—Claro que no. Nunca tuve intención de hacerlo.
—Tampoco quiero modelos desnudas por toda la casa ni críticos de arte con su horrible jerga. Y no me gusta el olor de la trementina. Supongo que te vas a dedicar en serio a la pintura y que vas a emplear la técnica al óleo.
Mi padre pertenecía a la generación que dividía a los pintores en los de verdad y los aficionados, según emplearan óleo o acuarela.
—No creo que pinte mucho durante el primer año y, de todas formas, trabajaré en una escuela.
—¿En el extranjero? —preguntó mi padre, animado—. Según tengo entendido hay excelentes escuelas de arte en el extranjero.
Todo estaba ocurriendo con más rapidez de lo que yo había planeado.
—En el extranjero o aquí. Todavía no lo he decidido. —Decídete por el extranjero.
—Entonces, ¿estás de acuerdo en que abandone Oxford? —¿De acuerdo? ¿De acuerdo? Mi querido muchacho, tienes veintidós años.
—Veinte —le corregí—; cumpliré veintiuno en octubre. —¿Sólo veinte? Parece que ha pasado muchísimo más tiempo. Una carta de lady Marchmain completa este episodio:
Libro Segundo: Adiós a BridesheadMi querido Charles:
Sebastian me dejó esta mañana para reunirse con su padre en el extranjero. Antes de irse, le pregunté si te había escrito. Me dijo que no. Y por esto debo escribirte yo, aunque difícilmente podré expresarte en una carta lo que no
fui capaz de decirte durante nuestro último paseo. Pero no debes ignorar los hechos.
El College ha expulsado a Sebastian solamente durante un trimestre, y le volverán a aceptar después de navidad a condición de que vaya a vivir con monseñor Bell. Ahora depende de él. Mientras tanto, el señor Samgrass ha consentido en hacerse cargo de él. Tan pronto concluya la visita a su padre, Samgrass le recogerá y juntos irán a Levante, donde hace tiempo que Samgrass tiene mucho interés en estudiar algunos monasterios ortodoxos. Él confía en que ese viaje quizá despierte un nuevo interés en Sebastian.
La estancia de éste aquí no fue feliz.
Cuando regresen por navidad, sé que Sebastian querrá verte como todos nosotros. Espero que tus proyectos para el trimestre que viene no se hayan visto demasiado perjudicados y que todo te vaya muy bien.
Afectuosamente,
Teresa Marchmain
Entré en la salita del jardín esta mañana y me sentí tristísima.
—Y cuando llegamos al punto más alto del desfiladero —dijo el señor Samgrass—, oímos a los caballos galopar detrás de nosotros; dos soldados vinieron a la cabeza de la caravana y nos obligaron a regresar. El general les había mandado, y nos alcanzaron justo a tiempo. Había una banda a menos de una milla de donde estábamos.
Hizo una pausa y el pequeño grupo de oyentes permaneció en silencio, consciente de que trataba de impresionarles, pero dubitativos respecto a cómo podrían fingir una cortés curiosidad.
—
¿Una banda?
—preguntó Julia—.
¡Vaya!
El señor Samgrass parecía esperar más comentarios. Por fin, lady Marchmain dijo:
—Sí, me imagino que la música folklórica que se oye en aquellas regiones debe de ser
muy
monótona.
—Mi querida lady Marchmain, una banda de
bandidos
.
Cordelia, que estaba sentada a mi lado en el sofá, empezó a reírse sin hacer ruido.
—Las montañas estaban repletas de bandas —prosiguió el señor Samgrass—. Rezagados del ejército de Kemal; griegos que se quedaron aislados durante la retirada. Gentes muy desesperadas, se lo aseguro.
—Pellízcame, te lo ruego —me susurró Cordelia.
La pellizqué y los muelles del sofá dejaron de agitarse.
—Gracias —dijo, secándose los ojos con el dorso de la mano.
—Así que nunca llegaron a ese sitio… ¿cómo se llama? —indagó Julia—. ¿No te sentías muy desilusionado, Sebastian?
—¿Yo? —dijo Sebastian desde las sombras, más allá de la luz de la lámpara, más allá del calor de la leña incandescente, más allá del círculo familiar y de las fotografías esparcidas sobre la mesa de cartas—. ¿Yo? Oh, creo que no estaba ese día ¿verdad, Sammy?
—Aquél fue el día en que estuviste enfermo.
—Estaba enfermo —repitió Sebastian como un eco—, así que tampoco habría llegado nunca a ese sitio… ¿cómo se llama? ¿Verdad, Sammy?
—Y
esto
, lady Marchmain, es la caravana de Alepo, en el patio del hostal. Este es nuestro cocinero armenio, Begedbian; ése soy yo montando un pony; aquello es la tienda de campaña plegada; aquél es un curdo bastante pesado que insistía en seguirnos por todas partes… Este soy yo en el Ponto, en Éfeso, en Trebisonda, en Krak de los Caballeros, en Samotracia, en Batumi… Claro, todavía no las he puesto por orden cronológico.
—Todas son de guías, ruinas y mulas —dijo Cordelia—. ¿Dónde está Sebastian?
—Sebastian —dijo el señor Samgrass, con un matiz de triunfo en su voz, como si hubiera estado esperando la pregunta y tuviese preparada la respuesta—, Sebastian manejaba la cámara. Llegó a ser todo un experto tan pronto aprendió a no tapar el objetivo con la mano ¿verdad, Sebastian?
No hubo respuesta desde las sombras. El señor Samgrass volvió a ahondar en su cartera de piel de cerdo.
—Aquí —dijo— hay una fotografía del grupo tomada por un fotógrafo callejero en la terraza del hotel St. George, en Beirut. Aquí está Sebastian.
—Vaya —dije—, si no me equivoco… éste es Anthony Blanche ¿recuerdan?
—Sí, le vimos bastante a menudo; le encontramos por casualidad en Constantinopla. Un compañero de viaje encantador. No entiendo cómo no le conocí antes. Nos acompañó durante todo el camino hasta Beirut.
Habían retirado el servicio de té y cerrado las cortinas. Era dos días después de navidad, la primera noche de mi visita; también la primera de Sebastian y el señor Samgrass, a quienes por casualidad había encontrado en el tren.
Lady Marchmain me había escrito tres semanas antes:
Acabo de tener noticias del señor Samgrass. Me dice que Sebastian y él estarán aquí para navidad, como esperábamos. Hacía tantísimo tiempo que no había recibido noticias suyas que temía que se hubieran separado y no quisieran comprometerse hasta que yo lo supiera. Sebastian tendrá muchas ganas de verte. Te ruego que vengas a visitarnos en navidad, si puedes, o lo más pronto después de ese día.
Pasar el día de navidad con mi tío era un compromiso ineludible, así que tomé el tren directamente desde su casa de campo y cambié a la línea local a medio camino. Suponía que iba a encontrar a Sebastian ya instalado en su casa; pero allí estaba, en el compartimiento contiguo, y cuando le pregunté qué hacía allí, el señor Samgrass contestó con tanta locuacidad y .tan prolijamente, contándome algo acerca de un equipaje perdido, y de que la agencia Cooks estaba cerrada durante las vacaciones, que en seguida me di cuenta de que se reservaba para sí otra explicación.
Samgrass no estaba cómodo; sus ademanes seguían expresando su habitual confianza en sí mismo, pero un sentimiento de culpabilidad le rodeaba como el humo rancio de un cigarro. Cuando lady Marchmain le saludó al llegar, advertí en la actitud de la aristócrata un matiz de curiosidad. El refirió animadamente el viaje durante el té y después lady Marchmain le llevó arriba para mantener «una pequeña charla». Al irse con ella, sentí por él algo que se aproximaba a la compasión. Para cualquier jugador de póquer estaba muy claro que el señor Samgrass tenía una mano muy deficiente, y mientras le observaba durante el té, empecé a sospechar que no sólo se estaba marcando faroles, sino que además hacía trampas. Tenía algo que decir a lady Marchmain, pero no quería ni sabía exactamente cómo hacerlo. Era algo relativo a sus andanzas navideñas, pero intuí que tenía muchísimo más que contar —y que no tenía la menor intención de hacerlo— acerca del viaje a Levante.
—Vamos a ver a Nanny —propuso Sebastian.
—Por favor, ¿puedo ir yo también? —preguntó Cordelia.
—De acuerdo, ven.
Subimos a la habitación de los niños, en la cúpula. Por el camino, Cordelia dijo:
—¿No estás contento de haber vuelto a casa?
—Claro que estoy contento —repuso Sebastian.
—Pues lo podrías demostrar un poco más. ¡Tenía tantas ganas de que volvieras!
Nanny no sentía ningún deseo de participar activamente en la conversación. Estaba más contenta cuando no le hacían caso quienes la visitaban y la dejaban seguir tranquilamente con sus labores de punto; así podía observar las caras y pensar en ellos tal como los había conocido de niños. Sus vidas actuales no significaban gran cosa al lado de aquellas primeras enfermedades y travesuras.
—Vaya —dijo—, sí que tienes mala cara. Supongo que son todas esas comidas extranjeras que no deben sentarte nada bien. Ahora que has vuelto tienes que engordar. También diría que has dormido poco, a juzgar por tus ojeras: muchos bailes, no me extrañaría. —Nanny Hawkins estaba convencida de que la clase alta pasaba la mayoría de sus veladas de ocio bailando—. Y habría que zurcir esa camisa. Tráemela antes de mandarla a lavar.
No hay duda de que Sebastian tenía muy mala cara; cinco meses habían conseguido cambiarle más que muchos años. Estaba más pálido, más delgado, con bolsitas debajo de los ojos, las comisuras de los labios caídas, y la huella de un forúnculo a un lado de la barbilla; su voz parecía más apagada y sus movimientos alternaban entre apáticos y nerviosos; también parecía abandonado en el vestir y en el cuidado de su cabello que, si antes lucía alegremente desordenado, ahora estaba desgreñado. Y, lo peor de todo, advertí en su mirada la cautela que ya había descubierto durante las vacaciones de pascuas. Ahora parecía ser habitual en él.
Refrenado por esa expresión de cautela, no le pregunté nada acerca de sí mismo; en su lugar le conté cosas acerca de mi otoño y mi invierno. Le describí mi alojamiento en la calle Saint-Louis y la escuela de arte, lo buenos que eran los viejos profesores y lo malos que eran los alumnos.
—Nunca se acercan al Louvre —dije—. O, si lo hacen, es sólo porque una de sus absurdas revistas ha «descubierto» de repente un maestro que encaje con la teoría estética de ese mes. La mitad de ellos anhela un renombre momentáneo como el de Picabia; la otra mitad quiere simplemente ganarse la vida haciendo carteles publicitarios para
Vogue
y decorando clubs nocturnos. Y los profesores siguen esforzándose en hacer que pinten como Delacroix.
—Charles —intervino Cordelia—, el arte moderno es una gran tontería, ¿verdad?
—Una grandísima tontería.
—Uf, ¡me alegro mucho! Tuve una discusión con una de las monjas y ella dijo que no debemos criticar lo que no entendemos.
Ahora puedo decirle que me ha dado la razón un artista en persona y tendrá que tragarse sus palabras, vaya.
Llegó la hora de la cena de Cordelia, y Sebastian y yo bajamos al salón para los cócteles. Brideshead estaba solo, pero Wilcox llegó pisándonos los talones para decirle:
—La señora quiere hablar con usted arriba, señor.
—Qué raro; mamá suele atraerlos allí con sus propias artimañas —dijo Sebastian.
No había huella de la bandeja de los cócteles. Al cabo de unos minutos, Sebastian tocó la campana. Apareció un
valet
.
—El señor Wilcox está arriba con la señora.
—Bueno, no importa; traiga el servicio de los cócteles. —El señor Wilcox tiene las llaves, milord. —Oh…, pues dígale que lo traiga cuando baje. Hablamos un poco acerca de Anthony Blanche.
—Llevaba barba en Estambul, pero le obligué a cortársela.
—Y diez minutos después, dijo—: Bueno, tampoco quiero un cóctel; voy a darme un baño. —Y se marchó.
Eran las siete y media. Supuse que los demás habrían ido a vestirse, pero, cuando estaba a punto de hacer lo mismo, me encontré con Brideshead que bajaba las escaleras.
—Un momento, Charles, hay algo que tengo que explicarte. Mi madre ha dado orden de que no se dejen bebidas en ninguna de las habitaciones. Ya comprenderás por qué. Si quieres algo, llama y pídeselo a Wilcox… Pero mejor será que esperes a estar solo. Lo siento, pero así son las cosas.
—¿Es necesario todo eso?
—Por lo que veo, muy necesario. No sé si lo sabrás o no, pero Sebastian sufrió otro arrebato en cuanto pisó Inglaterra. Estuvo perdido durante las navidades. Samgrass no le localizó hasta ayer por la noche.
—Ya me figuré que había ocurrido algo así. ¿Estás seguro de que es la mejor manera de solucionar el problema?
—Es la manera de mi madre. ¿Quieres tomar algo, ahora que él ha subido?
—Imposible. Me atragantaría.
Me hospedaba siempre en la misma habitación que me dieron la primera vez; estaba situada al lado de la de Sebastian, y compartíamos lo que antaño había servido de vestidor, transformado en cuarto de baño hacía unos veinte años. Se sustituyó la cama por una bañera honda de cobre y enmarcada de caoba, que se llenaba bajando una palanca de latón tan pesada como una pieza de ingeniería marina. El resto de la habitación permanecía igual. En invierno siempre ardía fuego de carbón en la chimenea. Pienso muchas veces en aquel cuarto de baño —con acuarelas desvaídas por el vapor y la enorme toalla calentándose sobre el respaldo de la butaca de zaraza lustrosa— y lo comparo con las salitas uniformes y clínicas, de cromados y espejos brillantes, que en el mundo moderno se llaman lujo.
Permanecí un rato tumbado en el baño y luego me sequé lentamente al lado del fuego, pensando todo el tiempo en el infausto regreso a casa de mi amigo. Me puse el batín y me dirigí a la habitación de Sebastian. Entré, como siempre hacía, sin llamar a la puerta. El estaba sentado al lado de la chimenea, a medio vestir, y cuando me oyó entrar se sobresaltó irritado y posó el vaso de lavarse los dientes.
—¡Ah, eres tú! Me has asustado.
—Así que has conseguido algo de beber. —No sé a qué te refieres.
—¡Por el amor de Dios, no tienes que hacer comedia conmigo! Podrías ofrecerme algo, creo yo.
—Es un poco que me quedaba en la petaca. Ya se ha acabado. —¿Qué pasa?
—Nada. Mucho. Ya te contaré.
Me vestí y volví otra vez en busca de Sebastian, pero le encontré sentado tal como le había dejado, a medio vestir, cerca del fuego.
Julia aguardaba sola en la sala de estar.
—Bueno —le pregunté—, ¿qué está pasando?
—Oh, otro aburrido drama de familia. Sebastian se volvió a emborrachar, así que todos tenemos que vigilarle. ¡Qué pesado es todo esto!