—También para él es bastante pesado.
—Bueno, la culpa es suya. ¿Por qué no puede comportarse como todo el mundo? Y a propósito de vigilar a la gente, ¿qué te parece Samgrass, Charles? ¿Has notado algo raro en ese personaje?
—Algo muy raro. ¿Crees que lo notó tu madre?
—Mamá sólo ve lo que le conviene. No puede someter toda la casa a su vigilancia.
Yo también
le preocupo, ¿lo sabías?
—No lo sabía —dije, y para no dar la impresión de que cualquier comportamiento suyo que pudiera causar preocupación no fuera ampliamente notorio, añadí con humildad—: Acabo de llegar de París.
La velada fue especialmente sombría. Cenamos en el «salón pintado». Sebastian tardaba y estábamos tan dolorosamente expectantes que creo que todos pensamos que haría una entrada de
vaudeville
, tambaleándose y con hipo. Se presentó, naturalmente, impecable. Se disculpó, se sentó en la silla vacía y permitió que Samgrass reanudara su monólogo, que discurrió sin interrupciones y, al parecer, sin que nadie le escuchara.
Drusos, patriarcas, iconos, chinches, ruinas románicas, extraños platos de cabra y de ojos de oveja, oficiales franceses y turcos… Nos proporcionó, para nuestro entretenimiento, todo el itinerario de los viajes al Oriente Próximo. Observé cómo el champaña daba la vuelta a la mesa. Cuando llegó a Sebastian, éste dijo:
—Tomaré whisky, gracias.
Y vi la mirada de Wilcox a lady Marchmain, por encima de Sebastian, y cómo ella le contestaba con una ligera inclinación de la cabeza, apenas perceptible. En Brideshead se usaban jarritas individuales para las bebidas fuertes, que contenían cerca de un cuarto de botella, y siempre se colocaban llenas delante de quien las pidiese. La jarra que Wilcox puso ante Sebastian estaba medio vacía. Sebastian la levantó muy intencionadamente, la inclinó, la miró, y entonces, en silencio, vertió el licor en su vaso, donde cubrió dos dedos del fondo. Todos empezaron a hablar a la vez; todos menos Sebastian, de manera que, durante un momento, Samgrass se encontró sin público, hablándole a los candelabros sobre los maronitas. Pero en seguida volvimos a callarnos, y él tuvo a su merced a los comensales hasta que lady Marchmain y Julia salieron del comedor.
—No tardes, Bridey —dijo al llegar a la puerta, como siempre hacía, pero aquella noche no teníamos el menor deseo de que darnos hablando.
Habían llenado nuestros vasos de oporto y en seguida se llevaron la jarra. Bebimos de prisa y nos fuimos a la sala de estar, donde Brideshead pidió a su madre que nos leyera algo. Nos leyó animadamente
The Diary of a Nobody
[12]
hasta las diez, cerró el libro y dijo que se sentía incomprensiblemente cansada, tanto que esa noche no haría su acostumbrada visita a la capilla.
—¿Quién va de cacería mañana? —preguntó.
—Cordelia —dijo Brideshead—. Yo me llevaré el potro de Julia, sólo para que se familiarice con los perros; no lo tendré fuera más que un par de horas.
—Rex vendrá por la mañana —informó Julia—. Será mejor que me quede para recibirle.
—¿Dónde se reúne la partida? —preguntó Sebastian de repente.
—Aquí, en Flyte St. Mary.
—Entonces, por favor, me gustaría unirme a la cacería si hay algún caballo para mí.
—Naturalmente que sí. Es una idea estupenda. Te lo habría propuesto, pero siempre te quejas de que te obligan a salir de casa… Puedes montar a Tinkerbell. Se ha portado muy bien esta temporada.
Y de repente todo el mundo se alegró de que Sebastian quisiera ir a la cacería; aquello disipaba en parte las tensiones de la velada. Brideshead llamó para pedir un whisky.
—¿Alguien más quiere?
—Tráigame a mí también —dijo Sebastian.
Aunque esta vez vino un
valet
y no Wilcox, me percaté de que se producía el mismo intercambio de miradas e inclinación de cabeza entre el criado y lady Marchmain. Todos estaban sobre aviso. Trajeron los dos vasos, ya servidos como «dobles» en un bar, y todas nuestras miradas siguieron la bandeja, como si fuéramos perros oliendo un plato de caza en un comedor.
Sin embargo, el buen humor generado por el deseo de Sebastian de ir a la cacería persistió. Brideshead escribió una nota de instrucciones para los mozos de cuadra, y todos nos fuimos a dormir muy alegres.
Sebastian se metió directamente en la cama. Me senté a un lado de su chimenea para fumar una pipa. Le dije:
—Casi tengo ganas de acompañarte mañana.
—Pues no verías mucho deporte. Te diré exactamente lo que, pienso hacer. Me separaré de Bridey al llegar a la primera espesura, tomaré el camino hasta la taberna más cercana y pasaré el día empinando tranquilamente el codo en el salón del local. Si me tratan como a un dipsómano, van a tener a su dichoso dipsómano. De todas formas, odio la caza.
—Bueno, yo no puedo impedírtelo.
—Sí puedes, a decir verdad… Si no me das dinero. Han bloqueado mi cuenta bancaria ¿sabes? durante el verano. Ha sido una de mis mayores dificultades. Empeñé mi reloj y mi pitillera para asegurarme una feliz navidad, así que tendré que recurrir a ti para mis gastos de mañana.
—No lo haré. Sabes perfectamente que no puedo hacerlo.
—¿Que no lo harás, Charles? Bueno, supongo que me las arreglaré yo solo de alguna manera. Me he vuelto bastante listo en ese sentido últimamente… arreglándomelas yo solo. A la fuerza.
—Sebastian, ¿qué habéis estado haciendo Samgrass y tú?
—Ya os lo ha dicho en la cena: ruinas, guías y mulas, eso es lo que ha estado haciendo Sammy. Decidimos ir cada uno por nuestro lado, es lo que hemos hecho. En el fondo el pobre Sammy se ha portado bastante bien hasta ahora. Yo esperaba que siguiera así, pero parece haber sido muy indiscreto con respecto a mi feliz navidad. Supongo que pensó que si hablaba de mí demasiado bien, quizá perdiera su empleo de guardián.
»Saca muy buen partido del asunto ¿sabes? No digo que robe. Creo que en cuanto a dinero es bastante honrado. Además, tiene un librito muy molesto en el que apunta todos los cheques de viajero que cobra y en qué gasta el dinero, para que lo vean mamá y los abogados. Pero él quería ir a todos esos sitios, y le resulta muy práctico tenerme a mí para viajar con toda comodidad, en vez de viajar como suelen hacerlo los catedráticos. La única desventaja era tener que aguantar mi compañía, y eso lo solucionamos pronto.
»Iniciamos el viaje como un Grand Tour de verdad, ya sabes, con cartas de presentación dirigidas a la gente importante de todas partes, y nos hospedamos en casa del gobernador militar de Rodas y del embajador de Constantinopla. Precisamente fue eso lo que sedujo a Sammy desde el principio. Claro que tener que vigilarme le robaba tiempo de trabajo, aunque había prevenido a todos nuestros anfitriones de que yo no era responsable de mis actos.
—Sebastian…
—No
totalmente
responsable… Y como yo no tenía dinero para mis gastos no podía escaparme a menudo ni muy lejos.
Hasta era él el que daba las propinas por mí; ponía un billete en la mano del camarero y apuntaba allí mismo la cantidad en su librito. Sólo tuve suerte en Constantinopla. Una noche, Sammy no estaba vigilándome y conseguí ganar algo a las cartas. Al día siguiente me escapé y estaba pasando un rato muy agradable en el bar del Tokatlian cuando ¿a que no te imaginas a quién veo entrar? A Anthony Blanche en persona, con barba y acompañado de un muchacho judío. Anthony me prestó diez libras un instante antes de que acudiera Sammy resoplando en mi rescate. Después de aquello no me dejó ni un minuto a solas. Gente de la embajada nos metió en un barco rumbo al Pireo y esperó a que nos hubiéramos hecho a la mar. Pero en Atenas fue fácil. Me limité a salir de la Legación un día después de comer, cambié mi dinero en Cook's, me informé sobre los barcos para Alejandría, simplemente para despistar a Sammy, bajé al puerto en autobús, encontré un marinero que hablaba americano, me quedé con él hasta que zarpó su barco, volví a Constantinopla y todo resuelto.
»Anthony y el chico judío vivían en una casa destartalada y encantadora cerca de los bazares. Me quedé allí hasta que hizo demasiado frío, y entonces Anthony y yo fuimos bajando poco a poco hacia el sur hasta que nos reunimos con Sammy, hace tres semanas, tal como convinimos.
—¿No le importó a Sammy?
—Oh, creo que lo pasó bastante bien, a su manera macabra… Sólo que, claro, ya no podía darse la gran vida. Creo que al principio estaba un poco preocupado. A mí no me interesaba que mandara en mi busca a toda la Flota del Mediterráneo, así que le envié un cable desde Constantinopla diciéndole que me encontraba perfectamente bien y que mandara dinero al Banco Ottoman. Acudió corriendo tan pronto recibió mi cable. Claro que se encontraba en una situación difícil porque soy mayor de edad, todavía no me han declarado oficialmente alienado y entonces no podía hacer que me arrestaran. Tampoco podía dejarme morir de hambre mientras él viviese de mi dinero, ni podía contárselo a mamá sin quedar en ridículo. Le tenía bien cogido, pobre Sammy. Mi idea original era abandonarle, sin más, pero Anthony me ayudó a ver claro el asunto, y dijo que era mucho mejor arreglar las cosas amistosamente. Y es verdad que las arregló amistosamente,
muy
amistosamente. Y aquí estoy.
—Después de navidad.
—Sí, me había propuesto pasar una feliz navidad, al menos. —¿Y lo has conseguido?
—Creo que sí. No lo recuerdo muy bien, y eso siempre es buena señal ¿no crees?
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Brideshead llevaba su casaca roja de montería; Cordelia, también muy elegante, con la barbilla muy alta encima del alzacuello blanco, se lamentó a viva voz cuando Sebastian apareció ataviado con una chaqueta de tweed.
—Pero Sebastian, ¡no puedes venir así! Ve a cambiarte, por favor. ¡Estás tan guapo vestido de montero!
—Han guardado el atuendo en alguna parte. Gibbs no, ha podido encontrarlo..
—Eso es mentira. Yo misma he ayudado a sacarlo antes de que te despertaran.
—Faltan la mitad de las cosas.
—Lo único que conseguimos así es animar a los Strickland-Venables a no ir correctamente vestidos. Incluso ya no obligan a sus mozos a llevar sombrero de copa.
Eran las once menos cuarto cuando trajeron los caballos, pero nadie más apareció. Parecía como si los que no fueran a salir estuvieran escondiéndose, aguzando el oído para oír alejarse al caballo de Sebastian antes de presentarse.
Cuando estaba a punto de salir —los demás ya se hallaban sobre sus monturas— Sebastian me hizo una seña para que le siguiera a la entrada. Sobre la mesa, al lado de su sombrero, guantes, látigo y bocadillos estaba el frasco que había dejado para que se lo llenaran. Lo cogió y lo agitó: estaba vacío.
—¿Lo ves? No pueden confiar en mí ni siquiera un poquito. Ellos están locos, no yo. Ahora no puedes negarme dinero.
Le di una libra.
—Más —pidió.
Le di otra libra y le vi montar a caballo y alejarse al trote para reunirse con sus hermanos.
Entonces, como si de una entrada en escena se tratara, Samgrass apareció a mi lado, me cogió del brazo y me llevó junto a la chimenea. Calentó sus pequeñas y aseadas manos y luego se dio la vuelta para calentarse las posaderas.
—De modo que Sebastian ha ido a la caza del zorro, y nuestro pequeño problema se ve aplazado durante un par de horas.
Yo no estaba dispuesto a aguantarle aquello.
—Anoche me enteré de todo acerca de su Grand Tour —le dije.
—¡Ah, sí, ya me lo suponía!
No parecía consternado por el hecho de que alguien lo supiera; al contrario, parecía aliviado.
—No quería preocupar a nuestra anfitriona —explicó—. Después de todo, el viaje salió muchísimo mejor de lo que cabía esperar. Pero sí pensé que le debía una explicación sobre las festividades navideñas de Sebastian. Posiblemente observaste anoche que se tomaban ciertas precauciones.
—Sí, lo noté.
—¿Creíste que eran excesivas? Estoy de acuerdo contigo, sobre todo en cuanto tienden a comprometer el bienestar de la propia visita. He visto a lady Marchmain esta mañana. No debes pensar que acabo de levantarme. Ya he celebrado una pequeña charla arriba con nuestra anfitriona. Me consta que esta noche todo será mucho más relajado. Ninguno de nosotros desea una repetición de lo de ayer, estoy seguro. Me parece que coseché menos gratitud de la que merecían mis esfuerzos por entreteneros a todos.
Me resultaba odioso hablar de Sebastian con Samgrass, pero era preciso que le dijera:
—No estoy seguro de que esta noche sea la mejor ocasión de empezar a suavizar las medidas tomadas.
—Pero ¿cómo? ¿Por qué no esta noche, después de un día en el campo bajo la mirada inquisitorial de Brideshead? Creo que no puede haber mejor ocasión.
—Sí, supongo que en el fondo son cosas que no me incumben.
—Ni a mí tampoco, estrictamente hablando, ahora que ya ha vuelto a casa sano y salvo. Lady Marchmain me ha hecho el honor de consultarme. Pero ahora me preocupa menos el bienestar de Sebastian que el nuestro. No quiero tener que sacrificar mi tercer vaso de oporto después de la cena; necesito aquella bandeja tan hospitalaria en la biblioteca. Y sin embargo, aconseja
no
seguir la costumbre precisamente esta noche. Me pregunto por qué. Sebastian no puede meterse en líos hoy. Para empezar, no tiene dinero. Lo sé. Me he encargado de ello. Incluso tengo su reloj' y su pitillera arriba. Está indefenso… siempre que no haya nadie que sea tan malvado como para darle… Ah, lady Julia, buenos días tenga usted, buenos días. ¿Y cómo está el pequinesito esta mañana?
—Oh, el pequinés está perfectamente. Escuche. Viene Rex Mottram. No debe volver a ocurrir lo de anoche. Alguien debe hablar con mamá.
—Ya se ha hecho. Yo he hablado con ella. Creo que todo irá bien.
—Gracias a Dios. ¿Vas a pintar hoy, Charles?
Llegó a ser una costumbre que en cada una de mis visitas al castillo de Brideshead pintara un medallón en las paredes de la pequeña habitación del jardín. La costumbre me gustaba, ya que me proporcionaba una buena excusa para alejarme de la gente. Cuando había muchos invitados, la habitación del jardín rivalizaba con la de los niños, donde de vez en cuando algunos se refugiaban para desahogarse del acoso de los demás. Así, sin ningún esfuerzo por mi parte, me mantenía al corriente de lo que ocurría.
Ahora ya había acabado tres paneles, cada uno bastante gracioso a su manera, pero, por desgracia, de modos diferentes, porque mis gustos habían cambiado y había adquirido más destreza durante los dieciocho meses transcurridos desde que empecé la serie. Como elementos decorativos, habían fracasado. Aquella mañana la habitación del jardín me servía particularmente bien de santuario. Me encaminé a ella con ánimo de ponerme a trabajar. Julia me acompañó para verme empezar y hablamos, inevitablemente, de Sebastian.