Retorno a Brideshead (26 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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Rex y Brenda Champion veraneaban en la villa contigua de Cap Ferrat, alquilada aquel año por un magnate de la prensa y frecuentada por políticos. Normalmente no habrían entrado en el ámbito de Lady Rosscommon, pero, como vivían tan cerca, los dos grupos de invitados se mezclaban, y Rex empezó en seguida a cortejar cautelosamente a Julia.

Durante todo el verano se había sentido inquieto. La señora Champion resultó un fracaso; al principio todo era muy intenso y emocionante, pero ahora las ligaduras empezaban a apretar. Había descubierto que Brenda Champion, como muchas inglesas, tenía tendencia a vivir en un pequeño mundo en el interior de otro. Rex exigía horizontes más amplios. Quería consolidar sus ganancias, arriar el pabellón de pirata, posar los pies en tierra y pensar en las cosechas. Era hora de casarse. El también buscaba una «Eustace» pero, viviendo como vivía, conocía a pocas muchachas. Había oído hablar de Julia; según todos los informes, era la debutante de mayor categoría, un trofeo codiciado.

Con la fría mirada de Brenda Champion observándole desde detrás de sus gafas de sol, apenas pudo cimentar en Cap Ferrat una amistad que pudiera consolidarse más tarde. Nunca estaba totalmente a solas con Julia. pero se aseguró de que ella participara en todos los actos mundanos. Le enseñó a jugar al
chemin de fer
, se las arregló de manera que siempre viajara en su coche cuando iban a Montecarlo o a Niza; hizo lo suficiente como para que lady Rosscommon escribiera a lady Marchmain, y Brenda Champion se lo llevara a Antibes más pronto de lo que habían planeado.

Julia se marchó a Salzburgo para reunirse con su madre.

—Tía Fanny me cuenta que has hecho muy buenas migas con el señor Mottram. Estoy segura de que no es trigo limpio.

—No creo que lo sea —convino Julia—. No sé si me gusta la gente que es trigo limpio.

Es proverbial el misterio que rodea a la mayoría de los hombres de reciente fortuna, la incógnita de cómo hicieron las primeras diez mil libras. Las cualidades que en ese momento demuestren —antes de convertirse en especuladores, cuando por un momento deben apaciguarse, cuando sólo los sostiene la esperanza, cuando no cuentan con nada en el mundo salvo su hechizo— son las que les valen su éxito con las mujeres. En la relativa libertad de Londres, Rex se sometió abyectamente a Julia: adaptaba su propia vida a la de ella, iba a los lugares donde era posible encontrarla, se congraciaba con quienes podrían hablarle bien de él, asistía a numerosos comités de beneficencia con el fin de estar cerca de lady Marchmain; ofreció sus servicios a Brideshead para ayudarle a conseguir un escaño en el Parlamento (pero recibió un desaire), expresó un vivo interés por la Iglesia católica hasta descubrir que no era buen camino para ganarse el corazón de Julia. Siempre estaba dispuesto a llevarla en su Hispano a cualquier sitio adonde ella quisiera ir; la acompañaba, a ella y a sus amigas, a combates de boxeo, sentándose en primera fila y presentándoles después a los vencedores. Y durante todo este tiempo ni siquiera una vez le habló de amor. De serle agradable, pasó a resultarle indispensable; y ella, de sentirse orgullosa de él en público pasó a sentirse un poco avergonzada, pero al llegar a este punto, entre navidad y pascua, Rex ya le era imprescindible. Y entonces, sin esperarlo en absoluto, Julia descubrió que estaba enamorada.

Esta revelación, perturbadora e involuntaria, la asaltó una tarde de mayo después de que Rex le hubiera dicho que estaría ocupado en la Cámara de los Comunes, y al bajar ella por casualidad por Charles Street le vio salir de la que sabía que era la casa de Brenda Champion. Estaba tan dolida y furiosa que apenas logró mantener la serenidad durante la cena; en cuanto pudo se marchó a casa y lloró amargamente durante diez minutos. Luego tuvo hambre, se arrepintió de no haber cenado con más apetito, pidió leche y unas rebanadas de pan, y se fue a la cama después de advertir:

—Cuando llame el señor Mottram por la mañana, no importa a qué hora, díganle que no quiero ser molestada.

Al día siguiente desayunó en la cama, como de costumbre, leyó los periódicos y habló con sus amigas por teléfono. Finalmente preguntó:

—¿Por casualidad ha llamado el señor Mottram?

—Oh, sí, milady, cuatro veces. ¿Le paso la comunicación la próxima vez?

—Sí. No. Dígale que he salido.

Cuando bajó había un mensaje para ella en la mesa del vestíbulo. «El señor Mottram espera a lady Julia en el Ritz a la 1.30.»

—Hoy comeré en casa —dijo.

Aquella tarde fue de compras con su madre; tomaron el té con una tía y volvieron a las seis.

—El señor Mottram la está esperando, milady. Lo he hecho pasar a la biblioteca.

—Oh, mamá, no tengo ganas de verle. Te ruego que le digas que se vaya.

—Eso no es nada cortés, Julia. Te he dicho muchas veces que no es mi preferido entre tus amigos, pero me he acostumbrado a él; casi he llegado a cogerle cariño. En serio, no puedes engatusar a la gente y luego dejarla así… de repente, sobre todo a gente como el señor Mottram.

—Pero, mamá, ¿tengo que verle? Habrá una escena.

—¡Qué tontería, Julia! Manejas a tu antojo a ese pobre hombre.

Julia, en suma, entró en la biblioteca y salió media hora después prometida en matrimonio a Rex Mottram.

—Oh, mamá, te avisé que ocurriría esto si entraba.

—Nunca hiciste tal cosa. Sólo dijiste que habría una escena.

Jamás habría pensado en una escena de este tipo. —Bueno, a ti te gusta, mamá. Lo dijiste.

—Ha sido muy generoso en muchos sentidos. Lo veo totalmente inapropiado como marido tuyo. Y todo el mundo opinará lo mismo.

—Al infierno todo el mundo.

—No sabemos nada de él. Tal vez tenga sangre negra, ahora que lo pienso: es sospechosamente moreno. Querida, todo esto es imposible. No comprendo cómo has podido cometer semejante locura.

—Bueno, pero ¿qué derecho tengo entonces a enfadarme con él porque haya estado con esa vieja horrible? Habláis mucho de la salvación de las mujeres caídas. Para variar, ahora estoy salvando a un hombre caído. Estoy salvando a Rex del pecado mortal.

—No seas irreverente, Julia.

—Bueno, ¿no es pecado mortal acostarse con Brenda Champion?

—Ni seas indecente.

—Ha prometido no volver a verla nunca más. No podía pedirle tal cosa sin reconocer que estoy enamorada de él, ¿verdad?

—La moralidad de la señora Champion no es, gracias a Dios, asunto mío. Tu felicidad, sí. Si quieres que te lo diga, creo que el señor Mottram es un amigo amable y útil, pero no me fiaría un pelo de él, y estoy segura de que tendrá hijos muy desagradables. Esa gente vuelve siempre a su naturaleza original. No dudo que lamentarás todo esto dentro de unos días. Mientras tanto,
no se debe hacer nada
. No hay que decírselo a nadie ni nadie debe sospecharlo. No debes almorzar más con él. Puedes verle aquí, naturalmente, pero nunca en público. Será mejor que me lo mandes a mí y tendremos una pequeña charla sobre el asunto.

Así empezó para Julia un año de noviazgo secreto; una época de gran tensión, ya que Rex la cortejó aquella tarde por vez primera. No como a ella la habían requebrado una o dos veces muchachos sentimentales e inseguros sino con una pasión que descubrió algo parecido en ella. La pasión de ambos la asustó, y un día volvió del confesionario dispuesta a ponerle término.

—De lo contrario debo dejar de verte —dijo.

Rex se mostró humilde en seguida, exactamente igual que durante el invierno, día tras día, cuando solía esperarla fuera en su enorme automóvil.

—Si nos pudiéramos casar inmediatamente… —dijo Julia.

Durante seis semanas se mantuvieron a distancia, dándose un beso en el momento de verse y otro al despedirse, ocupando asientos separados mientras hablaban de lo que harían, de dónde vivirían y de las posibilidades de Rex para llegar a subsecretario. Julia estaba feliz, profundamente enamorada, pendiente del futuro. Y entonces, poco antes del final del año político, se enteró de que Rex había pasado un fin de semana en casa de un corredor de bolsa en Sunningdale, cuando se suponía que estaba en su distrito electoral, y que la señora Champion también estaba allí.

La tarde en que ella recibió esa noticia, cuando Rex llegó a la hora habitual a Marchmain House volvieron a interpretar la escena de dos meses antes.

—Pero ¿qué esperabas? —protestó él—. ¿Qué derecho tienes a pedir tanto cuando das tan poco?

Julia planteó su problema al cura de la iglesia de Farm Street. Lo expuso, en términos generales, no en el confesionario sino en una salita oscura destinada a entrevistas de ese tipo.

—Pero, padre ¿no cree que no puede ser malo que yo cometa un pecado pequeño para evitar que él cometa uno muchísimo mayor?

Pero el bondadoso y anciano jesuita se mostró inflexible. Julia apenas le escuchaba; le estaba denegando algo que ella quería: era lo único que quería saber.

Cuando él acabó, dijo:

—Ahora será mejor que te confieses.

—No, gracias —dijo Julia, como si rechazara una mercancía en una tienda—. Prefiero no hacerlo hoy —y volvió caminando furiosa a casa.

A partir de aquel momento cerró a la religión la puerta del espíritu.

Lady Marchmain lo percibió y lo sumó a la reciente pena por Sebastian, a la antigua pena por su marido y a la enfermedad mortal de su cuerpo, pesadumbres que llevaba diariamente consigo a la iglesia. Su corazón parecía atravesado por la espada de sus aflicciones; un corazón vivo para hacer juego con el de yeso y pintura. Sólo Dios sabe hasta qué punto volvía a casa consolada.

El año transcurría y el secreto del noviazgo se extendió desde las confidentes de Julia a las confidentes de las confidentes hasta que, como las olas que rompen finalmente sobre la orilla, la prensa empezó a insinuarlo, entrevistó detalladamente a lady Rosscommon como dama de compañía, y fue preciso hacer algo al respecto. Después de que Julia se negara a comulgar el día de navidad y lady Marchmain se viera traicionada primero por mí, después por el señor Samgrass y luego por Cordelia, en los primeros días grises de 1925, decidió actuar. Prohibió hablar más del compromiso; prohibió a Julia y Rex que se vieran; hizo planes para cerrar Marchmain House durante seis meses y llevar a Julia a visitar a sus parientes en el extranjero. Era característico de un antiguo y atávico cinismo propio de su delicadeza que, incluso durante la crisis, no creyera inapropiado confiar a Sebastian al cuidado de Rex durante el viaje a la clínica del doctor Borethus. Después de haber fallado con Sebastian, Rex prosiguió viaje a Montecarlo, donde completó la derrota de lady Marchmain. Lord Marchmain no se preocupó de los defectos más sutiles del carácter de Rex; a su juicio, aquello sólo le incumbía a su hija. Rex le pareció un hombre rudo, sano y próspero, cuyo nombre ya le era familiar por los informes políticos; era un jugador audaz pero sensato; sus amistades parecían bastante aceptables; tenía un futuro; no le gustaba a lady Marchmain. En general, lord Marchmain estaba satisfecho de que Julia hubiera elegido tan bien, y dio su consentimiento para una boda inmediata.

Rex inició los preparativos con todo entusiasmo. Le compró un anillo a Julia, pero no, como ella esperaba, del mostrador de Cartier's sino de una trastienda de Hatton Garden, donde el vendedor sacaba gemas guardadas en saquitos de una caja fuerte y las exponía sobre un escritorio. Otro hombre, en otra trastienda, hizo el diseño para la montura con un trozo de lápiz en un pedazo de papel. El resultado despertó la admiración de todas las amigas de Julia.

—¿Cómo conoces esos sitios, Rex? —le preguntó Julia.

Siempre le sorprendían las cosas que él sabía y las que ignoraba. Unas y otras, en aquella época, aumentaban su atractivo.

Su casa de Hertford Street era lo suficientemente grande para los dos, y había sido amueblada y decorada recientemente por la firma más cotizada. Julia dijo que aún no quería una casa en el campo; siempre podrían alquilarla si querían marcharse de Londres.

Había problemas acerca de la dote y Julia se negó a interesarse por ellos. Los abogados se desesperaban. Rex se negó en rotundo a aceptar papel.

—¿Qué iba a hacer yo con títulos de renta fija? —preguntó. —No lo sé, querido.

—Yo hago que el dinero trabaje para mí. Espero el quince, el veinte por ciento, y lo consigo. Inmovilizar el capital al tres y medio por ciento es tirar el dinero.

—Estoy segura de que así es, querido.

—Esos tipos hablan como si yo intentara robarte. Son
ellos
los que te están robando. Quieren robarte las dos terceras partes de los ingresos que puedo conseguir para ti.

—¿Tiene mucha importancia eso, Rex? Tenemos montones de dinero ¿verdad?

Rex tenía la esperanza de obtener la dote entera en efectivo, a fin de invertirla y obtener una rentabilidad elevada. Los abogados insistían en reservar el papel y en que Rex pusiera en sus manos una cantidad de dinero equivalente. Por último, y a regañadientes, Rex acordó suscribir un seguro de vida, después de explicar largamente a los abogados que aquello sólo servía para meter parte de sus beneficios legítimos en el bolsillo de otros. Pero tenía cierta conexión con la agencia de seguros, gracias a la cual la transacción no le resultó tan onerosa, pues se embolsó la comisión de la agencia que los propios abogados esperaban recibir.

Quedaba el importante problema de la religión de Rex. Una vez había asistido a una boda regia en Madrid, y quería que la suya fuera así.

—Eso sí es algo que tu Iglesia sabe hacer —dijo—: montar un buen espectáculo. No hay nada comparable a esos cardenales. ¿Cuántos tenéis en Inglaterra?

—Sólo
uno
, querido.

—¿Sólo uno? ¿Podríamos alquilar algunos más de otro país? Entonces se le explicó que un matrimonio mixto requería una boda muy sencilla, sin ostentaciones.

—¿Qué quieres decir con «mixto»? No soy negro ni nada parecido.

—No, querido, eres protestante.

—¡Oh,
eso
! Bueno, si sólo es eso, tiene fácil remedio. Me haré católico. ¿Qué hay que hacer?

Lady Marchmain estaba preocupada y perpleja por el nuevo giro de los acontecimientos. Era inútil convencerse a sí misma de que lo más caritativo sería confiar en la buena fe de Rex. Le recordaba otro noviazgo y otra conversión.

—Rex —le dijo—, a veces me pregunto si se da cuenta de la trascendencia que supone abrazar nuestra fe. Sería perverso por su parte dar este paso sin creer sinceramente.

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