«¿Que si se acaba el mundo? Y tanto que sí», piensa.
McLeod recuerda que sintió una emoción perversa al escuchar la arenga del teniente. El fin del mundo. ¡Sí, señor! Se acabaron los impuestos, las deudas de la tarjeta de crédito, los locales de baile, las
cheerleaders
altaneras, los deportistas gilipollas, las carreras universitarias, las cuentas bancarias, las preocupaciones sobre la jubilación, las clases de educación física, los malos programas en la tele, la cirugía plástica, los políticos estúpidos, las megaiglesias o la sensación constante de estar en un agujero del que no puedes salir. Se acabaron las reglas estúpidas que te reprimen por todos lados.
La vida está a punto de convertirse en algo mucho más simple. Sólo la ley de las armas, y McLeod está con la gente que tiene las mejores. Y como si fuera para hacer hincapié en ese pensamiento, los disparos que vienen del sur se intensifican.
Con cada muerte, la memoria del mundo es menor. Un hombre puede renacer de esta lucha, adoptar un nuevo nombre. Nada de vivir a la sombra del gran político que es papá y del payaso que fue él en la escuela. Cada vez que la cagaba en el instituto, McLeod se encontraba de pie frente a su padre con una sonrisa desafiante, pero el bastardo nunca se inmutó ni lo más mínimo; era demasiado moralista para perder los nervios o para siquiera regañar a su hijo díscolo. Con el tiempo, las cagadas se hicieron mayores, más atrevidas, lo que fuera para conseguir una reacción, cualquier reacción. Al final, su madre de alta alcurnia se vino abajo, pero McLeod nunca venció a su querido y viejo «papá de acero». Cuando lo pillaron robando por segunda vez, su padre dejó de arreglarle los embrollos sin hacer ruido desde la trastienda, y a McLeod le dieron la opción de alistarse en el ejército o ir a prisión.
Cuando la cagas en el ejército, la reacción es mayor. Garantizado.
McLeod sonríe al darse cuenta de que lo más seguro es que su padre sobreviva, después de todo. Es probable que ya estén almacenando a todos los políticos de altos vuelos en búnkers secretos. A pesar de que el partido político de su padre no gobierna ahora, los oligarcas se mantienen juntos. Lo primero que harán cuando salgan es bombardear con armas nucleares a los chinos y entregar lo que quede del mundo a los ricos. No se puede sobrevivir al Armagedón y que la humanidad empiece de nuevo sin arrastrar los problemas del pasado, ¿verdad?
No obstante, a McLeod le habría gustado ir a la universidad. Le encanta leer y solía imaginar que pasaba horas leyendo libros en la biblioteca, haciéndose más listo por momentos con el conocimiento de las eras entre las manos. Quería sentarse en el suelo con un grupo de intelectuales que apreciarían su verdadera genialidad. Quería estudiar Filosofía y tratar de descubrir si existe algún motivo para toda la miseria que ha visto en su corta vida.
«Pero no habrá nada de eso durante mucho tiempo —piensa—. Cuando la raza humana salga de esta pesadilla, de aquí a pocas generaciones, tendremos suerte de poder leer un libro».
—Tendríamos que escoger un nuevo líder. Bishop, por ejemplo —dice uno de los soldados—. Entonces podríamos ir a lo nuestro.
—¿Sabes lo que haría yo? Saldría a ver si pillamos algún chochito. Estoy más caliente que el rabo del diablo, y si todos vamos a morir, ¿por qué no salimos y conseguimos algunas chicas? Además, por lo que parece, la mayoría está palmando.
—¿Y tú sabes qué les pasa a los civiles que vienen hasta aquí y Doc Waters se los lleva consigo? Los manda desnudarse para comprobar si los han mordido.
—¿Incluso a esa tía que vino hace una hora?
—Anda, pues claro.
—Tío, ésa estaba muy buena.
—No se puede elegir a tus propios líderes en el ejército —dice McLeod—. Si dejamos de seguir las órdenes, ya no habrá ejército. Tanto daría que nos separásemos ahora mismo y empezáramos a saquear y violar hasta que nos mataran unas horas más tarde.
—Sí, eso es lo que decíamos, hermano.
McLeod sonríe abiertamente.
—¿Y qué podrías robar que siguiera teniendo algún valor? ¿Víveres, agua, munición, un lugar donde dormir…? Eso es lo único que sigue teniendo valor. Y lo tenemos aquí.
—Oh, ¿había algún chochito en mi comida y no me he dado cuenta?
—¿Qué más te da lo que hagamos, McLeod? —pregunta otro de los soldados—. Tan cierto como que cago mierda que no te metieron en esta cuadrilla por ser alguna especie de supersoldado.
McLeod sonríe.
Entonces, se levanta de repente. Lo que quedaba del pollo con buñuelos se desparrama sobre el asfalto. El corazón le late con fuerza.
Ese sonido…
La patrulla que les proporcionaba seguridad pasa junto a ellos corriendo y se dirigen hacia la escuela.
Como una marea…
Y los ve venir.
—¡Entrad en la escuela y tiraos al suelo! —berrea Hooper.
Los soldados de la cuadrilla se meten dentro a todo correr, cierran la puerta y se tiran al suelo. Hooper se agacha junto a una de las puertas y echa una ojeada a través del cristal de la parte superior, por donde entran los últimos haces de luz del día. Los ojos se le abren como platos y esconde la cabeza; su pecho sube y baja rápidamente. La cara se le ha puesto de un blanco ceniciento.
Los primeros perros rabiosos pasan corriendo frente a la escuela. Hooper levanta el puño para indicar a los chicos que no se muevan, pero a duras penas respiran. McLeod no puede ver el ejército que avanza por el exterior, pero sí ve las sombras que bailan sobre las paredes y el techo. El ruido de sus pies al andar se oye alto y claro. McLeod intenta imaginarse la escena: botas, zapatillas deportivas, tacones de aguja rotos, pies descalzos… El suelo vibra bajo su oreja.
Los segundos discurren con mucha lentitud mientas la riada de infectados sigue fluyendo junto a ellos.
«¿Cuántos serán? ¿Mil? ¿Cinco mil? ¿Diez mil? Parece una estampida de animales —se dice McLeod, y una sensación de comprensión lo embarga—. Son como una estampida porque algo los ha atemorizado. ¿Acaso los perros rabiosos tienen miedo de nosotros como nosotros tenemos de ellos? ¿Por eso son tan hostiles? ¿Sólo se estarán defendiendo?»
Poco a poco, se da cuenta de que los perros rabiosos están gruñendo. Al principio es como un susurrante río de sonidos individuales que compiten entre sí, pero tras unos instantes empieza a percibir el patrón subyacente. Se revela un ritmo, repetitivo y contundente. No es el sonido del miedo. Es el sonido de un propósito y de la violencia, como un cántico religioso o una canción tribal de guerra. El sonido se desplaza calle abajo como una enorme locomotora y, por debajo de él, McLeod oye un constante zumbido siniestro que vibra en lo más hondo de su pecho y que le produce dolor de cabeza.
Los «rabis» —como han empezado a apodar a los infectados— van a la guerra.
Gimiendo, McLeod se muerde la manga del uniforme y cierra los ojos.
La estampida se desvanece en la distancia de manera gradual hasta que vuelve a reinar el silencio.
—Dios bendito —dice uno de los chicos al final—. Creo que me he cagado encima.
Los otros esbozan sonrisas, silban o exhalan el aire que habían contenido en los pulmones.
El sargento Hooper abre un poco una de las puertas para poder echar una rápida mirada al exterior.
—¿Adónde se dirigen, sargento? —pregunta McLeod con voz temblorosa.
—Esperad —dice Hooper, levantando la mano.
Los chicos se quedan en silencio observando al suboficial.
De pronto, McLeod tiene claro adónde se han dirigido los perros rabiosos.
Hacia el sur, el traqueteo de los disparos de las armas ligeras sube de intensidad.
49. Fuego de protección final
Bowman y Knight se asoman por el antepecho del tejado y fuerzan la vista hacia los rascacielos amenazantes, que ahora brillan iluminados, recortados contra el cielo que se oscurece. Detrás de los oficiales, Kemper y Vaughan mordisquean sus puros cerca de una de las salidas de ventilación que hay en el tejado, murmurando en medio de una nube de humo compartido. Sherman está sentado junto al equipo de radio de combate, controlando las frecuencias, mientras que Lewis otea la calle con su fusil de francotirador y un cargador nuevo.
—El tiroteo ha cesado —dice Bowman.
—¿Puedes ver algo? —le pregunta Knight, que mira a través de los binoculares.
Bowman niega con la cabeza.
El traqueteo de los disparos, que fue subiendo de intensidad a un ritmo constante durante los pasados minutos, cesó de repente hace unos instantes. Al momento, el vacío se llenó con el alarido de la alarma de una tienda en algún lugar del vecindario, el zumbido de helicópteros lejanos y el apagado rugido de miles de aires acondicionados, a pesar de que la noche es fresca.
Bowman había avisado por radio a Martillo de guerra Seis de que la fuerza de perros rabiosos avanzaba en su dirección. El capitán Lyons le agradeció la información y se desconectó de manera abrupta. En verdad, las opciones de qué podía hacer con esa información el comandante de la Alfa eran escasas. Podía avanzar o retroceder, y llegados a este punto, retroceder equivalía a rendirse.
Lyons es un buen oficial y pensaría las cosas detenidamente. Bowman intentó imaginarse qué pasaría por su mente. Podía disminuir la velocidad de avance de la compañía Alfa para dar a la Bravo la oportunidad de llegar hasta ellos y así agrupar su potencia de fuego, pero si ya resulta demasiado complicado llevar a una compañía a través de las calles saturadas de coches y basura, dos compañías resultarían una fuerza poco manejable de unos ciento sesenta hombres. ¿Y cuánta potencia de fuego podría realmente aunar combinando las dos compañías en una zona de combate consistente en calles y entradas a edificios?
«No —se dice el teniente a sí mismo—. El capitán no unirá el destino de la Alfa con el de la Bravo, deteniéndose a esperarla en medio de una zona hostil. Sobre todo con el terreno que le queda por cubrir a la Bravo. Hará lo contrario. Avanzará rápido para aprovecharse de la escasa luz antes de que caiga la noche. Adoptará una formación que favorezca la defensa móvil y hará que sus chicos avancen deprisa. Pero ¿hasta qué velocidad podría forzar la marcha de una compañía de ochenta hombres en estas calles, teniendo que pelear por cada manzana?
»Por lo que parece, no mucha. La compañía Alfa comenzó a marchar hace más de una hora y media y aún se encuentran a un kilómetro y medio al sur del punto de encuentro.
»Al menos tiene el toque de queda a su favor —piensa Bowman—. Ahora mismo, todo aquel con el que se encuentren en la calle es hostil, y tanto la Alfa como la Bravo y la Delta tienen luz verde para disparar sobre cualquier cosa que se mueva».
Knight eleva la vista al cielo.
—Se han quedado sin luz —dice.
Bowman gruñe y mira a su radiooperador.
—Martillo de guerra comunica numerosas bajas… —informa Sherman—. Algunos muertos, la mayoría mordidos. Cuarentena le ha denegado la petición de una evacuación…
Bowman y Knight se miran el uno al otro. Cuando las compañías hermanas de la Charlie aparezcan por fin, tendrán que aislarlos o hacer algo con los soldados que han resultado mordidos. Pero eso será decisión de Lyons, no de Bowman.
Éste intenta imaginarse qué estará sucediendo en la posición de la Alfa. Los chicos de Lyons estarán cansados y seguramente andan escasos de munición después de matar a quién sabe cuántos perros rabiosos. Varios soldados han muerto y tienen que cargar con ellos, mientras que un número mayor ha resultado mordido y saben a ciencia cierta que se convertirán en perros rabiosos al cabo de unas horas.
¿Seguirán luchando estos soldados para Lyons a sabiendas de que los mordiscos significan la pena de muerte? ¿Alguno de ellos se disparará con su propia arma? ¿O simplemente se alejarán del grupo?
«¿Qué harías si tuvieras un fusil en las manos en una ciudad sin ley y te quedasen pocas horas de vida?»
—Martillo de guerra le está diciendo a Buscaguerras que acelere la marcha —sigue informando Sherman.
Bowman asiente.
El fuego de armas ligeras suena en el oeste y rápidamente sube a un nivel de intensidad constante. Es la compañía Delta, que trata de abrirse camino a través de un nuevo foco de resistencia.
El teniente Bishop se les acerca.
—¿Qué tenemos? —pregunta al tiempo que saca los binoculares.
—Míralo con tus propios ojos —contesta Bowman sin volverse. Está molesto con el oficial y le tendrá que leer la cartilla. Ya es bastante malo tener a Steve Knight alrededor. El hombre está roto después de lo que le pasó a su pelotón, sin duda. Pero Bishop habla con los suboficiales como un político, siempre diciendo lo que tendrían que hacer en lugar de aceptar las órdenes y cumplirlas como mejor pueda.
Un intenso tiroteo estalla al sur cerca de su posición. Esta vez se intuye una terrible urgencia en la manera de disparar que hace que el corazón de Bowman lata desbocado. Una serie de destellos parecidos a un relámpago ilumina el contorno de los edificios cercanos seguida por un estruendo ensordecedor.
Bowman pestañea y recuerda la visita al rancho de su tío un 4 de julio cuando era un chaval. Por la noche, con la barriga llena de perritos calientes y cerveza de abedul, sus primos y él fueron al prado —que bullía lleno de luciérnagas y con el canto de las cigarras de verano— a ver cómo los fuegos artificiales iluminaban el cielo y explotaban con estruendos terroríficos.
«Olvídate de eso», se dice Bowman.
Ha hecho bien protegiéndose la mente contra la destrucción del pasado al igual que con la aterradora idea de la extinción venidera. Su única debilidad es la evasión que le ofrecen los placenteros recuerdos de casa. Esas evocaciones lo ayudaron a sobrevivir a Iraq, pero aquí sólo van a ralentizarlo y debilitarlo cuando necesita estar despierto y concentrado. Hay un momento y un lugar para el dolor…
El Sendero del Guerrero y todo eso. Las bravuconadas de las que hablan los que se reenganchan al ejército de por vida. Es una filosofía que sugiere abrazar el dolor para hacerte más fuerte. Bueno, en realidad, seguro que se puede aplicar a la situación actual. Quiere cauterizar sus sentimientos, aunque en su caso no tiene nada que ver con las bravuconadas. Cree que si no se mantiene fuerte, indiferente e insensible, muchos de sus hombres morirán.
De pronto, el tiroteo se convierte en un rugido ensordecedor salpicado con destellos, ruidos secos y explosiones que retumban en lo más profundo de su pecho.