Retorno a Brideshead

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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Considerada por la revista TIME una de las cien mejores novelas de todos los tiempos, la comprensión de Retorno a Brideshead requiere ciertas claves interpretativas, algunas de ellas proporcionadas por Evelyn Waugh en el prefacio de la obra, que ofrece “a una generación de lectores jóvenes más bien como un recuerdo de la segunda guerra mundial que de los años veinte o treinta, en los que aparentemente se desarrolla la historia“. Escrito el libro en los años 1943/44, con ocasión de una convalecencia que alejó al autor de los frentes de la batalla, el rechazo psicológico de restricciones y privaciones se traducirá en el sibaritismo de los protagonistas y su entorno. Asimismo, el marco de referencia, una impresionante mansión nobiliaria en la campiña inglesa, obedecía a la oposición al abandono, deterioro y maltrato de estos monumentos, cuya continuidad se hallaba entonces seriamente comprometida.

Faltan, empero referencias explicativas de la elección del tema central o de la estancia en Oxford con que se inicia la trama. El argumento axial, la manifestación de la gracia divina (arrepentimiento final de Lord Marchmain, adiós definitivo de Julia a Charles o, la “llamita rojiza“ ante el sagrario, causante de que el agnóstico Charles Ryder acabe por parecer “mucho más contento que de costumbre“), guarda, sin duda, estrecha relación con la conversión al catolicismo del propio Evelyn Waugh. Resonancia autobiográficas poseen también los años en Oxford, universidad en la que Waugh se licencia en Historia Moderna, precisamente en la Facultad en la que se inscribe Charles Ryder.

En cuanto a la ambigua amistad de Sebastian Flyte y Charles Ryder, es de resaltar la valoración que de la misma hace Cara, la mundana y experimentada amante de Lord Marchmain. En este terreno, las trayectorias de ambos amigos no sólo resultarán divergentes sino opuestas.

Por último, subrayemos que la extraordinaria novela ha sido argumento de una de las mejores y más logradas series televisivas inglesas, con actores y ambientaciones de excepcional calidad.

Evelyn Waugh

Retorno a Brideshead

ePUB v1.0

Smoit
28.07.12

Título original:
Brideshead revisited

Evelyn Waugh, 1945.

Traducción: Caroline Phipps

Retoque portada: Smoit

Editor original: Smoit (v1.0 a v1.x)

ePub base v2.0

A Laura

Yo no soy yo:

Tú no eres ni él ni ella: ellos no son ellos

Prefacio

Esta novela, reeditada ahora con numerosos añadidos de poca importancia y algunos recortes sustanciales, me hizo perder el escaso respeto de que había disfrutado entre mis contemporáneos, y me introdujo en un extraño mundo de cartas de admiradores y fotógrafos de prensa. El tema —la influencia de la gracia divina en un grupo de personajes muy diferentes entre sí, aunque estrechamente relacionados— era quizá de una ambición inmoderada, pero no voy a pedir disculpas por eso. Menos satisfecho me siento de su forma, cuyos defectos más patentes pueden achacarse a las circunstancias en que la obra fue escrita.

Cuando en diciembre de 1943 me lancé en paracaídas, tuve la buena fortuna de sufrir una herida sin importancia que me proporcionó una temporada de descanso del servicio militar. Un comandante comprensivo la prolongó, y pude así permanecer sin destino hasta que terminé el libro, en junio de 1944. Escribí con una fruición que no era propia de mí, pero también con impaciencia para volver al combate. Era una época deprimente, de privaciones y continuas amenazas —la época de la sopa de judías y el lenguaje llano—, y en consecuencia el libro está teñido de un matiz de sibaritismo, de nostalgia por la buena comida y los buenos vinos, por los esplendores de un pasado reciente, y por un lenguaje retórico y adornado, que ahora, con el estómago lleno, encuentro de mal gusto. He modificado los pasajes más exagerados, pero no los he eliminado porque son una parte esencial del libro.

He estado dudando acerca del tratamiento del apasionado coloquio de Julia sobre el pecado mortal y del soliloquio de lord Marchmain en su lecho de muerte. Estos pasajes nunca deberían ser interpretados, naturalmente, como palabras en verdad pronunciadas. Pertenecen a una manera de escribir distinta de, por ejemplo, las primeras escenas entre Charles y su padre. Hoy no los incluiría en una novela que, en conjunto, se propone ser verosímil. Pero los he conservado muy próximos a su forma original porque, como el vino de borgoña y la luz de la luna, formaban parte esencial de mi humor en el momento de escribir; y también porque gustaban a muchos lectores, aunque ésa no sea una razón primordial.

En la primavera de 1944 era imposible prever el culto que ahora se rinde a la casa de campo inglesa. En aquella época, las mansiones ancestrales, que significaban nuestro mayor logro artístico, parecían condenadas a la decadencia y al expolio, como los monasterios en el siglo XVI. Quizá por eso me excedí en su defensa, pero lo hice con apasionada sinceridad. Hoy en día, el castillo de Brideshead estaría abierto a los turistas, manos expertas habrían reordenado sus tesoros, y toda la tapicería se hallaría en un estado de conservación mejor que cuando pertenecía a lord Marchmain. Además, la aristocracia inglesa ha conservado su identidad hasta un punto que entonces parecía imposible. La ofensiva de Hooper y los suyos ha sido detenida en varios frentes. Esto hace que gran parte de este libro consista en un discurso fúnebre ante un ataúd vacío. Pero resultaría imposible ponerlo al día sin destruirlo totalmente. Lo ofrezco a una generación de lectores jóvenes más bien como un recuerdo de la segunda guerra mundial que de los años veinte o treinta, en los que aparentemente se desarrolla la historia.

E. W.

Combe Florey, 1959

Prólogo

Cuando llegué a las líneas de la Compañía C, en la cima de la colina, me detuve y miré hacia el campamento, que empezaba a perfilarse claramente a mis pies bajo la neblina grisácea de la madrugada. Aquél era el día de la partida. Tres meses antes, cuando llegamos, el paraje estaba cubierto de nieve; ahora asomaban las primeras hojas de la primavera. Entonces me había dicho que, cualesquiera que fueran las escenas de desolación que nos esperasen, nunca presenciaría ninguna más brutal que aquel panorama, y ahora me decía que no conservaba un solo recuerdo feliz del lugar.

Aquí, en efecto, acabaron los amores entre el ejército y yo.

Aquí morían también las líneas del tranvía, y los hombres que volvían bebidos de Glasgow podían dormitar en los asientos hasta que les despertara el final del trayecto. Quedaba un buen trecho entre la terminal del tranvía y las puertas del campamento: un cuarto de milla en el que los soldados podían abrocharse la guerrera y enderezarse la gorra antes de pasar por el cuerpo de guardia; un cuarto de milla en el que el cemento se convertía en hierba al borde de la carretera. Era el límite de la ciudad, donde terminaba el territorio cerrado y homogéneo de las urbanizaciones y los cines, y empezaba el campo.

El campamento se encontraba en tierras que muy poco antes habían sido de pasto y labranza; la granja seguía de pie en un repecho de la colina y allí habíamos instalado las oficinas del batallón; la hiedra sostenía aún lo que quedaba de los muros de un huerto de frutales; ahora el vergel se reducía a medio acre de viejos árboles mutilados detrás de los lavaderos. El lugar estaba predestinado a desaparecer incluso antes de que llegara el ejército. Un año más de paz y no hubieran quedado ni granja, ni muros, ni manzanos. Ya se extendía media milla de carretera de cemento entre desnudas laderas arcillosas, y, a cada lado del camino, una serie de zanjas abiertas señalaba el lugar donde los arquitectos municipales habían previsto una red de drenaje. Otro año de paz y aquel lugar se hubiera convertido en parte del suburbio colindante. Ahora los barracones en que habíamos invernado esperaban su turno para ser destruidos.

Al otro lado de la carretera, disimulado incluso en invierno tras la espesura de los árboles, se encontraba el manicomio municipal, blanco de tantos comentarios irónicos, cuyas nobles puertas y verjas de hierro forjado resaltaban lo mezquino de nuestro burdo alambre de espino. Cuando hacía buen tiempo, podíamos ver a los locos saltar y correr por los cuidados senderos de grava y el césped prolijamente sembrado; felices colaboracionistas que se habían rendido en, una batalla desigual, resueltas todas las dudas, el deber cumplido, herederos indiscutibles de un siglo de progreso, que disfrutaban tranquilamente de la herencia. Al pasar desfilando delante de las verjas, los hombres gritaban saludos a los de dentro: «Guárdame la cama caliente, compadre, que no tardaré en haceros compañía», pero Hooper, mi recién incorporado jefe de pelotón, se quejaba de sus vidas privilegiadas:

—Hitler los mandaría a la cámara de gas —dijo—. Podríamos aprender un par de cosas de él.

Cuando llegamos aquí, mediado el invierno, traje una compañía de hombres fuertes y optimistas; cuando nos trasladamos desde los páramos a esta zona portuaria, había corrido la voz de que por fin estábamos en camino hacia el Oriente Medio. A medida que pasaban los días y empezábamos a quitar la nieve y aplanar el terreno para el campo de instrucción, vi cómo el desencanto de los hombres se convertía en resignación. Olisqueaban el conocido aroma del pescado frito y aguzaban el oído para captar los sonidos familiares de tiempos de paz, las sirenas de las fábricas y las orquestas de los bailes. Los días de permiso andaban cabizbajos por las esquinas y se escabullían cuando se acercaba un oficial, porque temían quedar mal delante de sus nuevas amigas al tener que saludar. En las oficinas de la compañía crecía la lista de faltas leves, y había cada vez más solicitudes de permiso por asuntos personales. Los días empezaban a la media luz de la madrugada con el gimoteo del que se finge enfermo y la cara larga y la mirada fija del hombre agraviado.

Y yo, cuyo deber era darles ánimos, ¿cómo podía ayudarles si ni siquiera lograba ayudarme a mí mismo? Por entonces, sin que nosotros lo supiéramos, el coronel bajo cuyas órdenes estábamos fue promovido a otro mando, y le sustituyó un hombre más joven y menos estimado que llegaba de otro regimiento. Ya quedaban pocos de la hornada de voluntarios que hicieron la instrucción juntos al estallar la guerra; por una razón u otra, casi todos habían desaparecido: algunos quedaron inválidos, otros fueron ascendidos o destinados a batallones distintos o puestos burocráticos; otros se presentaron voluntarios para los servicios especiales; uno logró matarse en el campo de tiro y a otro se le juzgó en consejo de guerra. Los puestos de todos ellos fueron ocupados por nuevos reclutas; en la sala de los oficiales, la radio sonaba sin cesar y se bebía mucha cerveza antes de la cena; ya nada era como antes.

Aquí, a la edad de treinta y nueve años, empecé a envejecer. Por la noche, cansado y dolorido, no tenía ganas de salir del campamento; comencé a reclamar derechos de propiedad sobre determinadas sillas y periódicos; acostumbraba beberme tres vasos de ginebra antes de cenar, ni más ni menos, y me acostaba inmediatamente después de las noticias de las nueve. Siempre me despertaba, inquieto, una hora antes de que tocaran diana.

Aquí murió mi último amor. No hubo nada de particular en la forma de su muerte. Sucedió un día, poco antes del último mío en el campamento, mientras yacía en la cama a la espera de que tocaran diana, en el barracón Nissen, con la mirada fija en la completa oscuridad, rodeado de la respiración profunda y los murmullos de mis cuatro compañeros, dándole vueltas en la cabeza a lo que tenía que hacer ese día: ¿había inscrito o no a dos cabos en el curso de adiestramiento de armas? ¿Me correspondería una vez más el mayor número de ausentes entre los que volvían de permiso? ¿Podía fiarme de Hooper para que llevara la clase de cartografía? Mientras esperaba en la oscuridad, me horrorizó percatarme de que algo dentro de mí había muerto silenciosamente tras un largo período de deterioro, y me sentí como el marido que, después de cuatro años de matrimonio, se da cuenta de repente de que ya no siente deseo, ternura ni aprecio por la mujer que una vez amó; ningún placer en su compañía, ningún interés en gustarle, ninguna curiosidad por nada que ella pudiera hacer, decir o pensar; ninguna esperanza de que las cosas se arreglen, ningún sentimiento de culpa por el desastre. Yo conocí todo esto, el triste compás de la desilusión marital; todo eso lo habíamos pasado juntos, el ejército y yo, desde los primeros galanteos intempestivos hasta ahora, cuando ya no nos quedaban más que los fríos lazos de la ley, el deber y la costumbre. Yo había representado todas las escenas del drama conyugal, había visto cómo las primeras rencillas se hacían cada vez más frecuentes, cómo las lágrimas afectaban menos, cómo las reconciliaciones eran menos dulces, hasta que todo ello engendraba un sentimiento de despego y de crítica indiferencia, y la creciente convicción de que el culpable no era yo sino la amada. Percibía las discordancias de su voz y aprendí a escucharlas con recelo; capté la incomprensión tajante y resentida que se leía en sus ojos y el rictus obstinado y egoísta de la comisura de sus labios. Le conocí de la misma manera que se conoce a la mujer con la que se ha compartido la casa, un día sí y otro también, durante tres años y medio; conocí sus hábitos de desaliño, descubrí lo rutinario y mecánico de sus encantos, sus celos y su egoísmo. El encantamiento había terminado y ahora la veía como a una antipática desconocida con la que me había unido indisolublemente en un momento de locura.

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