El estuvo magistral.
—No pretendo ser un hombre muy devoto ni tampoco un buen teólogo, pero sé que es mala cosa tener dos religiones bajo el mismo techo. Un hombre necesita una religión. Si su Iglesia es lo bastante buena para Julia, lo es también para mí.
—Muy bien —accedió lady Marchmain—. Me encargaré de que reciba instrucción religiosa.
—Escuche, lady Marchmain, no tengo tiempo. Instruirme sería inútil. Sólo tiene que darme el formulario y firmaré.
—Se suele tardar algunos meses; a veces una vida entera.
—Bueno, yo aprendo rápidamente. Póngame a prueba.
Así que le mandó a Farm Street para que le instruyera el padre Mowbray, famoso por sus éxitos con catecúmenos obstinados. Tras la tercera entrevista el cura fue a tomar el té con lady Marchmain.
—Bueno, ¿y cómo le va con mi futuro yerno?
—Es el converso más difícil que he conocido.
—Vaya, pensaba que tenía la intención de facilitar las cosas.
—Precisamente ése es el problema. No puedo acercarme a él. No parece tener la más mínima curiosidad intelectual; tampoco piedad natural. El primer día quise averiguar qué tipo de vida religiosa había llevado hasta ahora y le pregunté qué significaba para él la oración. Me contestó: «
Yo
no lo sé. Dígamelo
usted
». Intenté explicárselo en pocas palabras, y él dijo: «De acuerdo. Lo de la oración ha quedado claro. ¿Qué viene ahora?». Le di el catecismo para que se lo llevase a casa. Ayer le pregunté si Nuestro Señor tenía más de una naturaleza. Me repuso: «Todas las que usted diga, padre».
»Y entonces le pregunté: Suponga que el Papa mirara al cielo, viera una nube y dijera: "Va a llover". ¿Llovería forzosamente? "Oh, sí, padre." "Pero suponga que no lloviera." Lo pensó un rato y al cabo dijo: "Supongo que estaría lloviendo espiritualmente, pero que somos demasiado pecadores para verlo".
»Lady Marchmain, su caso no corresponde a ningún grado de paganismo conocido por los misioneros.
—Julia —dijo lady Marchmain, cuando se hubo marchado el sacerdote—, ¿estás segura de que Rex no está haciendo todo esto simplemente para complacernos?
—No creo que se le haya ocurrido siquiera.
—¿Es realmente sincero en sus deseos de conversión?
—Está totalmente decidido a hacerse católico, mamá.
Y pensó para sí misma: «En toda su larga historia, la Iglesia debe haber tenido algunos conversos bastante raros. Dudo que todo el ejército de Clodoveo estuviera compuesto precisamente por buenos católicos. Uno más no puede hacer daño».
La semana siguiente, el jesuita volvió a tomar el té. Eran las vacaciones de pascua y Cordelia también estaba presente.
—Lady Marchmain —dijo el cura—, debería haber elegido a uno de los padres más jóvenes para esta tarea. Yo habré muerto mucho antes de que Rex se haya convertido al catolicismo.
—Vaya, pensaba que todo iba muy bien…
—Así era, en cierto sentido. Se mostraba excepcionalmente dócil. Manifestó que aceptaba todo lo que yo le dijera, recordaba fragmentos de memoria y no formuló ninguna pregunta. Yo no me sentía satisfecho con él. No parecía tener ningún sentido de la realidad, pero como sabía que se hallaba sometido a una fuerte influencia católica, estaba dispuesto a convertirle. A veces es necesario correr el riesgo… con personas medio imbéciles, por ejemplo. Nunca se puede saber hasta qué punto lo han entendido. Mientras haya la seguridad de que alguien seguirá vigilándolas, corremos el riesgo…
—¡Qué pena que Rex no esté aquí para escuchar esto! —exclamó Cordelia.
—Pero ayer ocurrió algo realmente revelador. Lo malo de la educación moderna es que nunca se sabe hasta qué punto la gente es ignorante. Con personas de más de cincuenta años se puede adivinar con bastante exactitud qué se les ha enseñado y qué no. Pero estos jóvenes tienen una fachada muy inteligente, muy informada, y luego, de repente, se quiebra la costra y se perciben profundidades de confusión que uno ni siquiera sospecharía existieran. Ayer, por ejemplo. Parecía estar progresando. Aprendió de memoria largos fragmentos del catecismo, el Padrenuestro y el Avemaría. Luego le pregunté, como de costumbre, si le preocupaba algo. Me miró con una expresión astuta y dijo: «Mire, padre, no creo que usted esté siendo honrado conmigo. Yo quiero entrar en su Iglesia y voy a entrar en su Iglesia, pero me está ocultando demasiadas cosas». Le pregunté qué quería decir, y me contestó: «He mantenido una larga conversación con una persona católica, una persona muy piadosa y culta, y he aprendido un par de cosas. Por ejemplo, que hay que dormir con los pies en dirección al este porque allí está el cielo, y que si uno muere por la noche puede ir caminando. Bueno, pues dormiré con los pies señalando hacia donde mejor le convenga a Julia, pero ¿de verdad espera que un hombre hecho y derecho se crea eso de ir al cielo caminando? ¿Y qué me dice del Papa que hizo cardenal a uno de sus caballos? ¿Y qué me dice de la caja que hay en el atrio de las iglesias, y que si se mete en ella un billete de una libra con el nombre de alguien escrito encima, esa persona irá al infierno? No digo que no pueda haber buenas razones para creer todas esas cosas, pero usted debería habérmelas contado y no esperar a que las averiguara por mi cuenta».
—Pero ¿qué habrá querido decir ese pobre hombre? —preguntó lady Marchmain.
—Ya lo ve, aún está muy lejos de la Iglesia —concluyó el padre Mowbray.
—Pero ¿con quién ha podido hablar? ¿Lo habrá soñado? ¡Cordelia! ¿Qué te pasa?
—Pero ¡qué tonto! ¡Oh, mamá, qué tonto más divertido!
—Cordelia, fuiste
tú
.
—Pero mamá, ¿cómo me iba a imaginar que se lo tragaría? Le conté muchísimas más cosas. Le hablé de los monos sagrados en el Vaticano… Un montón de cosas así.
—Pues has dificultado
mi
trabajo considerablemente —la reconvino el padre Mowbray.
—Pobre Rex —se lamentó lady Marchmain—. ¿Sabéis una cosa? Creo que esto hace más fácil quererle. Hay que tratarle como a un niño idiota, padre Mowbray.
La instrucción prosiguió y el padre Mowbray consintió en convertir a Rex una semana antes de su boda.
—Pensaba que se despepitarían por convertirme —se quejó Rex—. Les puedo ser muy útil de un modo u otro y en cambio se portan como los que entregan las tarjetas de acceso al casino. Además —añadió—, Cordelia me ha confundido tanto que no sé lo que está en el catecismo y lo que ha inventado ella.
Así estaban las cosas tres semanas antes de la boda; se habían mandado las invitaciones, llegaban muchos regalos, las damas de honor estaban encantadas con sus vestidos. Y entonces llegó lo que Julia llamó «el zambombazo de Bridey».
Con su crueldad característica, lanzó su carga de explosivos sin aviso previo en medio de lo que, hasta ese momento, era una feliz reunión familiar. Se había reservado la biblioteca de Marchmain House para los regalos. Lady Marchmain, Julia, Cordelia y Rex estaban muy ocupados deshaciendo los paquetes y haciendo el inventario. En eso entró Brideshead y se quedó observándolos durante un momento.
—Jarrones chinos de tía Betty —dijo Cordelia—. Trastos antiguos. Me acuerdo de haberlos visto en las escaleras de Buckborne.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Brideshead.
—Del señor, señora y señorita Pendle-Garthwaite: una vajilla para el té de la mañana. Lo compraron en Goode, treinta chelines. ¡Qué tacaños!
—Será mejor que volváis a empaquetar todo eso. —Pero, Bridey, ¿qué estás diciendo?
—Que no hay boda. Nada más que eso. —
¡Bridey…!
—Creí necesario hacer algunas averiguaciones acerca de mi futuro cuñado, ya que nadie más parecía interesado en hacerlo —explicó Brideshead—. Recibí la última respuesta esta noche. Estuvo casado en Montreal en 1915 con una tal señorita Sarah Evangeline Cutler, quien sigue viviendo allí.
—Rex, ¿es verdad eso?
Rex se quedó mirando atentamente el dragón de jade que tenía en la mano. Lo dejó cuidadosamente en su pedestal de caoba y dirigió una sonrisa amplia e inocente a todo el mundo.
—Sí, es verdad —reconoció—. ¿Y qué? ¿Por qué ponen todos esa cara de espanto? No significa nada para mí; nunca lo significó. Además, yo era un chiquillo entonces. Un error que cualquiera puede cometer. Obtuve el divorcio en 1919. Ni siquiera sabía que seguía viva hasta que Bridey lo ha dicho. ¿A qué viene tanto alboroto?
—Podías habérmelo dicho —dijo Julia.
—Nunca me lo preguntaste. En serio, no he pensado en ella ni una sola vez durante años.
Su sinceridad era tan patente que todos tuvieron que sentarse para poder hablar con calma.
—Pero ¿no te das cuenta, pobre tontorrón mío —dijo Julia—, de que no puedes casarte como católico si tienes otra esposa viva?
—Pero si
no la tengo
. ¿No acabo de decir que nos divorciamos hace seis años?
—Pero no
puedes
divorciarte si eres católico.
—No era católico y me divorcié. Tengo los papeles en alguna parte.
—Pero ¿no te explicó el padre Mowbray todo lo referente al matrimonio?
—Dijo que no podía divorciarme de ti. Perfecto. Tampoco quiero hacerlo. No me acuerdo de todo lo que dijo… Monos sagrados, indulgencias plenarias, las postrimerías… Si me acor—dara de todo lo que dijo no tendría tiempo para nada más. Por otra parte, ¿qué hay de tu prima italiana, Francesca? Ella se casó dos veces.
—Obtuvo la anulación.
—Muy bien; conseguiré la anulación. ¿Cuánto cuesta? ¿Quién ha de concedérmela? ¿Tiene alguna el padre Mowbray? Quiero hacer las cosas como es debido. Nadie me dijo nada.
Tardaron mucho en convencer a Rex de que existía un grave impedimento para la boda. La discusión duró hasta la hora de la cena, quedó suspendida en presencia de los criados, se reemprendió tan pronto estuvieron solos, y duró hasta bien pasada la medianoche. La discusión subía y bajaba de tono, daba vueltas y se abatía como una gaviota, ya en alta mar fuera de la vista, en las nubes, entre impertinencias y repeticiones, ya muy cerca, sobre la mancha de desperdicios que flota en el agua.
—¿Qué queréis que haga? ¿A quién debo ver? —repetía Rex una y otra vez—. No me digáis que no hay nadie que pueda solucionarlo.
—No hay nada que hacer, Rex —dijo Brideshead—. Significa, simplemente, que tu boda no puede celebrarse. Siento por todos que la noticia haya sido tan repentina. Deberías habérnoslo dicho tú mismo.
—Escucha —dijo Rex—. Puede que tengas razón. Puede que en el sentido estrictamente legal no debería casarme en una de vuestras catedrales. Pero ya hemos reservado una y allí nadie va a hacer preguntas. El cardenal no sabe nada, el padre Mowbray tampoco. Nadie más que nosotros lo sabe. Así pues, ¿por qué complicarnos la vida? No decimos nada y seguimos adelante con todo, como si nada hubiera ocurrido. ¿A quién puede perjudicar? Es posible que corra el riesgo de ir al infierno. Me arriesgaré. ¿A quién más tiene que importarle?
—¿Y por qué no? —preguntó Julia—. Yo no creo que esos curas lo sepan todo. Yo no creo en el infierno para cosas así. Me parece que no creo en el infierno. De todas formas, es problema nuestro. No os pedimos que pongáis en peligro vuestra alma. Lo único que tenéis que hacer es no acudir.
—Julia, te odio —dijo Cordelia, y abandonó la habitación.
—Todos estamos cansados ——concluyó lady Marchmain—. Si queda algo por decir, sugeriría que lo discutiéramos mañana.
—No queda nada más que discutir —atajó Brideshead—, excepto pensar en cómo poner término a todo ese incidente de la manera menos perjudicial posible. Cosa que decidiremos mamá y yo. Habrá que publicar una reseña en
The Times
y en el
Morning Post
; habrá que devolver los regalos. No sé lo que se hace normalmente con los vestidos de las damas de honor.
—Un momento —le interrumpió Rex—, un momento. Es posible que puedas impedir que nos casemos en vuestra catedral. Muy bien; pues a paseo: nos casaremos en una iglesia protestante.
—Eso también puedo impedirlo —lo desafió lady Marchmain.
—Pero no creo que lo hagas, mamá —dijo Julia—. Verás, soy la amante de Rex desde hace bastante tiempo, y lo seguiré siendo, estemos casados o no.
—Rex, ¿es eso cierto?
—¡No, maldita sea, no lo es! —negó Rex—. Ojalá lo fuera.
—Veo que sí será necesario volver a discutirlo todo mañana —dijo lady Marchmain, con voz muy débil—. No puedo seguir ahora.
Y fue preciso que su hijo la ayudara a subir las escaleras.
—¿Qué demonios te impulsó a decirle aquello a tu madre? —le pregunté, cuando, años más tarde, Julia me narró la escena.
—Lo mismo quería saber Rex. Supongo que lo dije porque pensaba que era cierto. No literalmente, claro (aunque debes recordar que sólo tenía veinte años, y en el fondo nadie conoce «las cosas de la vida» simplemente porque se las hayan contado); no quería decir que fuera literalmente verdad. No sabía cómo expresarlo de otra manera. Yo quería decir que estaba demasiado unida a Rex para decir de golpe: «La boda que estaba a punto de celebrarse no se efectuará», y dejar las cosas así. Quería convertirme en una mujer honesta. Ahora que lo pienso… siempre he querido serlo.
—¿Y luego?
—Prosiguieron las discusiones, una tras otra. ¡Pobre mamá! Se metieron los curas y se metieron las tías. Todos hacían alguna sugerencia: que Rex se fuera al Canadá, que el padre Mowbray fuera a Roma para ver si existía alguna causa de anulación; que yo me fuera al extranjero durante un año. En medio de todo eso, Rex se limitó a enviar un telegrama a papá que decía: «Julia y yo preferimos ceremonia matrimonial tenga lugar según ritual protestante. ¿Pone alguna objeción?». Y él contestó: «Encantado». Eso evitaba que mamá lo impidiera legalmente. Después, prosiguieron las súplicas en un plano mucho más personal. Me mandaron a hablar con curas, monjas y tías. Rex continuó con toda tranquilidad (bueno, con bastante tranquilidad) los planes para la boda.
»Oh, Charles, ¡qué boda más sórdida! En la capilla del Savoy era donde se casaban en aquella época las parejas divorciadas… un lugar pequeño y mezquino, muy diferente de lo que había soñado Rex. Yo quería ir una mañana a una oficina de registros y acabar rápidamente, con dos mujeres de la limpieza de testigos, pero Rex exigía damas de honor, flores de azahar y la marcha nupcial. Fue siniestro.
»¡Pobre mamá! Se comportó como una mártir, e insistió en que yo llevara su velo de encaje a pesar de todo. Bueno, en el fondo tenía que hacerlo: el vestido se había confeccionado en función de ese velo. Mis amigas y amigos asistieron, naturalmente, y también los extraños compinches a quienes Rex llamaba sus amigos. Los demás formaban un grupo muy variopinto. De la familia de mamá no se presentó nadie, claro, pero sí uno o dos parientes de papá. Esa gente tan pomposa se mantuvo al margen, ya sabes: los Anchorage, los Chasm y los Vanbrugh, y pensé: "Tanto mejor; de todas formas siempre me criticaban". Pero Rex estaba furioso, porque, por lo visto, eran precisamente ellos quienes más le importaban.