Retorno a Brideshead (19 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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—Mucho peor.

Le llevé a su habitación, contigua a la mía, e intenté que se metiera en la cama, pero se sentó delante del tocador mirando de soslayo su imagen en el espejo y esforzándose por arreglarse el nudo de la corbata. Encima del escritorio, al lado del fuego, había una garrafa de whisky medio vacía. La cogí, pensando que no me vería, pero se volvió con rapidez y dijo:

—Deja eso donde estaba.

—No seas idiota, Sebastian. Ya has tomado bastante.

—¿Qué demonios te importa a ti? Sólo eres un invitado;
mi
invitado. Bebo lo que quiero en mi propia casa.

En aquel momento se habría peleado conmigo para disputarme el whisky.

—Muy bien —dije, posando de nuevo la garrafa—, pero, por el amor de Dios, que no te vea nadie.

—Oh, métete en tus asuntos. Viniste aquí como amigo mío; ahora me espías por cuenta de mi madre, y lo sé muy bien. Bueno, puedes largarte y decirle de mi parte que de ahora en adelante yo elegiré a mis amigos y ella a sus espías.

Le dejé y bajé a cenar.

—He ido a ver a Sebastian —expliqué—. Se encuentra bastante peor. Se ha metido en la cama y dice que no quiere comer nada.

—¡Pobre Sebastian! —se compadeció lady Marchmain—. Sería mejor que tomara un vaso de whisky caliente. Se lo llevaré yo misma y así veré cómo está.

—No, mamá, iré yo —dijo Julia, levantándose.


Yo
iré —terció Cordelia, que aquella noche cenaba con nosotros para celebrar la partida de los invitados.

Había llegado a la puerta y la había cruzado antes de que nadie pudiera impedírselo.

Mi mirada se cruzó con la de Julia, quien encogió imperceptible y tristemente los hombros.

Al poco rato, Cordelia volvió con expresión solemne.

—No, no parece necesitar nada —dijo. —¿Cómo se encuentra?

—Pues no estoy
segura
, pero
creo
que está borracho.

De pronto, la niña empezó a reírse tontamente.

—«Hijo de marqués poco familiarizado con el vino» —recitó—. «Carrera de estudiante modelo en el banquillo.»

—Charles, ¿es verdad eso?

—Sí.

En ese momento se anunció la cena y pasamos al comedor, donde no se mencionó el tema.

Cuando estuvimos solos, Brideshead me preguntó:

—¿Has dicho que Sebastian está borracho?

—Sí.

—Qué momento más raro ha elegido. ¿No pudiste impedírselo?

—No.

—No —repitió Brideshead—. Supongo que no. Una vez vi a mi padre borracho en esta misma habitación. No debía de tener yo más de diez años. No se puede impedir a la gente que se embriague si está empeñada en hacerlo. Mi madre nunca pudo impedírselo a mi padre ¿sabes?

Hablaba de la forma habitual, extraña, impersonal. Conforme iba conociendo más a la familia, la encontraba más extraordinaria.

—Pediré a mi madre que nos lea en voz alta.

Era costumbre, según supe más tarde, pedirle a lady Marchmain que leyera en voz alta en noches de gran tensión familiar. Tenía una hermosa voz y una gran expresividad. Aquella noche leyó un fragmento de
La sabiduría del Padre Brown
. Julia tenía a su lado un taburete cubierto de útiles de manicura y se dedicó a pintarse cuidadosamente las uñas. Cordelia mimaba al pequinés de Julia. Brideshead hacía un solitario. Yo guardaba silencio sin hacer nada y, observando el bonito conjunto que formaban, me sentía apesadumbrado por mi amigo, solo arriba.

Pero los horrores de la noche todavía no habían terminado.

Cuando estaban en familia, lady Marchmain tenía la costumbre de ir algunas veces a la capilla antes de retirarse a dormir. Acababa de cerrar el libro y proponer una visita a la capilla cuando la puerta se abrió y apareció Sebastian. Iba vestido tal como le había visto antes, pero en lugar de tener la cara colorada, ahora estaba mortalmente pálido.

—He venido a disculparme —anunció.

—Sebastian, querido, te ruego que vuelvas a tu habitación —dijo lady Marchmain—. Podemos hablar de esto mañana.

—No contigo. He venido a disculparme con Charles. He estado muy grosero con él y es mi invitado. Es mi invitado y mi único amigo, y he estado grosero con él.

Nos invadió a todos una sensación de desaliento. Le acompañé de nuevo a su habitación y la familia fue a rezar sus oraciones. Cuando llegamos arriba vi que la botella ya estaba vacía.

—Deberías estar en la cama —dije.

Sebastian se echó a llorar.

—¿Por qué te pones de su parte? Sabía que ibas a hacerlo si te dejaba conocerles. ¿Por qué me espías?

Dijo mucho más, cosas cuyo recuerdo me resulta intolerable, incluso veinte años después. Por fin conseguí que se durmiera y, lleno de tristeza, me retiré a descansar.

A la mañana siguiente entró muy temprano en mi habitación mientras el resto de la casa seguía durmiendo. Descorrió las cortinas y el ruido me despertó; le vi, totalmente vestido, fumando de espaldas a mí, mirando por la ventana el jardín, en donde las largas sombras de la aurora caían sobre el rocío y los pájaros madrugadores cotorreaban en las ramas que empezaban a florecer. Al dirigirle la palabra se volvió. Su cara no mostraba la menor huella de los estragos de la noche anterior; estaba fresca y huraña como la de un niño desilusionado.

—Bueno —le saludé—, ¿cómo te encuentras?

—Un poco raro. Creo que estoy todavía un poco borracho. He ido a las cuadras en busca de un coche, pero está todo cerrado. Nos vamos.

Bebió de la jarra de agua al lado de mi cama, tiró el cigarrillo por la ventana y encendió otro con manos trémulas como las de un anciano.

—¿Adónde vas?

—No lo sé. A Londres, supongo. ¿Puedo quedarme en tu casa? –

Naturalmente.

—Pues vístete entonces. Pueden enviar nuestro equipaje más tarde por tren.

—No podemos marcharnos así, sin más. —No podemos quedarnos.

Se sentó en el banco de la ventana, sin mirarme, con la vista perdida en el jardín. Luego dijo:

—Sale humo de algunas chimeneas. Ya deben haber abierto las cuadras. Vámonos.

—No puedo irme —objeté—. Debo despedirme de tu madre.

—¡Pobrecito sabueso!

—Simplemente, no me gusta huir.

—Y a mí me importa un bledo, y seguiré huyendo tan lejos y tan deprisa como pueda. Conspira todo lo que quieras con mi madre; no pienso volver.

—Dijiste lo mismo anoche.

—Lo sé. Lo siento, Charles. Te he dicho que todavía estoy borracho. Si te sirve de consuelo, me desprecio.

—No me sirve de ningún consuelo.

—Habría pensado que sí, al menos un poco. Bueno, si no quieres venir, dale un beso a Nanny de mi parte.

—¿De verdad te vas? —Claro que sí.

—¿Te veré en Londres? —Claro. Voy a vivir en tu casa.

Se marchó, pero no volví a dormirme. Casi dos horas más tarde entró un mayordomo con té y pan con mantequilla, y dispuso mi ropa para un nuevo día.

Aquella misma mañana busqué a lady Marchmain. El viento había refrescado y nos quedamos en casa. Me senté junto a ella al lado del fuego en su habitación, mientras se inclinaba sobre el bordado y los brotes de la enredadera golpeaban los cristales.

—Ojalá no le hubiera
visto
—dijo—. Fue una escena cruel. La
idea
de que estuviera borracho no me importa. Es algo que hacen de jóvenes todos los hombres. Estoy acostumbrada a la
idea
. Mis hermanos eran unos desenfrenados a su edad. Lo que me dolió de anoche fue que no había
alegría
en él.

—Sí, lo sé. Nunca le había visto así.

—Y tenía que ser precisamente anoche…, cuando todos se habían ido y sólo estábamos nosotros. ¿Ves, Charles? Te considero uno de nosotros. Sebastian te quiere y no había ninguna necesidad de que se esforzara en parecer alegre. Dormí muy poco anoche, y no hice más que pensar en lo mismo: que parecía tan desgraciado…

Me era imposible explicarle lo que yo mismo sólo entendía a medias. Incluso entonces pensé: «Tarde o temprano lo descubrirá. Quizá ya lo sepa».

—Fue horrible —dije—. Pero le ruego que no crea que siempre está así.

—El señor Samgrass me contó que ha bebido muchísimo durante el trimestre pasado.

—Sí, pero no tanto… Nunca lo había hecho.

—Entonces, ¿por qué ahora? ¿Por qué aquí? ¡Con nosotros! Toda la noche he estado pensando y rezando y preguntándome lo que debía decirle y ahora, esta mañana, ya no está aquí. Ha sido muy cruel por su parte marcharse sin decir una sola palabra. No quiero que se sienta avergonzado… Es precisamente ese sentimiento de vergüenza lo que empeora las cosas.

—Está avergonzado de sentirse desgraciado —dije.

—Samgrass dice que es muy alborotador y muy alegre. Me parece —dijo, una chispa de humor iluminó las nubes…— me parece que él y tú os burláis un poco del señor Samgrass. Sois muy pícaros. Yo le tengo cariño y vosotros también deberíais tenérselo, después de todo lo que ha hecho por vosotros. Pero pienso que si yo tuviera vuestra edad y fuera un hombre, es posible que también tuviera ganas de burlarme un poquito de Samgrass. No es eso lo que me preocupa; lo de anoche y lo de esta mañana son cosas totalmente distintas. Verás,
todo esto ha ocurrido antes

»Oh, no quiero decir con Sebastian. Quiero decir hace muchos años. He vivido todo esto antes con otra persona a quien quise. Bueno, debes saber a quién me refiero: a su padre. Solía emborracharse exactamente de la misma manera. Alguien me dijo que ya no es así. Rezo para que sea verdad y doy gracias a Dios con todo mi corazón si es cierto. Pero esto de
huir

Él
también huyó, ¿sabes? Era como dijiste hace un momento: se avergonzaba de sentirse desgraciado. Ambos desgraciados, avergonzados y huyendo. ¡Es tan triste! Los hombres con los que crecí no eran así —y su mirada se desplazó de su bordado a las tres miniaturas en su marco plegable de piel, sobre la repisa de la chimenea—. No lo entiendo en absoluto. ¿Lo entiendes tú, Charles?

—Sólo un poco.

—Y, sin embargo, Sebastian te quiere más que a cualquiera de nosotros. Tienes que ayudarle. Yo no puedo.

He sintetizado en unas pocas frases lo que entonces requirió muchas. Lady Marchmain no era excesivamente habladora, pero abordaba cualquier tema de una manera femenina, coqueta; lo rodeaba, se acercaba, amagaba; revoloteaba por encima como una mariposa; jugaba a «Un, dos, tres… pica pared» con él, acercándose imperceptiblemente al corazón del asunto cuando uno no estaba mirando y permaneciendo quieta cuando se la observaba. La tristeza y la huida: ésas eran sus penas, y lo expuso todo a su manera antes de terminar. Cuando ya me levantaba para marcharme añadió como si se le acabara de ocurrir:

—Me gustaría saber si has visto el libro sobre mi hermano. Acaba de aparecer.

Le dije que lo había hojeado en la habitación de Sebastian.

—Me gustaría que tuvieras un ejemplar. ¿Me permites que te lo regale? Eran hombres maravillosos; Ned fue el mejor de los tres. Fue el último en morir; cuando llegó el telegrama, y yo sabía que iba a llegar, pensé: «Ahora le toca a mi hijo hacer lo que Ned ya no podrá hacer». Yo me encontraba sola entonces. Sebastian estaba a punto de ingresar en Eton. Si lees el libro sobre Ned lo entenderás.

Tenía un ejemplar dispuesto sobre su escritorio. Pensé entonces: «Planeó esta despedida incluso antes de que yo entrara. ¿Habrá ensayado toda la conversación? Si las cosas hubieran tomado un rumbo diferente, ¿habría vuelto a colocar el libro en el cajón?».

Escribió en la guarda su nombre y el mío, la fecha y el lugar.

—He rezado también por ti durante la noche —dijo.

Al cerrar la puerta detrás de mí, la cerré sobre la
bondieuserie
, el techo bajo, la zaraza lustrosa, las encuadernaciones de piel de cordero, las vistas de Florencia, los floreros llenos de jacintos y de pebete, el
petit point
, el íntimo y moderno mundo de mujer, y volví a encontrarme bajo el techo abovedado y artesonado, las columnas y entablamentos de la sala central, en la atmósfera austera, masculina, de una época mejor.

No era tonto. Tenía edad suficiente para saber que habían intentado sobornarme, y era lo bastante joven para considerar agradable la experiencia.

No vi a Julia aquella mañana, pero cuando me marchaba, Cordelia corrió hacia la puerta del coche y dijo:

—¿Vas a ver a Sebastian? Por favor, transmítele mi cariño muy especial. ¿Te acordarás…? ¿Mi cariño
muy especial
?

En el tren que me llevaba a Londres leí el libro que me había regalado lady Marchmain. En la portada aparecía la fotografía de un muchacho con el uniforme de los granaderos y vi claramente revelado en esa cara el origen de la sombría máscara que, en Brideshead, se sobreponía a las elegantes facciones de la familia del padre de mi amigo. Aquél era un hombre de los bosques y las cuevas, un cazador, un miembro del consejo de la tribu, el depositario de las duras tradiciones de un pueblo, en guerra con el ambiente que le rodea. Había otras ilustraciones en el libro —instantáneas de los tres hermanos de vacaciones— y en cada una vislumbré las mismas facciones arcaicas. Y al pensar en lady Marchmain, frágil y etérea, no hallé ningún parecido con ella en aquellos hombres sombríos.

Ella aparecía poco en el libro. Tenía nueve años más que el mayor de ellos y se había casado y marchado de casa cuando eran todavía colegiales. Había dos hermanas más entre ella y ellos. Después del nacimiento de la tercera hija, habían hecho peregrinaciones, obras de beneficencia y rogativas con el fin de que les fuera concedido un hijo varón, porque el suyo era un gran patrimonio y su apellido se remontaba a tiempos muy antiguos. Los herederos varones llegaron tarde y, cuando llegaron, nacieron en una profusión que en la época parecía la promesa de continuidad del linaje. Pero la tragedia acabó bruscamente con él.

La historia de la familia era característica de los terratenientes católicos ingleses. Desde el reinado de Isabel I hasta el de Victoria, vivieron alejados del resto de la sociedad entre sus colonos y familiares; enviaban a sus hijos a estudiar al extranjero, donde a menudo se casaban, y si no, se unían entre ellos, una veintena de familias excluidas de todo ascenso, y aprendían, a lo largo de esas generaciones perdidas, lecciones que aún podían leerse en las biografías de los tres últimos hombres de la casa.

La acertada revisión del señor Samgrass había reunido y ordenado un conjunto curiosamente homogéneo: poesías, cartas, fragmentos de un diario, un par de ensayos inéditos, todo lo cual exhalaba la misma atmósfera de buen humor serio, caballeresco, distante. Las cartas de sus contemporáneos, escritas después de que ellos hubieran muerto —algunas más inteligibles que otras— también hablaban de hombres que, en la cúspide de sus éxitos académicos y deportivos, de la popularidad y con la perspectiva de grandes recompensas, estaban considerados de alguna manera diferentes de sus compañeros, como víctimas engalanadas destinadas al sacrificio. Aquellos hombres debían morir para crear un mundo a la medida de Hooper. Eran los aborígenes, alimañas por derecho de ley, a los que se puede rematar cuando hace falta a fin de que las cosas sigan siendo seguras para el viajante de comercio, con sus quevedos poligonales, su húmedo y graso apretón de manos, su sonriente dentadura. Mientras el tren me alejaba cada vez más de lady Marchmain, me preguntaba si también ella estaría marcada, ella y los suyos, por el mismo hierro que los destinaba a la destrucción por otros medios que no fueran la guerra. ¿Percibiría una señal de ese destino en el centro incandescente del fuego de su acogedora chimenea, o bien oía aquel aviso susurrado de muerte en el castañeteo de la enredadera contra los cristales?

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