Nueva York: Hora Z (30 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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»El sargento primero Callahan trató de llevar al capitán a la seguridad que ofrecía un edificio cercano, pero el hombre siguió en sus trece, disparando la pistola mientras alguien lanzaba un bote de humo en un último intento de ocultarlo. Los rabis se arremolinaron a su alrededor y lo descuartizaron. Yo sobreviví por un pelo porque la multitud me cogió y me lanzó por los aires —que fue como si me golpearan a la vez todo el cuerpo con bates de béisbol— y me arrastré debajo de un camión. A mi alrededor, la horda seguía llegando, pasaba corriendo, zarandeaba los vehículos y hacía temblar el suelo como una manada de elefantes.

»Los rabis murieron a miles, pero acabaron con nosotros sin tan siquiera aflojar el ritmo. Y después de todo eso, viví lo suficiente para casi llegar sano hasta aquí, pero un maldito mocoso salió de una furgoneta y me mordió en la mano. Pero os digo esto, tanto me da, porque estoy muy cansado. De hecho, no recuerdo haber estado jamás tan cansado.

»¿Es ésta mi nueva casa?

52. Esto… ¿Algún otro último deseo?

El soldado de primera Mooney abre la puerta del aula y espera. Wyatt y él no han parado de oír la misma historia contada por los horrorizados supervivientes que van llegando con cuentagotas desde anoche. Mooney no sabe qué decirle al soldado. ¿Qué le puede decir? ¿Qué se le dice a un hombre cuyos amigos fueron descuartizados delante de sus ojos y que ahora está condenado a morir por un veneno que se reproduce en su cerebro sin remedio?

—¿No me pondréis un compañero de cuarto o algo? —inquiere el soldado.

—Las demás personas que han sido mordidas ya han empezado a convertirse en uno de ellos —explica Mooney—. Tú podrías ser el último en convertirte y podrían atacarte. No lo sabemos.

—Habría estado bien poder hablar con alguien de la compañía Delta e irnos juntos.

—Lo siento, tío.

—No pasa nada. Supongo que no importa. Algún día se tiene que morir, te fumes el último cigarrillo o no. Me alegro de que la guerra se haya terminado para mí.

—Te hemos dejado unos cuantos libros que cogimos de la biblioteca. Clásicos. Te ayudarán a pasar el tiempo. No sé, a lo mejor hasta te gustan. También haremos correr la voz en caso de que cualquiera de los supervivientes quiera venir y hablar contigo a través de la puerta. Aún te queda tiempo.

El soldado asiente.

—Vale, de acuerdo. Gracias.

Mooney se fija en que el soldado tiene un tic nervioso en el ojo izquierdo.

—Esto… ¿Algún otro último deseo? —pregunta Wyatt.

—No, estoy bien —responde el soldado y entra en el aula. Se acerca a la ventana para mirar la puesta de sol. Respira hondo, y añade—: Lo que os digo, seguro que…

Mooney ya ha empezado a atrancar la puerta. Wyatt le pasa un puñado de clavos, que utiliza para asegurar el marco de la puerta.

Los supervivientes llegaron durante la noche y la mañana siguiente con sus relatos de terror. A la mitad de ellos los habían mordido, pero no tenían ningún otro lugar al que ir. El teniente no quiso matarlos ni rechazarlos, así que se le ocurrió la idea de convertir parte del ala oeste de la escuela en una especie de asilo.

Wyatt levanta la tabla arrancada de una mesa y Mooney empieza a clavarla hasta cubrir la mitad inferior de la puerta y el marco. Una vez que han cubierto la puerta por completo, Mooney clava una de las chapas de identificación del soldado en la madera —nombre, rango, número de identificación, grupo sanguíneo y preferencia religiosa— mientras que Wyatt graba el nombre del soldado con una navaja.

Mooney espera paciente hasta que Wyatt termina. Oye a los perros rabiosos gruñir y andar arriba y abajo en las otras clases. Hubo un tiempo en que estos chicos fueron soldados. Aquí se convirtieron y aquí es donde morirán y yacerán.

Wyatt recoge la carabina y dice:

—Vayámonos de este puñetero zoo.

—Si vuelves a decir eso, te liquido, Joel.

Wyatt sonríe, pero no dice nada más.

Sobreponiéndose a su cansancio, Mooney se detiene para tocar el nombre del chico que Wyatt ha grabado en la madera para memorizarlo junto a los otros detalles sin importancia.

El grupo sanguíneo del soldado de primera James F. Lynch es A positivo y es cristiano, sin denominación declarada.

53. El verdadero problema no es que la gente abandone el ejército… El verdadero problema es que el ejército nos abandona a nosotros

El sargento Pete McGraw acaricia con el pulgar la pata de conejo que lleva en el bolsillo, su amuleto personal. Se lo dio su mujer antes de que él fuera por primera vez a Iraq y de que ella se matara en un accidente de coche en un puente helado de Maryland meses después. El suave pelaje de la pata de conejo lo conforta. Después de todo por lo que ha pasado y lo que ha visto tras servir tres veces en Iraq —y ahora en este marrón—, McGraw está absolutamente convencido de que la suerte y el espíritu de Margaret que lo protege son las únicas cosas que hay entre él y el olvido eterno. En el otro bolsillo toquetea la chapa doblada —atravesada con un cordel— de la primera cerveza que se tomó con su novia Tricia, una belleza rubia y delgada con el pelo trenzado hasta la cintura que comparte su pasión por la bebida y las motocicletas, entre otras cosas. Alrededor del cuello, lleva una medalla con la imagen grabada de san Miguel —el santo patrón de los soldados y los policías— junto a las chapas de identificación y una bala de 7.62 mm, el tipo de munición utilizada por los fusiles de asalto AK47. Esa bala podía haberlo matado en Iraq, pero mientras la lleve colgada del cuello no podrá cumplir con su propósito de acabar con él.

A partir de este momento va a necesitar toda la suerte que pueda acaparar después de comprobar que el mundo se acaba.

McGraw se une a los otros suboficiales que abarrotan la oficina donde se encuentra el despacho del director de la escuela, una zona común de trabajo con varias dependencias privadas adjuntas donde Bowman ha establecido su centro de mando. Los hombres se saludan con la cabeza al entrar; huelen a sudor, a aceite de engrasar armas y a humo de cigarrillos. Un sargento al que McGraw conoce del primer pelotón lo mira a los ojos y asiente con deferencia. McGraw se hace cruces al ver cuán rápido han cambiado las cosas. Apenas dos días antes, los otros suboficiales lo miraban a él y a su escuadra como si tuvieran las manos manchadas de sangre y esvásticas tatuadas en la frente. Ahora miran a sus chicos con algo semejante al respeto. Los chicos perdieron pronto la virginidad en esta guerra. Pero si a él lo miran con respeto, a los suboficiales cuyas compañías han sobrevivido a las masacres se los mira con sobrecogimiento. Han ido al infierno y han vuelto. Con vida.

Los suboficiales se reúnen alrededor del teniente Bowman, que permanece de pie con las manos en las caderas junto a un gran mapa turístico de Manhattan —lleno de señales de establecimientos como Barnes & Noble o Burger King— clavado con chinchetas en la pared.

El operador de radio se abre paso a empellones entre los cuerpos, entra en uno de los despachos y cierra de un portazo. Knight y Bishop salen de otro despacho y se acercan a Bowman. Kemper está coloreando Staten Island y Battery Park con un rotulador rojo. Bowman da la bienvenida a los asistentes en voz baja, pero McGraw no lo oye.

Ojerosos y con las carabinas colgadas al hombro, los sargentos parpadean a causa de la luz de los fluorescentes y sorben las tazas de café tibio mientras hablan en voz baja entre ellos. El sargento Lewis comparte un poco de su tabaco de mascar. Cuando Bowman ha terminado de darles la bienvenida, los presentes se quedan en silencio para escuchar lo que tiene que decirles. McGraw echa cuentas: ahora hay tantos suboficiales en la unidad que todos reunidos llegan hasta el pasillo. Reconoce a unos cuantos que pertenecen a los otros pelotones de la compañía Charlie, otros son supervivientes de las masacres de la Alfa, la Bravo y la Delta.

«Éstos son los mejores hombres que tiene el ejército —piensa McGraw—. Los soldados de carrera, los cimientos del ejército, los centuriones modernos. Se tarda años en crear a uno de estos hombres, y una vez que se han ido, no se pueden sustituir».

Ahora todos ellos responden ante un joven teniente que, por casualidad, es el oficial de mayor rango más veterano de todo el batallón. McGraw lo observa y piensa:

«Tenemos suerte de que sea un hombre competente. Podría ser mucho peor».

Podrían tener a Knight al mando, quien sigue al frente del tercer pelotón aunque sea sólo de nombre, o a Bishop, que es el tipo de oficial que arriesga vidas para avanzar en su carrera. McGraw ha oído rumores de que Bishop ha estado diciéndoles a varios de los suboficiales que quería ponerse al frente de un grupo para tratar de ayudar a las otras compañías durante la masacre.

«Cuanto antes le lea la cartilla el teniente, mejor».

—Jake ha estado peinando las redes para reunir una lista de recursos y amenazas —informa Bowman—. El sargento Kemper las ha marcado en este mapa. Si hemos de sobrevivir, caballeros, necesitamos información.

Los suboficiales se ponen de puntillas para tener mejor vista, entrecerrando los ojos para examinar el mapa. McGraw ve una serie de círculos y cuadrados coloreados, amplias manchas y triángulos repartidos todo a lo largo de Manhattan y las riberas de los ríos de los distritos y estados colindantes.

Patético. En un par de días el ejército ha perdido el control de casi toda la ciudad de Nueva York y de su población de más de ocho millones de personas. Las formas geométricas coloreadas flotan en el mapa como islas en un océano.

«Realmente estamos acorralados», se da cuenta McGraw.

Bowman desliza un dedo sobre el mapa y golpea encima de Battery Park.

—Aquí es donde se encuentra lo que queda de la brigada de infantería mecanizada de los marines que se envió para reforzar el batallón antes de que los altos mandos cancelaran esa misión —explica Bowman—. Tienen a dos pelotones en Fort Clinton y el resto está apostado en Staten Island, que solía ser responsabilidad de la 27ª Brigada. Después de que se colapsara el gobierno local, el coronel Dixon declaró la ley marcial y dejó Staten Island limpia de perros rabiosos.

Varios sargentos sonríen y se dan golpes con el codo.

—A ellos les… hace ejem… les gusta llevar la iniciativa, por lo que he oído, señor —dice Kemper, cosa que hace que los hombres se rían.

—Sí, bien, pero en Manhattan reside mucha más gente que en Staten Island —contesta Hooper, recordándoles que los marines trabajan para una rama rival de las fuerzas armadas y que no valoran ni poco ni mucho lo que hagan los «cabezabote». O sea, ellos.

—Si tuviera varios LAV como tienen ellos, yo también podría hacer un par de cosas aquí —fanfarronea otro sargento.

—¡
Hooah
! —aúlla alguien.

—Deme algunos Bradley y unas treinta excavadoras y enderezaré la situación de esta isla el doble de rápido —grita alguien desde atrás. Los suboficiales lo vitorean.

—Los marines tienen sus propios problemas —dice Bowman en voz alta, haciéndose de nuevo con el control de la reunión—. Para empezar, la única razón por la que están en Staten Island es porque su posición iba a ser utilizada como base para reforzar a nuestras fuerzas aquí, en Manhattan. Desembarcaron dos pelotones en Battery Park; luego los altos mandos suspendieron la operación y esas unidades han acabado aisladas. Ahora se encuentran incomunicadas de su fuerza principal y no reciben ningún tipo de abastecimiento.

Los suboficiales dejan de sonreír. Si se deja de reabastecer a las unidades militares de la zona, con el tiempo, éstas empezarán a saquear para sobrevivir, y una vez que un ejército ha cruzado esa línea, deja de ser un ejército y se convierte en chusma, en una parte del problema en lugar de ser la solución.

—Entretanto, a Dixon le queda poca comida, munición y combustible —prosigue Bowman—. Ha perdido uno de cada cuatro hombres y ahora es el gobernador y el jefe de policía de facto de una isla con casi quinientas mil personas de población. Eso quiere decir medio millón de personas que cada vez están más hambrientas, más enfermas y más cabreadas.

Los sargentos esconden el rostro en las tazas de café en un gesto de abatimiento. Bowman vuelve al mapa y señala las comisarías donde al menos unos cuantos policías intentan resistir, el distrito financiero y los edificios municipales —ocupados por la morralla de las unidades de la Guardia Nacional y las unidades de asuntos civiles de la brigada— y el número veintiséis de Federal Plaza donde, al parecer, se han refugiado un puñado de agentes del FBI, funcionarios de inmigración y jueces federales junto a sus familias. Manhattan está plagado de islas y bolsas de unidades amigas, pero ninguna tiene la fuerza suficiente para reunirse con otras unidades. Los marines de Battery Park bien podrían estar en la luna. El único terreno que en realidad controla cualquiera de esas unidades es el que tiene bajo sus pies.

McGraw cree que podría haber cincuenta, incluso cien mil perros rabiosos, sólo en Manhattan. Su número creció con rapidez porque el problema se originó principalmente en los hospitales donde había miles y miles de personas indefensas y fácilmente infectables, como yesca a la espera de una chispa. La buena noticia es que la población de perros rabiosos ya no parece crecer tan rápido como lo hacía antes. Los hospitales se encuentran desiertos y la mayoría de las personas se quedan en sus casas, privando así al virus de una abundante fuente de víctimas. De cualquier manera, al haberse concentrado en unos grupos tan enormes, parece ser que los perros rabiosos acaban matando a todos los que encuentran en su camino en lugar de infectarlos. Pronto, el número de perros rabiosos en la calle comenzará a menguar conforme empiecen a morir. La guerra acabaría dentro de poco si todo el mundo se quedara a cubierto y esperase.

Alguien pregunta qué son los tres recuadros amarillos en Brooklyn y en Queens.

—Ahora iba a explicarlo —responde Bowman—. Por lo que sé, son desertores. Por el momento ninguno de los grupos supera el tamaño de un pelotón, pero es otra de las cosas de ahí fuera de la que tiene que preocuparse la 25ª Brigada.

Los sargentos se miran los unos a los otros. El país debe de estar al borde del colapso si el ejército empieza a desmoronarse.

—Pero el verdadero problema no es que la gente abandone el ejército —explica el teniente, y añade rápidamente—: El verdadero problema es que el ejército nos abandona a nosotros, por lo que parece.

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