»Hubo un momento en que no quería que se celebrara ninguna recepción, ni antes ni después de la boda. Mamá dijo que no podríamos utilizar
Marchers
y Rex quiso telegrafiar a papá para que pudiera invadir la casa un ejército de proveedores encabezados por el abogado de la familia. Finalmente se decidió que se daría una fiesta la noche anterior, en casa, para mostrar los regalos: por lo visto, según el padre Mowbray, la cosa era factible. Además, nadie es capaz de resistir la tentación de ver el propio regalo, así que salió bastante bien, pero la recepción que dio Rex al día siguiente en el Savoy para los invitados a la boda resultó muy sórdida.
»Nadie sabía muy bien qué hacer con los colonos de la finca. Al final Bridey bajó y les ofreció una cena; después se encendió una hoguera en el parque. No era en absoluto lo que esperaban a cambio de la sopera de plata que habían regalado a la pareja.
»A la pobre Cordelia le afectó más que a nadie. Le hacía mucha ilusión ser mi dama de honor —era algo que solíamos discutir mucho antes de que yo fuera presentada en sociedad—, pero también hay que recordar que era una niña muy piadosa. Al principio no quería habla conmigo. Y luego, la mañana de la boda (me había mudado a casa de tía Fanny Rosscommon la noche antes; se pensó que era más apropiado), irrumpió en mi habitación antes de que me hubiera levantado. Llegaba directamente de Farm Street, llorando a lágrima viva, rogándome que no me casara. Luego me abrazó, me entregó un pequeño y encantador broche que me había comprado, y me dijo que rezaría para que siempre fuera feliz. ¡
Siempre feliz
, Charles!
»Fue una boda muy, muy impopular ¿sabes? Todo el mundo simpatizaba con mamá, como siempre, aunque eso no le sirviera de nada. Durante toda su vida mamá ha despertado la simpatía de todos, menos de aquellos a quienes ama. Todo el mundo decía que yo me había portado de una manera abominable con ella. Total, que el pobre Rex descubrió que se había casado con una paria, exactamente lo contrario de lo que se había propuesto.
»Así que, ya ves, desde el mismo principio las cosas no empezaron con buena estrella. Empezamos con un mal de ojo pesando sobre nuestras cabezas. Pero yo seguía loca por Rex.
—Cuesta creerlo, ¿verdad?
—El padre Mowbray acertó en seguida con respecto a Rex; a mí me costó un año de matrimonio comprenderlo. Pura y simplemente le faltaba algo. No era en absoluto un ser humano completo sino un trocito de ser humano, que se había desarrollado de una manera extraña, poco natural; como dentro de una botella, como un órgano mantenido vivo en un laboratorio. Yo creía que era algo así como un salvaje bueno pero me equivoqué; era algo absolutamente moderno y al día, que sólo esta época espantosa podría producir. Un trocito muy pequeño de hombre que juega a ser un hombre entero.
»Bueno, todo eso ha terminado.
Me contó todo esto diez años más tarde, durante una tempestad en medio del Atlántico.
Volví a Londres en la primavera de 1926, coincidiendo con la huelga general.
Era el tema de conversación de París. Los franceses, que siempre se exaltaban al enterarse de los problemas de sus antiguos amigos y traducían a sus propios y precisos términos nuestras nociones más nebulosas de lo que ocurría al otro lado del Canal, predijeron la revolución y la guerra civil. Todas las tardes los quioscos exhibían artículos que exudaban fatalismo; y en los cafés, los conocidos te saludaban medio burlones con un: «Eh, amigo mío, se está mejor aquí que en casa ¿no es cierto?» Finalmente, algunos amigos y yo, cuyas circunstancias eran parecidas, llegamos seriamente a creer que nuestro país estaba en peligro y que era nuestro deber estar allí. Se unió a nosotros un futbolista belga que respondía al nombre —falso, me parece— de Jean de Brissac la Motte, y alegó tener derecho a participar en cualquier batalla contra las clases bajas.
Hicimos la travesía juntos, formando un grupo muy animado exclusivamente compuesto por hombres. En Dover, esperábamos encontrar desarrollándose ante nuestros ojos, las escenas descritas con tanta frecuencia en los últimos tiempos y con tan pocas variantes, en todas partes de Europa. Yo, al menos, poseía una imagen clara y cabal de lo que era una «revolución»: bandera roja en la oficina de correos, el tranvía volcado, los suboficiales borrachos, las cárceles abiertas y las calles repletas de criminales liberados al acecho, el tren de la capital que no llegaba… Uno lo había leído en los periódicos, visto en las películas, oído en las conversaciones de café una y otra vez desde hacía seis o siete años, hasta que la imagen indirectamente llegaba a formar parte de la propia experiencia, como el barro de Flandes y las moscas de Mesopotamia.
Desembarcamos y vimos la vieja rutina de las aduanas, el tren
siempre puntual, los mozos en el andén de Victoria rumbo a los compartimientos de primera clase, la larga hilera de taxis esperando…
—Nos separaremos —convinimos— para ver lo que está ocurriendo. Nos reuniremos para cenar y cambiar impresiones.
Pero en el fondo de nuestro corazón ya sabíamos que no ocurría nada; nada, al menos, que reclamara nuestra presencia.
—Vaya, vaya —dijo mi padre, cuando nos topamos en las escaleras de su casa—. Qué agradable volver a verte tan pronto. —Yo llevaba quince meses en el extranjero—. Has venido en una época muy incómoda, por cierto. Van a hacer otra de sus huelgas dentro de un par de días… Pero qué tontería… y no sé cuándo vas a poder marcharte.
Pensé en la noche que había sacrificado, en las luces que estarían encendiéndose por las orillas del Sena, en la compañía que habría tenido —por aquella época me relacionaba con dos emancipadas muchachas norteamericanas que compartían una
garconnière
en Auteuil— y deseé no haber regresado a casa.
Esa noche cenamos en el café Royal. Allí las cosas hacían pensar más en la guerra: el café estaba lleno de estudiantes que habían dejado la universidad para prestar su «servicio nacional». Estaba un grupo de Cambridge que aquella misma tarde se había alistado en el servicio de mensajes para el Departamento de Movilización; su mesa se hallaba de espaldas a otro grupo cuyos miembros actuarían como vigilantes especiales. De vez en cuando, uno u otro grupo lanzaba una provocación por encima del hombro, pero es difícil llegar a pelearse en serio cuando se está de espaldas y el incidente acabó con una mutua invitación a unos vasos altos de cerveza.
—Deberíais haber estado en Budapest cuando Horthy entró con sus tropas —dijo Jean—. Aquello sí que fue política.
Se iba a dar una fiesta en Regent's Park aquella noche en honor de los Black Birds que acababan de llegar a Inglaterra. Habían invitado a uno del grupo y allí nos dirigimos todos.
Para nosotros, que frecuentábamos Bricktop y el Bal Nègre en la Rue Blomet, el espectáculo no tenía nada de particular. Apenas si había franqueado la puerta cuando oí una voz inconfundible, un eco de lo que ahora parecía un pasado muy lejano.
—No —decía la voz—, no son animales de un zoo, Mulcaster, para que la gente pueda quedarse
mirándolos
embobados. Son
artistas
, querido, grandes artistas a los que hay que
reverenciar
.
Anthony Blanche y Boy Mulcaster se hallaban cerca de la mesa donde estaban dispuestos los vinos.
—Gracias a Dios, aquí llega alguien conocido —dijo Mulcaster, cuando me uní a ellos—. Me trajo una chica. No la veo por ninguna parte.
—Te ha dejado
plantado
, querido, ¿y sabes por qué? Porque estás ridículamente
fuera de lugar
, Mulcaster. No es en absoluto tu ambiente. No debiste venir. Mejor sería que te marcharas al Old Hundredth o a uno de esos lúgubres bailes de Belgrave Square.
—Vengo de uno. Demasiado temprano para el Old Hundredth. Me quedaré un rato. Puede que las cosas se animen.
—Me cisco en ti —dijo Anthony—. Déjame hablar
contigo
, Charles.
Llevamos una botella y nuestros vasos a un rincón de otra sala. A nuestros pies, cinco miembros de la orquesta The Black Birds estaban acuclillados y jugaban a los dados.
—
Aquél
—señaló Anthony—, el que está un poco
pálido
, querido, el otro día golpeó en la cabeza a la señora Arnold Frickheimer con una botella de leche.
Casi inmediata, inevitablemente, empezamos a hablar de Sebastian.
—Querido, ¡bebe
tanto
! Se vino a vivir conmigo a Marsella el año pasado, cuando le abandonaste; y, en serio, casi no lo pude soportar. Todo el día empinando, dale que dale, como una vieja matrona. Y tan
astuto
… Continuamente notaba que me faltaban pequeñas cosas, querido, cosas que me gustaban, además. Una vez perdí dos trajes que acababan de llegar de Londres. Claro, no podía estar
seguro
de que fuese Sebastian, porque entraban y salían de mi apartamento individuos muy raros. Pero ¿quién conoce mejor que tú mi gusto por los tipos raros? Bueno, querido: finalmente descubrimos la casa de empeños donde Sebastian los iba llevando, y
entonces
resultó que tampoco guardaba las papeletas. En el
bistrot
también se podía comerciar con ellas.
»Veo esa mirada puritana de desaprobación, querido Charles, como si pensaras que yo animaba al muchacho a seguir así. Una de las cualidades menos atractivas de Sebastian es que siempre da la impresión de que le a-a-animan a seguir, como a un caballito en el circo. Pero te aseguro que hice todo lo posible. Le dije una y otra vez: "¿Por qué beber? Si quieres embriagarte, hay infinidad de cosas mucho más deliciosas". Le llevé al mejor médico del mundo; bueno, tú le conoces tan bien como yo. Nada Alopov, Jean Luxmore y
todo el mundo recurren
a él desde hace años —siempre se le encuentra en el Regina Bar—, y también con él tuvimos problemas porque Sebastian le dio un cheque falso,
sin fondos
, querido, y un montón de hombres de muy mala catadura se presentaron en el apartamento;
matones
, querido. Sebastian no se enteraba de nada aquel día y todo fue muy desagradable.
Boy Mulcaster vino hacia nosotros y se sentó a mi lado sin que yo le invitara.
—Se está acabando la bebida —explicó, sirviéndose de nuestra botella y vaciándola—. No hay una sola persona a quien yo haya visto antes; todos son negros…
Anthony, ignorándole, prosiguió:
—Entonces nos marchamos de Marsella y nos fuimos a Tánger. Allí, querido, Sebastian empezó con su
nuevo amigo
. ¿Cómo podría describírtelo? Era como el mayordomo de la película
Sombras amenazadoras
: un simplón alemán gigantesco que había estado en la Legión Extranjera. Salió de ella disparándose un tiro en el dedo gordo del pie. Aún estaba convaleciente. Sebastian lo encontró en la Kasbah muerto de hambre, y lo trajo a vivir con nosotros. Era
macabro
, te lo aseguro. O sea que volví, querido, a la vieja Inglaterra, a la buena y vieja Inglaterra —repitió, abrazando con un gesto teatral a los negros que apostaban a nuestros pies, a Mulcaster que miraba fijamente ante sí con expresión vacía, y a nuestra anfitriona, que, vestida con un pijama, aparecía en aquel momento.
—Nunca os he visto antes —dijo—. Yo no os he invitado. ¿Quiénes son estos blancos de mierda? Me parece que debo haberme equivocado de casa.
—Son tiempos de emergencia nacional —proclamó Mulcaster—. Nunca se sabe lo que puede pasar.
—¿Va bien la fiesta? —preguntó, preocupada—. ¿Qué os parece si cantara Florence Mills? Nos hemos visto antes— añadió, dirigiéndose a Anthony.
—Muchas veces, querida, pero no me has invitado esta noche.
—Vaya, quizá porque no me caes bien. Pensaba que todo el mundo me caía bien.
—¿Os parecería —preguntó Mulcaster cuando se alejó nuestra anfitriona— divertido avisar a los bomberos?
—Sí, Boy, vete corriendo a avisarles.
—Podría alegrar un poco las cosas, quiero decir. —Exactamente.
Y Mulcaster nos dejó para ir en busca de un teléfono.
—Creo que Sebastian y su amigote cojo se marcharon al Marruecos francés —prosiguió Anthony—. Tenían problemas con la policía de Tánger cuando me separé de ellos. La marquesa no me ha dejado en paz desde que estoy en Londres, insistiendo en que me ponga en contacto con la familia. ¡Qué mal lo está pasando la pobre mujer! Sólo sirve para demostrar que en la vida hay cierta justicia.
La señorita Mills empezó a cantar y todo el mundo, menos los jugadores de dados, se amontonaron en la otra sala.
—Allí está mi chica —dijo Mulcaster—. Allí, con aquel tipo negro. Esa es la chica que me ha traído.
—Parece haberte olvidado por completo.
—Sí. Ojalá no hubiera venido. Vámonos a otra parte.
Al marcharnos llegaron dos camiones de bomberos y una hueste de figuras tocadas con cascos se fundió en el piso con el gentío.
—Aquel fulano, Blanche —dijo Mulcaster—,
no
es un buen tipo. Una vez le metí en Mercurio.
Recorrimos varios clubs nocturnos. En dos años, Mulcaster parecía haber logrado su sencilla ambición de ser conocido y amado en tales lugares. En el último de ellos, los dos nos sentimos inflamados por una gran llamarada de patriotismo.
—Tú y yo —dijo— éramos demasiado jóvenes para hacer la guerra. Otros combatieron, millones murieron. Nosotros, no. Ya les enseñaremos. Enseñaremos a los muertos que nosotros también sabemos pelear.
—Por eso estoy aquí —dije—. Vengo de ultramar, vuelvo al viejo país en un momento de necesidad.
—Como los australianos.
—Como los pobres australianos muertos.
—¿En qué compañía estás?
—En ninguna todavía. La guerra no está aún preparada. —No lo pienses más. Sólo hay un sitio donde alistarse: la Unidad de Defensa de Bill Meadows. Cuenta con los mejores hombres. La incorporación se tramita en Bratt's. —Me alistaré.
—¿Te acuerdas de Bratt's?
—No. También me alistaré en eso.
—Así se habla. Los mejores a la altura de los guerreros muertos.
Así pues, me uní a la Unidad de Bill Meadows, que era un escuadrón móvil que protegía la entrega de víveres en los barrios más pobres de Londres. Primero me inscribieron en la Unidad de Defensa, me tomaron un juramento de lealtad, y me dieron un casco y una cachiporra. Luego me propusieron como miembro del Bratt's Club y, junto con algunos reclutas más, fui elegido por un comité especialmente reunido para la ocasión. Durante una semana esperamos órdenes en Bratt's; tres veces al día salíamos a la vanguardia de un convoy de camiones de leche. Nos insultaban y en una ocasión nos tiraron basura, pero sólo una vez entramos en acción.