Incluso bajo la máscara, Ruiz ve que es una mujer guapa, como su Janisa. La idea de que su esposa e hijo se encuentren en peligro le corroe las entrañas.
Intentará llamarlos. Pero primero tiene que echar un vistazo a uno de sus chicos.
Ojo de Halcón está atado con correas a un catre, sudoroso y hediondo; la venda de la mejilla ha adquirido un color marrón óxido, la garganta se le empieza a hinchar y le salen bubones del tamaño de pelotas de golf. Ojo de Halcón intenta sonreírle cuando lo ve, pero la sonrisa se transforma en una mueca de dolor. La piel se le está poniendo del color gris característico de la infección.
—¿Cómo estás, Ojo de Halcón?
—Me he encontrado mejor, sargento —contesta el soldado con voz áspera y vibrante que a veces termina con un gruñido cuando exhala—. ¿Ha venido a ayudarme?
—Te he traído otra almohada, como me pediste.
—No puedo tragar. Maldita sea, estoy sediento pero no puedo ni mirar el agua. Ver la bolsa de suero me cabrea. Me paso todo el tiempo cabreado.
—No es justo, Ojo de Halcón.
—No, son los gérmenes. Hacen que me cabree. Me ponen pensamientos en la cabeza. ¿Ha visto a la chica guapa que acaba de irse? ¿La que tiene esos ojazos negros en los que te podrías perder?
—Sí, nos acabamos de cruzar. Me he fijado en ella, por supuesto.
—Claro, es preciosa —dice Ojo de Halcón entre risitas, y entonces vuelve a hacer muecas—. Me tiene algo de miedo. Cada vez que pasa, me mira asustada. Y yo pienso: «no tenga miedo de mí, señorita. Me llamo Cameron Ross. Soy un buen chico. Nunca le haría daño».
»Y cuanto más la veo, más pienso que no es justo que me tenga miedo, y eso me cabrea, y entonces pienso en ello un poco más, y decido que le quiero morder toda la cara para que no me pueda ver más.
Ruiz da un paso atrás sin darse cuenta, mirando horrorizado al soldado.
—Todo me cabrea, joder, sargento. Cada minuto que pasa me noto más cabreado. No quiero morir odiando a todo el mundo, a todo lo que me rodea. —Ojo de Halcón baja la vista para mirarse la mano. Ruiz ve que sujeta una fotografía de su novia—. Quiero morir mientras aún los quiero. Voy a morir de todas formas, sargento. Eso es un hecho. No tengo miedo, pero no quiero morir odiando a mi chica, ni a mi madre. ¿Lo comprende ahora…? ¿O tengo que machacarle la puta cabeza para que lo entienda?
Ruiz asiente.
—Lo comprendo, Ojo de Halcón —susurra el sargento.
Ojo de Halcón emite un gruñido desde el fondo de la garganta. Cierra los ojos y suspira.
—Gracias, sargento.
Ruiz recoge la almohada que había traído consigo, la coloca sobre el rostro sonriente del chico, y aprieta.
—Adiós, Ojo de Halcón —se despide Ruiz, con las lágrimas cayéndole por las mejillas.
El chico se resiste durante un minuto, y luego queda inerte.
Cuando Ruiz ha acabado, se da cuenta de que en el gimnasio reina un extraño silencio a excepción de los gemidos generalizados de los enfermos del Lyssa tumbados en sus camas. Levanta la vista y ve que casi todos lo están mirando. Varios civiles asienten lentamente con la cabeza, comprensivos; otros se cubren la cara para esconder las lágrimas.
No es la primera persona que tiene que hacer esto por un amigo.
Sintiéndose completamente exhausto, Ruiz se encamina hacia el ala oeste, en la que espera encontrar un aula vacía desde donde llamar a su mujer. La gente que lo rodea vuelve a sus quehaceres de inmediato, como si nada hubiera pasado.
El cabo Álvarez se acerca y lo saluda, y le dice que el teniente quiere que se reúna toda la compañía. El teniente ha logrado hablar con Cuarentena, añade.
Cuarentena le ha dado nuevas órdenes a la compañía Charlie.
43. O nosotros o ellos, caballeros
—Caballeros, el virus Lyssa es un problema mayor del que nos hicieron creer. La pandemia ya se ha llevado muchas vidas y ha causado una grave escasez de recursos y mucho pánico. Pero ahora el juego ha cambiado y nuestra misión se ha visto ampliada. Al ejército ya no sólo le preocupa la protección de infraestructuras. Luchamos por la supervivencia de Estados Unidos. Sé que suena dramático, pero no hay otro modo de decirlo.
»Ahora mismo, más allá de estas paredes, no hay un gobierno municipal, ni distribución de comida ni medicinas; casi no quedan bomberos para apagar los incendios y sólo un puñado de policías sigue cumpliendo con su deber. Muchos de los hospitales han quedado abandonados, como éste. La ley de la jungla impera ahí fuera cada vez más.
»Hay una razón para lo expuesto: Adalid también ha sufrido muchas bajas. No hay ni rastro del capitán West ni de su puesto de mando. Se cree que han muerto. El coronel Armstrong está muerto, al igual que el oficial ejecutivo del batallón, el mayor Reynolds. El capitán Lyons de la Alfa asume el mando del batallón.
»Caballeros, guarden silencio. Aún hay más.
»Como saben, me han puesto al mando de la Charlie. He recibido nuevas órdenes directas de la Brigada. Se ha ordenado a todas las unidades en nuestra zona de operaciones que se agrupen con el siguiente nivel superior en un lugar de fácil defensa. Esto quiere decir que Alfa, Bravo, Charlie y Delta se reordenarán para reconstituir Adalid. Cuarentena quiere que el batallón esté listo para cuando nos necesite.
»Estas órdenes son lógicas. También son simples, en lo que a nosotros respecta. El punto de encuentro es la posición que ocupamos en este momento. Todos tienen que venir hasta aquí. Lo único que tenemos que hacer es esperar. A partir de las diecisiete-cero-cero horas se instaura el toque de queda en toda la ciudad, y a las dieciocho-cero-cero el batallón tendría que estar reconstituido bajo el mando del capitán Lyons.
»Ahora es el momento de explicarles cuál es el verdadero problema detrás de todo esto. Lo que voy a decirles puede que los escandalice, pero llegados a este punto, quizá no los sorprenda.
»Primero nos dijeron que el síndrome del perro rabioso sólo era común para aquellos casos más graves del Lyssa, cuando el virus atacaba al cerebro. Resulta que esta información es incorrecta. Parece que la saliva de los perros rabiosos lleva una cepa totalmente diferente del virus. Cuando muerden a las personas, esa gente se convierte, a su vez, en perros rabiosos.
»De hecho, una vez que te han mordido, te conviertes en perro rabioso en unas horas.
»Caballeros, guarden silencio.
—Caballeros…
—Gracias, sargento —continúa Bowman—. El número de perros rabiosos crece a un ritmo inaudito. Hemos comprobado con nuestros propios ojos que han aumentado de manera drástica y que atacan y tratan de infectar, sin miedo ni piedad, a cualquier persona que vean que no esté infectada. El nivel de amenaza crece por minutos y seguirá creciendo hasta que todos los perros rabiosos hayan muerto o no queden más personas a las que puedan infectar.
»Ahora ya saben por qué no tenemos otra opción que reagruparnos en el batallón. De lo contrario, no seríamos capaces de ayudar a América a salir de esta crisis. Caballeros, no les miento si digo que luchamos por la supervivencia de nuestro país. Probablemente, también por la de la raza humana.
»Es una situación sin precedentes. Ahora presten atención. Las cosas han cambiado y necesitamos adaptarnos.
»En primer lugar, no se mencionará más lo de “asesinos de niños”. Si creen que los perros rabiosos son aún personas, su sentimentalismo conseguirá que los maten, a ustedes y al hombre que tengan a su lado. Los perros rabiosos han dejado de ser personas. Son marionetas controladas por el virus del perro rabioso. El virus les dice que ataquen e infecten. Y ellos lo hacen. Es probable que esa gente no tenga conocimiento de quiénes son, qué son o qué están haciendo.
»Y si lo tienen, pero no pueden evitar hacerlo, entonces que Dios se apiade de ellos. De cualquier manera, si matan a un perro rabioso, considérenlo un acto de compasión. Así de simple.
»Los perros rabiosos no llevan armas y tienen el mismo aspecto que ustedes o yo, pero no dejen que los engañen las apariencias. Estas cosas son el enemigo más mortal al que América se ha enfrentado jamás, y el enemigo más peligroso que ustedes se encontrarán en combate.
»Habrá más muertes. Estamos en un país hostil, rodeados por un ejército hostil, a punto de quedarnos sin vías de suministro de provisiones ni cuidados médicos. El enemigo nos da caza en una guerra de exterminación y lucha contra nosotros con unas tácticas para las que nunca nos adiestraron.
»Es un enemigo que no toma prisioneros. Que no negocia. Que no necesita que lo reabastezcan ni conoce el miedo, y ataca sin descanso. El virus no lucha por tierras, ni por dinero, ni por política, ni por religión. Lucha para sobrevivir, infectándonos, matándonos a todos nosotros.
»Les informo de todo esto para que lo tengan claro. Si quieren continuar con vida, tendrán que hacer de tripas corazón y enfrentarse a la situación real.
»Una guerra de espectro ilimitado. Una guerra total.
»O nosotros o ellos, caballeros. Así son las cosas.
»Ahora mismo, lo más seguro es que estén preocupados por sus seres queridos. Yo tengo familia en Texas y también en Luisiana. Cada día pienso en ellos. Pero no puedo llegar a su lado. Nunca lo lograría. Si salgo por esa puerta, me matarían en veinticuatro horas. O me convertiría en un perro rabioso.
»Si quieren ayudar a sus familias, entonces cumplan con su deber.
»Alguien tiene que sobrevivir.
»Las autoridades civiles han sido aniquiladas. Sólo quedamos nosotros. Somos todo lo que hay entre una marea creciente de perros rabiosos y la aniquilación. Así que la única esperanza de sus familias, de su país, es que el ejército se mantenga unido el tiempo suficiente para marcar la diferencia. A partir de ahora, cuando destruyen a una unidad, no es posible reemplazarla. Se acabó.
»Uno de ustedes me preguntó si esto era el fin del mundo. Mi respuesta no fue muy acertada. He pensado una nueva respuesta y me gusta más.
»Literalmente, que esto sea el fin del mundo o no, depende de nosotros.
»Por lo que a mí respecta, caballeros, yo digo que no lo es.
44. No se merece arrebatárnoslo todo
El sol brilla y las calles están abarrotadas de gente que disfruta del final del verano. Cientos de personas están tumbadas encima de mantas mientras duermen o leen en Sheep Meadow, una de las inmensas praderas de Central Park. Varios chicos sin camiseta se pasan un
frisbee
de color naranja mientras que un perro ladra y corretea entre ellos. Christopher está sentado en un banco, haciéndole el caballito a Alexander sobre una rodilla. Los dos sonríen llenos de ilusión al verla acercarse, descalza y riendo a su vez. Alexander pide un helado. En cambio, Valeriya Petrova le sugiere subir al tiovivo. El niño grita de alegría antes de darse cuenta de que le han tomado el pelo; de pronto, Alexander afirma que quiere un helado y, además, subir al tiovivo
.
—
¿De qué sabor lo quieres, Alex? —pregunta Christopher
.
—
¡De vainilla! —contesta Alexander jubiloso, levantando la vista hacia su padre
.
Valeriya mira a su Christopher, encantada de ser consciente de que él no sabe que lo está mirando; sabe que con cada día que pasa se van haciendo mayores y algún día morirán, que entonces no habrá nada y que nunca volverán a estar juntos así. En lugar de entristecerla, el pensamiento la llena de una extraña euforia, puesto que está viva y no muerta, que aún le queda tiempo a ella, que aún les queda tiempo a todos antes de que termine este día perfecto. Y a su hijo aún le queda más tiempo y el mundo entero se abre ante él
.
Esta noche le hará el amor a su marido y le dará las gracias al oído entre susurros como hace a veces cuando se siente de este modo, cuando no puede contener la belleza de su vida y la alegría que le aporta su familia
.
Una violenta luz blanca hace añicos la oscuridad.
El edificio vuelve a la vida cuando el sistema se reinicia.
Petrova se queda tumbada debajo de la mesa, temblando y con los ojos cerrados.
«Debes levantarte —se dice a sí misma—. No te rindas. Tienes que sobrevivir por ellos. No. Quédate y sueña un poco más. Quizá el sueño resulte ser verdad. Quizá, ahí fuera, el mundo ha vuelto a la normalidad».
La gente en el parque ríe y juega, se tumba encima de la hierba cálida a leer libros
…
«No».
Sabe que ahí fuera el mundo se está muriendo.
Todas las personas a las que ha conocido a lo largo de su vida, todas las personas a las que ha amado, todas las personas a las que ha querido y han formado parte de su existencia, están muriendo… Todo se está destruyendo.
Sabe que probablemente morirá aquí sin ver la luz del día de nuevo. Sin volver a ver a su hijo nunca más.
Está tan lejos.
La humanidad no volverá a cruzar el Atlántico, quizá, hasta pasados cientos de años. Será como si Londres estuviera en otro planeta. Dentro de una generación, es posible que la población de América del Norte ni siquiera recuerde la palabra «Londres». El conocimiento de la existencia de otros continentes puede que se olvide poco a poco conforme las generaciones futuras luchen para sobrevivir.
Y todo esto se debe al simple hecho de que una minúscula y diminuta máquina biológica quiere vivir.
Si el virus pudiera pensar y hablar, se justificaría diciendo que también tiene derecho a tratar de multiplicarse, a luchar por la dominación, a sobrevivir. De hecho, la supervivencia es el único objetivo del virus. Está diseñado para sobrevivir. Por eso es tan fuerte. Prácticamente, los virus fueron las primeras formas de vida del planeta… Y serán las últimas.
«Pero no es mejor que nosotros —piensa Petrova—. Más fuerte, es posible. Pero no mejor.
»¿Puede el virus hacer que sus marionetas humanas pinten un atardecer, por poner un ejemplo, que refleje el alma de la realidad? Será dueño de las mentes, pero no del pensamiento. ¿Entiende los conceptos de la ciencia, del progreso o de la mejora de las especies? ¿Alguna vez ha levantado esos ojos prestados hacia las estrellas y se ha preguntado si existen otros planetas que puedan albergar vida? ¿Quizá otro tipo de vida con la que se pueda hablar? ¿Comprende qué es la caridad, el amor, la empatía o la piedad? ¿Alguna vez ha sentido un perro rabioso, que ronda las calles en su febril búsqueda de un nuevo huésped, algo más que un nivel tóxico de dolor y rabia durante su extremadamente corta vida?