—..Julia va a cumplir los veinte. No quiero esperar a su mayoría de edad. De todas formas, no quiero casarme sin hacerlo bien… Nada a medias… Tengo que asegurarme de que no le van a quitar la dote. Y como la marquesa no se quiere dar por aludida, voy a ver al padre para hablar claro con él. Tengo entendido que es muy fácil que dé su consentimiento a cualquier cosa que pueda molestar a su mujer. Está en Montecarlo en este momento. Yo proyectaba ir a verle después de dejar a Sebastian en Zurich, por eso me fastidia tanto que se haya escabullido.
El coñac no fue del gusto de Rex. Era claro y pálido, venía en una botella exenta de polvo y galimatías napoleónicos. Sólo tenía uno o dos años más que Rex y no había sido embotellado hacía mucho tiempo. Nos lo sirvieron en copas muy delgadas, no muy grandes y en forma de tulipanes.
—El brandy es una de las cosas sobre las que sé un poco —dijo Rex—. Este tiene mal color. Además no puedo catarlo en este dedal.
Le trajeron un globo grande como su cabeza. Les obligó a calentarlo encima de una llama. Entonces hizo girar el espléndido licor, metió la cara en el vapor y lo condenó como si fuera uno de esos brebajes que en casa se beben con soda.
Y entonces, avergonzados, sacaron de su escondite, en un carrito con ruedas, una botella enorme y mohosa, que guardaban para la gente como Rex.
—Eso está mejor —dijo él, removiendo la mescolanza empalagosa de un lado para otro hasta que el líquido dejó círculos oscuros en la copa—. Siempre tienen alguna botella escondida, pero no te la sacan hasta que armas un jaleo. Pruébalo.
—Me satisface plenamente el mío.
—Bueno, sería un crimen que bebieras éste si de verdad no sabes apreciarlo.
Encendió un veguero y se echó hacia atrás, en paz con el mundo. Yo también estaba en paz, pero con un mundo diferente al suyo. Ambos éramos felices. Él hablaba de Julia y yo oía su voz, ininteligible desde tan lejos, como el ladrido de un perro a muchas millas, en una noche de calma.
A principios de mayo se anunció el compromiso. Leí la reseña en el
Continental Daily Mail
y supuse que Rex habría «hablado claro con el padre». Pero las cosas no salieron como es debido. La próxima vez que tuve noticias de ellos fue a mediados de junio, cuando leí que se habían casado muy modestamente en la capilla del hotel Savoy. Ningún miembro de la familia real estuvo presente, tampoco el primer ministro ni nadie de la familia de Julia. Daba la impresión de haber sido una boda «a hurtadillas», pero hasta varios años después no conocí toda la historia.
Ha llegado el momento de hablar de Julia, quien hasta ahora ha desempeñado un papel intermitente y algo enigmático en el drama de Sebastian. Así la veía yo en aquella época y, sin duda, ella se formó de mí una idea parecida. Perseguíamos metas separadas que nos acercaban el uno al otro, pero permanecimos alejados. Me contó más tarde que el apunte mental que había hecho de mi persona le recordaba lo que sucede cuando recorremos una estantería en busca de un libro determinado y, a veces, nuestra atención es atraída por otro libro. Lo cogemos, echamos un vistazo a la portada y pensamos: «Cuando tenga tiempo debo leer este libro también». Lo volvemos a colocar en su sitio, y proseguimos nuestra búsqueda. Por mi parte el interés era más vivo, debido al parecido físico entre hermano y hermana, que seguía emocionándome cada vez que lo captaba, contemplándolos en diferentes posturas, bajo luces diversas. Cuanto más parecía Sebastian desvanecerse y desintegrarse, día a día, en su rápida decadencia, tanto más clara y resplandeciente se volvía Julia.
En aquella época era delgada, de escaso pecho y largas piernas; toda ella parecía sólo cabeza y miembros, intangible, estilizada; hasta aquí se adecuaba a los cánones de la moda, pero ni el peinado y los sombreros de la época, ni la expresión vacía de la boca y los ojos pintados, ni las carnavalescas manchas de colorete en los pómulos bastaban para asfixiar su personalidad.
Cuando la conocí aquel atardecer del verano de 1923, el día en que fue a buscarme a la estación y me llevó a la casa, acababa de cumplir dieciocho años y de pasar su primera temporada en Londres.,
Algunos dicen que fue la temporada más brillante desde la guerra, y que las cosas recobraban su antiguo ritmo. Julia estaba sumergida en aquel ambiente. Quizá quedaban entonces, media docena de mansiones londinenses que podían llamarse «históricas»; Marchmain House en St. James's era una de ellas y, según unánimes comentarios, el baile organizado para la puesta de largo de Julia fue, a pesar de lo detestable de aquella costumbre, un espectáculo espléndido. Sebastian acudió desde Oxford y, sin mucho entusiasmo, sugirió que yo le acompañara. Rechacé la invitación y llegué a arrepentirme, ya que fue el último baile de esa clase que hubo en Londres; el último de una magnífica serie.
¿Cómo podía saberlo yo? Se diría que en aquella época había tiempo para todo; el mundo se abría ante nosotros para que lo explorásemos en cualquier momento. Oxford me colmaba aquel verano; Londres podía esperar, me dije.
Las otras grandes casas pertenecían a parientes o amigas de infancia de Julia; había además innumerables viviendas importantes en las plazas de Mayfair y Belgrave, iluminadas y atestadas, noche tras noche. Los extranjeros que llegaban a sus destinos militares en Inglaterra desde países desolados, escribían a sus familias que estaban vislumbrando un mundo supuestamente perdido para siempre entre el barro y las alambradas. Aquellas felices semanas Julia iba y venía en todo su esplendor —parte del sol entre los árboles, parte de la luz de la vela en el espectro del espejo—, de manera que los hombres y las mujeres mayores, a solas con sus recuerdos, la vieron como si fuera el mismísimo pájaro azul de la felicidad. «La hija mayor de "Bridey" Marchmain», decían. «Lástima que él no pueda verla esta noche.»
Aquella noche, la siguiente y la otra, fuera donde fuese, siempre dentro de su pequeño círculo de íntimos, era mensajera de un instante de dicha, como la que llega al fondo del corazón en la orilla de un río cuando, de repente, el martín pescador destella por encima del agua.
Tal era la criatura, ni niña ni mujer, que me guió a través del crepúsculo aquella tarde de verano, libre de los pesares del amor, asombrada del poder de su propia belleza, vacilando sobre el borde fresco de la vida; alguien que se descubre de repente armado; la heroína de un cuento de hadas que juega con el anillo mágico al que basta acariciar con la punta de los dedos y susurrar la palabra encantada para que la tierra se abra a los pies y arroje ante ella a su sirviente titánico, el monstruo servil que le traerá lo que le pida, aunque quizá lo traiga de un modo que no sea el deseado.
Yo no le interesaba en absoluto aquella tarde; no iba a brotar el duende subterráneo. Ella vivía en un reducido mundo aparte, dentro de otro pequeño mundo, núcleo de un sistema de esferas concéntricas, como bolas de marfil chinas laboriosamente esculpidas. Un minúsculo problema la inquietaba; minúsculo, tal como ella lo veía, en términos y símbolos abstractos. Se estaba preguntando, sin pasión y a una legua de distancia de la realidad, con quién debía casarse. De la misma manera meditan y titubean los estrategas ante un mapa sobre el que han clavado alfileres y trazado líneas de colores. Observan un cambio de centímetros en las agujas y líneas, y, fuera de la sala, lejos de los estudiosos oficiales, el pasado, el presente y el futuro pueden convertirse en ruinas o nacer a la vida. Ella era entonces un símbolo de sí misma, tan lejos estaba de la vida de niña como de la de mujer; la victoria y el fracaso no eran para ella más que un cambio de alfiler o de línea… nada sabía de la guerra.
«Ojalá viviera en el extranjero», pensaba Julia, «donde los padres y los abogados arreglan estas cosas».
Casarse pronto y espléndidamente era la meta de todas sus amigas. Si ella miraba más allá de la boda, veía el matrimonio como el principio de una existencia individual; la escaramuza donde uno ganaba las medallas, a partir de la cual se inauguraban las verdaderas búsquedas vitales.
Se destacaba con mucho de las demás muchachas de su edad, pero ella sabía que, dentro de aquel pequeño mundo metido en otro que habitaba, tenía ciertas graves desventajas. Sentados en los sofás apoyados en las paredes, los viejos hacían el recuento y tenía varios puntos en contra: el escándalo de su padre, esa ligera mancha heredada que empañaba su brillo y que algo en su manera de ser —díscola y voluntariosa, menos disciplinada que la de sus contemporáneas— parecía ir extendiendo. Pero, a pesar de eso ¿quién sabe…?
Entre las damas sentadas en los sofás un tema eclipsaba a todos los demás: ¿con quién se casarían los jóvenes príncipes? No podían esperar presencia más atractiva ni linaje más puro que los de Julia; pero persistía la leve sombra que la hacía indigna de los más altos honores y, además, contaba su religión.
Nada más lejos de las ambiciones de Julia que una boda regia. Sabía lo que quería —o creía saberlo— y no era eso. Pero parecía que su religión se alzaba siempre como una barrera entre ella y su objetivo natural.
Y creía haber llegado a un callejón sin salida. Si renegaba de su fe ahora, después de haber sido criada dentro de la Iglesia, iría al infierno, mientras las muchachas protestantes que conocía, educadas en una alegre inocencia, podían casarse con primogénitos, vivir en paz con su mundo y llegar al cielo antes que ella. Julia nunca podría aspirar a casarse con un primogénito, y de los segundones, aunque inevitables, era indecoroso hablar demasiado. Los segundones carecían del privilegio de la humildad; su deber fundamental consistía en mantenerse al margen hasta que un accidente inesperado les llevara a reemplazar a sus hermanos y, dado que ésta era su función, resultaba deseable que estuvieran siempre preparados y dispuestos para la sucesión. Posiblemente una joven católica podría aspirar sin que nadie se opusiera al más joven de una familia de tres o cuatro hijos. Estaban también, naturalmente, las mismas familias católicas, pero rara vez entraban en el mundo de Julia; en él sólo tenían cabida los parientes de su madre, a quienes ella consideraba severos y excéntricos. De la docena de familias católicas nobles y ricas, ninguna tenía en aquella época un heredero de la edad de Julia. Los extranjeros —y había muchos en la familia de su madre— no eran de fiar con respecto al dinero, tenían costumbres extrañas y constituían un fracaso cierto para cualquier muchacha inglesa que se casara con ellos. ¿Qué más quedaba, pues?
Tal era el problema de Julia después de sus triunfales semanas en Londres. Sabía que el dilema no era insuperable. Debía de haber, pensaba, muchas personas ajenas a su mundo pero calificadas para entrar en él. Lo vergonzoso era que debía buscarlas. No se trataba, en su caso, del lujo cruel y delicioso de la elección, del pasatiempo indolente de los juegos del gato y el ratón. No podía ser Penélope; tenía que salir a cazar en la selva.
Se había forjado un retrato descabellado del hombre que le convenía: un diplomático inglés muy apuesto y de belleza no excesivamente viril, destinado en el extranjero, con una casa más pequeña que Brideshead y más próxima a Londres; mayor, de treinta y dos o treinta y tres años, trágicamente viudo desde poco antes. Julia pensaba que preferiría un hombre un poco acongojado por alguna antigua pesadumbre. Su hombre ideal tenía una gran carrera por delante, pero la soledad lo había sumido, en la apatía; Julia temía que cayera en manos de una aventurera sin escrúpulos; necesitaría una inyección de vida joven que lo catapultara a la embajada de París. Aunque profesase un agnosticismo moderado, le gustaría el ceremonial de la religión y no se opondría en absoluto a que sus hijos se educaran como católicos; creería, sin embargo, en la prudente limitación de su familia a dos niños y una niña, espaciados cómodamente a lo largo de doce años, y no exigiría, como un marido católico, embarazos anuales. Su renta ascendería a doce mil al año, además de su salario, y no tendría ningún pariente próximo. «Alguien así me iría bien», pensaba Julia, y lo estaba buscando cuando fue a recogerme a la estación. Yo no era su hombre. Sin necesidad de pronunciar una palabra me lo hizo saber, cuando cogió el cigarrillo de mis labios.
Fui sabiendo todas estas cosas de Julia, poco a poco, lo mismo que se va conociendo el pasado de la mujer amada —la etapa que uno cree
preparatoria
— hasta creer que se ha formado parte de él, dirigiéndolo por tortuosos caminos hacia uno mismo.
Julia nos dejó a Sebastian y a mí en Brideshead para ir a visitar a una tía suya, lady Rosscommon, en su villa de Cap Ferrat. En el curso del viaje meditó sobre su problema. Le había dado su nombre a su viudo diplomático: le llamó Eustace, y desde ese momento se convirtió en una figura cómica para ella, en una broma íntima e incomunicable, de modo que cuando el hombre se cruzó por fin en su camino —aunque no era diplomático, sino un pensativo y melancólico oficial de los Life Guards— y se enamoró de ella brindándole precisamente aquello que ella había elegido, lo rechazó, dejándole más pensativo y melancólico que nunca; porque por entonces ya había conocido a Rex Mottram.
La edad de Rex era claramente una baza a su favor, ya que entre las amigas de Julia existía una especie de esnobismo gerontofílico. Consideraban torpes y llenos de granos a los jóvenes, y era muchísimo más
chic
ser vista comiendo a solas en el Ritz (algo, en todo caso, permitido a pocas niñas de aquella época; sólo un pequeñísimo círculo de las íntimas de Julia, algo visto con malos ojos por las personas mayores que no perdían detalle mientras charlaban alrededor de los salones de baile), en la mesa de la izquierda según se entra con el viejo libertino, rígido y con arrugas, contra el que tu madre te ha prevenido de muchacha, que estar rodeada de un grupo de atractivos jóvenes de alto linaje. En todo caso, los mayores lo hubieran tenido en cuenta a la hora de anotar puntos en favor o en contra mientras charlaban amablemente en sus sofás durante el baile. Ciertamente, Rex no tenía nada de rígido y carecía de arrugas. Los que eran mayores que él le consideraban un sinvergüenza ambicioso, pero Julia reconoció el inconfundible chic…, el sabor de «Max», «F.E.» y del príncipe de Gales, de la gran mesa en el Sporting Club, la segunda botella de Magnum, el cuarto puro, el chófer a quien hacía esperar horas enteras sin ningún remordimiento… que tanto envidiarían sus amigas. Su posición social era única: poseía cierto aire de misterio, incluso de estar al margen de la ley. La gente decía que Rex iba siempre armado. Julia y sus amigas aborrecían, pero se sentían fascinadas por lo que ellas llamaban «
Pont Street
»; recogían frases que condenaban a quienes las empleaban, y entre ellas —y lo que aun era más desconcertante, a veces en público— usaban un léxico salpicado por dichas frases. Era «
Pont Street
» que un hombre llevara un anillo de sello y ofreciera bombones en el teatro; era «
Pont Street
» decir en un baile «¿Puedo traerte forraje?». Fuera lo que fuera, Rex no era en absoluto «
Pont Street
». Había pasado directamente del hampa al mundo de Brenda Champion, también ella núcleo de un número de esferas concéntricas de marfil. Es posible que Julia detectara en Brenda Champion un atisbo de lo que podrían llegar a ser ella misma y sus amigas doce años más tarde. Existía entre la muchacha y la mujer un antagonismo que era difícil entender de otra manera. Ciertamente, el
hecho
de que Rex fuera propiedad de Brenda Champion avivó el interés de Julia por él.