Desliza un dedo por la costa oeste de Brooklyn, una extensa mancha verde.
—Aquí se encuentra el 2º Batallón, 25ª Brigada, con el coronel Guzmán al frente. Es una buena posición.
Y luego pasa el dedo por encima de otra mancha verde a lo largo de la costa norte de Queens.
—Aquí hay dos compañías del 1.er Batallón, 25ª Brigada comandadas por el coronel Powers. Le dieron una buena paliza anoche y resiste a duras penas.
Bowman señala una «X» de color rojo en el sur del Bronx.
—Ésta es la última posición conocida de las otras dos compañías del 1.er Batallón, 25ª Brigada, con el capitán Marsh al mando. Hemos perdido todo contacto con ellos. Se cree que pueden haber sido aniquilados.
Los suboficiales murmuran y rebullen, de pronto inquietos y enfadados.
Bowman da unos golpecitos con el dedo sobre un recuadro azul del centro de la ciudad.
—Aquí estamos nosotros. 1.er Batallón, 8ª Brigada.
Señala un rectángulo azul en Nueva Jersey, hacia el oeste.
—Y aquí el 2º Batallón, con el coronel Rose al mando —informa Bowman—. Somos lo que queda de los Ochos Locos.
—Un momento, ¿y dónde está Cuarentena? —pregunta uno de los suboficiales.
Bowman niega con la cabeza.
—Hemos perdido el contacto con Cuarentena. El coronel Winters y su puesto de mando están desaparecidos en combate. Tratamos de…
Bowman deja de hablar cuando los suboficiales empiezan a hacerlo entre ellos en voz alta.
El cuartel general de Cuarentena, junto con su logística y las señales de radio —incluida la red de la brigada— han desaparecido sin dejar rastro, al otro lado del río Hudson, en Jersey.
—¡Atención! —grita Kemper, y hace que se callen al momento.
—Están embarcando a la 25ª para llevarla a las costas de Virginia —explica Bowman—. Inmunidad se retira de la región. Por lo que sé, la nueva estrategia es reagruparse en las zonas rurales del país donde la población de perros rabiosos es menor y se encuentra más dispersa. En particular, en las Grandes Llanuras del centro del país…
—¿Y qué pasa con nosotros, teniente? —pregunta McGraw—. ¿Qué hacemos aquí?
Bowman hace un gesto de interrogación con la cabeza.
—Ése es el quid de la cuestión. Si les soy sincero, no lo sé. De momento, a la 8ª Brigada no le han dado ninguna orden de evacuación, y nuestra división no nos explica por qué.
—¿Qué pasa con Los Ángeles? ¿También la están abandonando? Yo tengo familia allí, señor.
—¡Es una desgracia, maldita sea!
Varios sargentos empiezan a gritar, todos a la vez.
—Ya les he contado todo lo que sé —grita aún más fuete Bowman para hacerse oír por encima del vocerío.
Sherman se abre camino a empellones entre la multitud. Llega junto a Kemper y le entrega un trozo de papel.
—Nos atrincheraremos aquí durante un tiempo y reorganizaremos nuestra unidad —continúa Bowman—. También empezaremos a entrenarnos para una nueva misión.
Kemper lee la nota y fulmina con la mirada al operador de radio. La cara del suboficial se enciende.
—Intentaremos recuperar los suministros del cuartel general de la compañía que quedaron abandonados después de que ellos se vieran superados —continúa Bowman—. Almacenaban armas, víveres, agua y medicinas. Un depósito de munición. Si no lo hacemos nosotros, lo harán los civiles. Necesitamos esos suministros para continuar siendo eficaces en combate.
—¿Y cómo vamos a ir hasta el cuartel general? —pregunta Ruiz—. Se encontraban a unos dos kilómetros de aquí cuando los aniquilaron.
—Improvisaremos —responde Bowman con una sonrisa.
Kemper se acerca al teniente y le susurra algo al oído. Cuando acaba, es patente que Bowman está enfadado y los sargentos se preguntan la razón.
—Póngalo en el mapa —ordena el teniente.
El sargento de pelotón dibuja una línea de color amarillo alrededor del 2º Batallón en Jersey. Bowman se da la vuelta y mira a los suboficiales.
—Jake acaba de recibir órdenes de la división de que tenemos que evitar cualquier tipo de contacto con el 2º Batallón —informa Bowman—. El coronel Rose y su oficial ejecutivo, el mayor Boyle, han muerto. Está confirmado. El capitán Warner está al mando y rehúsa acatar las órdenes.
54. ¡Contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!
McLeod termina de fregar el pasillo que lleva al Asilo —así llaman los chicos al ala donde se ha confinado a los soldados infectados— y vuelve atrás, leyendo los nombres grabados en las tablas que clavaron en las puertas. Ya hace tiempo que no reciben visitas. Los «internos» se han convertido en perros rabiosos.
Pasa junto a una puerta: James Lynch.
Detrás de la puerta recubierta con tablones, se oyen las pisadas de botas y los gruñidos de un rabis.
—Si vivierais un poco más, me uniría a vosotros —dice McLeod—. En vista de que, según parece, vuestro bando está llevando las de ganar.
James Lynch gruñe y carga contra la puerta con el hombro. McLeod da un paso atrás y casi derrama el contenido del cubo. Pasillo abajo, el soldado Becker, del tercer pelotón, que está apostado como centinela, lo mira y menea la cabeza en un gesto de reproche.
McLeod le sonríe abiertamente y lo saluda. Entonces mira el reloj: hora del rancho. Decide ir a comerse la ración al tejado y observar al sargento Lewis abatir rabis con el fusil.
Cuando llega al tejado se lo encuentra desierto a excepción de un sonriente soldado Williams, que va cogido de la mano con una de las civiles. La pareja desaparece detrás de una de las unidades de ventilación.
McLeod se acerca al antepecho, deja la ametralladora y mira a la ciudad.
«Nueva York. Menuda vista. Incluso muriéndose de este terrible cáncer, es preciosa».
—¡Contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad! —declama McLeod al aire fresco, recitando un poema que leyó una vez en clase de lengua, en lo que ahora le parece una vida pasada—.
Allah akhbar
.
La ciudad nunca ha estado tan tranquila. No hay coches en marcha, ni sirenas estridentes, ni murmullo de voces. El humo de los fuegos no controlados se eleva entre los edificios. La basura y los excrementos se tiran por las ventanas a las calles infestadas de cuerpos.
«Gracias a Dios que el viento sopla hacia el sur y se lleva todo el hedor hacía el océano».
Un solitario helicóptero zumba en la distancia. McLeod ve que se trata de un helicóptero de reconocimiento. El apoyo aéreo de la división ya no gasta más combustible ni proyectiles en la ciudad de Nueva York. Ahora el cielo pertenece a las aves que se dan un banquete con los muertos.
Rasga el envoltorio de plástico de su ración de comida preparada y mira hacia la calle.
Está desierta. Aunque el sargento Lewis estuviera aquí arriba, no tendría nada a lo que disparar, a excepción de la basura acumulada y una manada de perros asilvestrados. Dentro de poco, ni siquiera habrá perros.
Al igual que cuando se contemplan los picos nevados de una cordillera, al pasar el efecto de la majestuosidad de la escena, el
skyline
de Nueva York no podría resultar más deprimente para la supervivencia humana. No hay dinero, sólo una economía de trueque con pocas cosas que trocar. Son contadas las personas con las habilidades necesarias para sobrevivir a los próximos meses. No hay electricidad, ni agua corriente, ni alcantarillado, ni sistema sanitario; poca esperanza para el futuro.
«Y, por supuesto, si sales de casa en las próximas semanas, probablemente te matarán. Por cierto: a largo plazo, tus perspectivas aún son peores».
Al otro lado de la calle, alguien ha pegado un cartel en la ventana de una de las oficinas que reza: Atrapado, socorro. No parece haber nadie en la oficina.
—¿Te importa si te hago compañía?
McLeod se da la vuelta y ve a un hombre de mediana edad que juguetea con un transistor. Viste un elegante pantalón de traje, un jersey de punto y corbata
—¡Qué va! Acércate. —McLeod hace un ademán con la cabeza en dirección a la radio—. ¿Qué coges?
—Nada local, por supuesto —responde el hombre alegremente—. Pero recibo las emisoras de noticias de Pittsburgh por la AM. El gobierno tiene una cura para la enfermedad del Perro Rabioso, dicen. Sólo es cuestión de tiempo que se arreglen las cosas y volvamos a la normalidad.
McLeod comprueba la comida. Costillas de cerdo y sopa de almejas para acompañar. Abre la bolsita de salsa barbacoa y unta las costillas con ella.
—¿Tú lo crees? —pregunta McLeod.
—Sí —responde el hombre.
—¿A qué te dedicabas antes?
—Soy catedrático de la Universidad de Columbia.
—Yo iba a ir a la universidad.
—Y aún puedes hacerlo, muchacho. Tienes toda la vida por delante. —El hombre deja la radio sobre el antepecho y saca una pipa—. ¿Te molesta si fumo?
—Adelante, catedrático —responde McLeod con la boca llena de comida.
—Puedes llamarme doctor Potter.
—De acuerdo, doctor Potter.
—Estoy de broma, hombre. Llámame Dave.
McLeod se encoge de hombros.
—De acuerdo, Dave.
Los dos escuchan la radio juntos. Un periodista resume un comunicado realizado por la Secretaría de Salud y Servicios Humanos horas antes.
«Bla, bla, bla, bla», piensa McLeod.
—¿No hay noticias locales, Dave? —pregunta a continuación.
La pregunta parece desconcertar a Potter, quien termina de encender la pipa antes de contestar. Las volutas de humo huelen a cereza.
—No —responde Potter—. Siempre informan desde el búnker de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias en Mount Weather, Virginia. Cosa natural teniendo en cuenta que allí es donde está el gobierno en la actualidad. La CNN, la MSNBC y la CBS también emiten desde allí. Siguen en el aire. Es una buena señal.
McLeod mastica más despacio, deprimido de repente, hasta que casi es incapaz de tragar.
La verdad es que las emisoras ya no funcionan en realidad. Sólo repiten lo que sea que el gobierno les cuenta. Los medios de comunicación, al igual que todas las otras instituciones reconocidas por los americanos, se han visto reducidas a simples fachadas. Es tan obvio que hasta un tipo como él se ha dado cuenta.
—Tengo el presentimiento de que nunca iré a la universidad —dice McLeod.
«Lo que significa que, después de todo, tendré que aprender a ser un soldado», se dice a sí mismo. Duda de que vaya a tener otras opciones de trabajo en un futuro próximo. Ser soldado quizá no sea la mejor profesión, pero supera con creces a «carroñero» o «siervo».
McLeod se estremece cuando dos aviones de combate rugen en el cielo justo encima de él, proyectando sombras trémulas sobre el tejado durante un instante. Son dos F-16 Flying Falcons de las fuerzas aéreas norteamericanas, la USAF. Más de trece toneladas de empuje capaz de acelerar a unos dos mil cuatrocientos kilómetros por hora.
—Fíjate en esos mamones —comenta McLeod.
Los aviones atraviesan el cielo al unísono hasta que desaparecen detrás de los edificios hacia el suroeste. Al parecer han reducido la velocidad conforme se acercaban a la ribera del East River.
—Tendría que haberme alistado en las fuerzas aéreas —añade McLeod—. Por lo que sé, los rabis no saben volar.
Momentos después, los aviones regresan dirigiéndose a toda velocidad hacia el noroeste. Cuatro puntos negros salen de sus barrigas y caen rápidamente, surcando el cielo y precipitándose al suelo en una trayectoria balística.
—¡Joder! —exclama McLeod.
Cada punto es una bomba no guiada de novecientos kilos.
—¿Ocurre algo? —pregunta Potter dando una calada a su pipa.
Los puntos se pierden de vista y, un instante después, aparece un destello de luz seguido por un trueno ensordecedor. Una columna de humo negro se eleva sobre el paisaje urbano del sur de Manhattan.
—En el nombre de Dios, ¿qué ha sido eso? —grita Potter para hacerse oír por encima del estruendo.
—Creo que las fuerzas aéreas acaban de abrir un buen boquete en el puente de Williamsburg, Dave —responde McLeod, que menea la cabeza con asombro al ver cruzar el cielo a otro par de F-16 en dirección sur—. Tiene toda la pinta de que están cerrando Manhattan a cal y canto.
55. El último hombre que queda en pie
Hace cuatro días, el 1.er Batallón contaba con más de seiscientos cincuenta efectivos. Ahora, tan sólo tiene una fuerza lista para combatir inferior a los doscientos hombres. Todos los oficiales han muerto o se encuentran desaparecidos en combate, excepto el teniente Todd Bowman y los otros dos tenientes supervivientes de los cuatro pelotones de la compañía Charlie.
Bowman trasmite dicho informe después de que Inmunidad —el indicativo de llamada del centro de mando de división del general Kirkland— contacte con Perro de guerra Dos en un barrido de unidades para ver cuáles siguen operativas en la zona.
Sujetando el auricular del equipo SINCGAR contra la oreja, Bowman se encuentra en posición de firmes, con la espalda erguida y la vista al frente, a pesar de que en el despacho del director de la escuela no hay nadie más que Jake Sherman, quien está sentado cerca del teniente mordisqueándose la uña del dedo pulgar. Los oficiales más noveles suelen reaccionar de este modo en las contadas ocasiones que los llama un general.
Kirkland felicita a Bowman por mantener a su tropa intacta, lo nombra comandante de brigada y, en reconocimiento a sus logros en el campo de batalla, lo asciende al rango de capitán en ese mismo momento.
Por lo que parece, resulta complicado deshacerse de las viejas costumbres. Después de todo lo que ha visto, la inusual promoción sorprende a Bowman mucho más de lo que le ha sorprendido cualquier otra cosa de las que han pasado últimamente.
Kirkland le dice que tiene una misión para él.
Después de terminar la llamada, el ahora capitán Bowman mira a Sherman.
—Jamás dejan de sorprendernos —dice Bowman.
—Felicidades por su ascenso, señor —responde el operador de radio con una sonrisa radiante en la cara.
—Gracias, Jake. Aunque me lo hayan concedido por ser el último hombre que queda en pie.
56. Un simple malentendido
Bowman sale del despacho y ve a los suboficiales, que esperaban a que regresara tomando café y charlando en voz baja unos con otros en la zona común de trabajo.