Cuando estaba en Brideshead, cumplía todos aquellos deberes locales en los que su presencia era ineludible, comunicando a los estrados, fiestas populares y salas de comités su propia aura fría, torpe y distante.
—Encontraron a una chica estrangulada con un pedazo de alambre la semana pasada en Wandsworth —dije, resucitando una vieja fantasía.
—Debe haber sido Bridey; qué malo es.
Se unió a nosotros cuando llevábamos un cuarto de hora a la mesa, entrando pesadamente en el comedor, vestido con un traje de etiqueta de terciopelo verde que guardaba en Brideshead y que siempre se ponía allí. A los treinta y ocho años, se había vuelto más voluminoso y calvo, y aparentaba cuarenta y cinco.
—Bien —dijo—, bien; sólo vosotros dos. Esperaba encontrar también a Rex.
Yo me preguntaba muchas veces qué pensaría de mí y de mi continua presencia; parecía aceptarme sin curiosidad, como parte de la familia. Dos veces me había sorprendido en los dos últimos años dando muestras aparentes de amistad. Aquella navidad me había enviado una fotografía suya, vestido con indumentaria de caballero de Malta; y poco después me invitó a cenar en su club. Ambos actos tenían una explicación: se había excedido en el número de copias que hizo imprimir de su retrato y no sabía qué hacer con ellas; y, por otra parte, estaba orgulloso de su club. Este consistía en una agrupación sorprendente de hombres bastante eminentes en sus respectivas profesiones; se encontraban una vez al mes en una velada de ceremoniosas payasadas; cada uno de ellos tenía un apodo —a Bridey le llamaban «Hermano Noble»— y una joya especialmente diseñada que le identificaba y que llevaban como una orden de caballería; los botones de sus chalecos exhibían la insignia del club, y observaban un ritual muy complejo para la presentación de los invitados. Después de la cena se leía una disertación y se pronunciaban discursos jocosos. Era evidente que existía cierta rivalidad a la hora de traer invitados distinguidos y, como Bridey tenía pocos amigos y yo era relativamente famoso, me llevó a mí. Incluso durante aquella velada festiva percibí que mi anfitrión emanaba pequeñas ondas magnéticas de incomodidad, creando como un charco de malestar general a su alrededor, en el que él flotaba con la serenidad de un tronco.