Nueva York: Hora Z (25 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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El científico tose y escupe, se golpea los ojos que le arden y aúlla; entonces enloquece. Mueve los brazos alrededor de la cabeza como un loco y se muerde las manos y los antebrazos, escupiendo espuma al aire en todas direcciones. Petrova se lo queda mirando asombrada mientras él se rasga la ropa y se arranca trozos de carne, y se empapa la cara y los brazos con sangre.

Unos setenta y siete kilos de presión por centímetro cuadrado.

Petrova se aleja paso a paso, luego se da la vuelta y echa a correr, dejando a Lucas con su furia ciega, aullando y rasgándose la ropa y la carne. Cuando llega al centro de mando de seguridad, Valeriya tiembla tanto que casi ni puede abrir la puerta.

En la pantalla, la mujer rubia levanta un cartel que dice: Me habéis obligado a hacerlo.

Junto a ella hay varios hombres con una expresión preocupada en el rostro que obligan a ponerse de rodillas al otro miembro de la Guardia Nacional, aún con las manos atadas a la espalda.

Petrova observa, paralizada por este nuevo drama.

La mujer tira el cartel al suelo, se acerca a una de las enfermas tumbadas en el suelo —una jovencita— y le pasa la mano por la cara hasta que le queda cubierta de mucosidad. La rubia levanta la mano por encima de la cabeza y la muestra a la cámara.

—Dios —susurra Petrova—. No, no, no. Por favor, no lo hagas.

La boca de la rubia se mueve sin sonido mientras se acerca al soldado. Éste tiene los ojos desorbitados y comienza a forcejear frenéticamente con sus captores, que a duras penas logran inmovilizarlo.

La rubia le pasa la mano llena de mocos por la cara y los labios, y luego empieza a escribir otro mensaje, que muestra a Petrova a continuación: Sólo vosotros podéis salvarlo.

—¡No tenemos ninguna vacuna, zorra estúpida! —grita Petrova, y lanza el extintor contra la pared—. ¡Dejad de matar a gente!

La ira que le bullía en el interior ha comenzado a salir. Se acerca corriendo a la interfaz gráfica del sistema de seguridad y empieza a estudiarla.

—Así que queréis entrar —murmura disgustada. La furia se refleja en su voz—. Es lo que queréis, ¿verdad? Pues ahora veremos.

Petrova aprieta un icono en la pantalla, y éste pasa de color rojo a verde.

En la pantalla, la muchedumbre está desconcertada y, de repente, estalla en gritos, carcajadas y abrazos, señalando alguna cosa que tiene lugar fuera de la pantalla. La rubia baja la vista hacia el soldado, quien a su vez mira al suelo. Entre el gentío esperanzado, sólo ellos dos están llorando.

La gente señala hacia el vestíbulo de ascensores. Han vencido a los tercos científicos que acaparaban la vacuna.

Los ascensores están bajando.

Capítulo 10

46. ¿Sabéis?, mi padre…

Descalzo y sentado junto al saco de dormir en el suelo del aula en la que se ha instalado la primera escuadra, Mooney limpia la carabina. Hay que hacer una limpieza a fondo después de haber disparado tanto. Quiere que el arma siga operativa —no que esté lista para un desfile—, así que la desmonta y elimina la suciedad con rapidez. A su alrededor, otros soldados hacen lo mismo; se preparan para la acción. La habitación huele a calcetines sudados y a productos de limpieza.

Wyatt entra en la habitación con aire arrogante y una bolsa de basura en la mano izquierda. Por detrás de Wyatt, Mooney ve a uno de los chicos de la segunda escuadra fregando el suelo del pasillo. Silba mientras trabaja.

«La gente se muere, el mundo se acaba, pero al ejército le gusta mantener las cosas limpias —piensa Mooney—. Será un bonito, pulcro y ordenado Armagedón. Por favor, que el último hombre con vida apague la luz».

—Botín —anuncia Wyatt, que derrama el contenido de la bolsa en el suelo delante de Mooney, donde se forma un pequeño montón de barritas de chocolate medio derretidas, cartones de zumo, latas calientes de refresco, pastelitos rellenos de crema, magdalenas y donuts.

Los chicos silban y miran el botín con envidia.

—¿Qué te parece, Mooney? —pregunta Wyatt con esa sonrisa ladeada tan suya que hace que las grandes gafas de pasta marrón del ejército parezcan estar torcidas. Los chicos las suelen llamar «GCN» o gafas de control de natalidad, porque no hay manera de echar un polvo llevándolas puestas.

Mooney estudia a su compañero durante unos instantes mientras frota el cañón de su arma con un trapo. Comienza a tener la impresión de que ha adoptado al soldado Joel Wyatt, aunque no tiene la certeza de saber el porqué, puesto que, llegados a este punto, casi no soporta al excéntrico soldado. O quizá es Wyatt quien lo ha adoptado a él y Mooney no es lo suficientemente fuerte como para resistirse: Joel Wyatt puede ser como una fuerza de la naturaleza. De cualquier manera, cuando tienes la sensación de que vas a morir pronto, te vuelves una persona más indulgente. Lo irritante deja de ser real y de tener importancia. Y si no, que le pregunten a Billy Chen si las pequeñeces se la traían floja antes de volarse la cabeza.

—¿De dónde has sacado todo esto, Joel? —pregunta Ratli.

—He petado las taquillas de los niños ricos —responde Wyatt, radiante, mientras rebusca en el montón de dulces con las manos. Luego, puntualiza con rapidez—: No tiene pinta de que vayan a regresar.

Ratli empieza a reírse, pero el sonido se debilita rápidamente.

—Si sigues tocando las cosas de los demás, al final te pondrás enfermo, Joel —lo reprende Mooney, aunque después lo piensa mejor y añade—: Anda y que le den. Pásame la barrita de Mars.

—¿Cuál es la palabra mágica?

—Ahora —contesta Mooney, ceñudo.

Wyatt sonríe de nuevo con la boca llena de chocolate y le entrega la barrita.

Mooney le da un mordisco y lo saborea despacio. Acto seguido, devora el resto de la barrita, masticándola con rapidez hasta que los músculos de las mandíbulas protestan por la repentina sobrecarga. Esto sí que es algo por lo que vivir. No había comido nada en toda su vida que le supiera tan rico. Coge un cartón de zumo de manzana, le clava la pajita y lo engulle en un par de sorbos. El azúcar le repica en el cerebro como una campana.

—¡Eso es mío! —exclama Wyatt cuando Ratli se acerca a coger una bolsa de magdalenas.

—Hay de sobra para todos —dice Mooney.

—Eso es lo que tu madre… —empieza Finnegan, y la voz se le va apagando.

Nadie se ríe. En cambio, las miradas de los chicos se pierden en algún punto del infinito y el ambiente se empieza a enrarecer, como si fuera un veneno de acción rápida. Mooney no lo soporta más.

—¡Que todo el mundo se acerque y coja algo! —dice Mooney—. Invita Joel.

Los chicos se abalanzan sobre la pila y casi se lo llevan todo.

—¡Gracias, Joel! —gritan los muchachos.

—Sí, muchas gracias —le dice Wyatt a Mooney con ironía.

—Te hemos nombrado nuestro nuevo oficial encargado de levantar la moral —responde Mooney.

—¿Y eso? ¿Acaso el discurso del teniente no nos levantó los ánimos a todos? «Esto… Buenos días, caballeros. Soy el teniente. Bla, bla, bla. Esto… El mundo se acaba y aún estáis en el ejército».

Los chicos se ríen mientras mordisquean los dulces.

—Por casualidad no encontrarías una cerveza en las taquillas, ¿verdad, Joel? —le pregunta Finnegan.

—¿O un par de porros, quizá? —inquiere Carrillo, riéndose.

—¿Y Valium? —dice Ratli.

—¿
Whisky
?

—¿Codeína?

—¿Heroína?

Los soldados dan la impresión de estar de broma, pero Mooney se da cuenta de que no lo están ni por asomo. Hace poco que los chicos se han enterado de que el camino del deber conduce ahora a darse de morros contra una pared de ladrillos, afrontando una elección que Billy Chen se negó a aceptar y que ellos mismos aún intentan evitar. Ya no saben a qué ni a quién se deben. No quieren tener nada que ver con la guerra total del teniente Bowman, pero no ven ningún modo de dejar el ejército ni de marcharse a casa, que, por otra parte, tal vez ni siquiera existe ya.

Unas pocas horas de evasión serían bienvenidas.

—Yo tuve un profesor que guardaba una botella de
whisky
en el cajón del escritorio —explica Finnegan—. Durante la hora de la comida, nos colábamos a hurtadillas en la clase y echábamos un par de traguitos, y luego la rellenábamos con agua.

—No me puedo creer que me graduara en el instituto hace sólo un año y medio —dice Carrillo, con la vista clavada en las mesas de los alumnos apiladas contra la pared en el otro extremo de la habitación—. Anda que no he visto mierda, tíos.

—Con dieciocho, como si tuviéramos cuarenta y cinco —sentencia Ratli. Mooney sonríe al tiempo que asiente con la cabeza.

—Tíos, lo que daría por conseguir una botella de Budweiser bien fría —dice Finnegan.

—¿Una Bud? —contesta Ratli—. Heineken es la mejor.

—Yo sólo bebo cosa fina —presume Carrillo—. Guinness de barril.

—A Carrillo le gusta comer cerveza.

—Las cervezas nacionales son agua amarilla, chicos. Bebéis meados carbonatados.

—A mí me gusta la Bud.

—¿Qué opináis de la Corona?

—Eh, chicos, ¿cuál es la diferencia entre una mezcla, una negra o una tostada? Nunca lo llegué a entender.

Rollins se acaba su barrita de chocolate y suspira mirando el envoltorio con añoranza.

—Se me acaba de ocurrir lo siguiente —empieza Rollins—: Si las cosas están tan mal como dice el teniente, me pregunto si seguirán produciendo estas barritas o, por lo contrario, no habrá más que esto durante un tiempo.

—O películas —añade Finnegan—. Conciertos en directo, partidos de fútbol americano. La revista
Hustler
.

—La PlayStation —sigue Wyatt—. La edición de bañadores de
Sports Illustrated
.

—Tías buenas, drogas,
rock’n’roll
y cerveza —dice Ratli.

—A mi viejo no le va a gustar —dice desde el otro lado de la habitación el cabo Eckhardt, que cepilla el percutor y el montaje de perno de la carabina con un cepillo de dientes y disolvente para eliminar los residuos de carbono—. No puede vivir sin cerveza. Es capaz de beberse una docena de latas en una noche, desmayarse, levantarse por la mañana e ir a trabajar.

—Parece un tío fenomenal —se burla Wyatt.

—Mi viejo es un psicópata. Si hay alguien capaz de sobrevivir a esto, es él.

—Mi padre es contable —dice Finnegan—. Odia la violencia. Casi le da un infarto cuando me alisté en el ejército y se enteró de que me enviaban a Iraq.

—Pues mi padre tiene el sótano lleno de armas —comenta Carrillo—. Quiere más a su AK47 que a mi madre. Es un verdadero capullo. Los capullos como él siempre sobreviven.

—Eso nos da una idea de cómo será el mundo que salga de este montón de mierda —dice Mooney.

—Sí, todas las mariconas morirán —apostilla Eckhardt.

—Y los psicópatas serán los amos del cotarro —concluye Mooney—. Pensadlo.

Los soldados se quedan en silencio, intentando no pensar en ello.

—Mi chica… —dice Ratli en voz baja pero convencida, casi para sí—. Ella es fuerte. Le irá bien. Su padre tiene una pistola. Yo le enseñé a utilizarla. Lo va a conseguir.

Finnegan mira por la ventana con los ojos entrecerrados a causa de la luz. De pronto, comienza a reírse de un modo incontrolado. Todos se lo quedan mirando.

—¿Sabéis?, mi padre… —empieza a explicar, pero se calla de golpe. La risa se desvanece y la cara se le queda vacía de toda expresión.

Momentos después, una sirena antiaérea comienza a sonar en algún lugar del Midtown de Manhattan interrumpiendo la melancolía de los chicos. A modo de respuesta, otra sirena empieza a sonar, y luego otra, metálica y lejana. El sonido enervante crece hasta convertirse en algo casi ensordecedor.

Mooney mira por la ventana. La escasez de luz le indica que ya es entrada la tarde. Para ser exactos, las diecisiete-cero-cero.

El toque de queda se ha impuesto en toda la ciudad.

Lentamente, los chicos se ponen en pie. El plan es improvisar algo para cenar. Después, les toca asistir a un funeral.

Dentro de dos horas el sol se pondrá, y entonces sí que estará oscuro.

47. Un hombre en el lugar adecuado, en el momento adecuado, puede marcar la diferencia

Tres oficiales de policía, vestidos de pies a cabeza con el equipo antidisturbios de color negro, chaleco protector y los voluminosos cascos con la visera transparente, caminan despacio calle abajo; hojas sueltas de periódicos les revolotean entre los pies y se les enganchan en las piernas. Uno de los policías se apoya en su compañero, mientras que el tercero —una mujer alta a la que le sobresale una trenza por debajo del casco— cierra la marcha arrastrando el escudo balístico transparente. Todos están cansados, pero ahora le toca luchar a ella. Al principio, caminaron en dirección este, pero se perdieron y ahora van hacia el oeste, hacia el sonido de los disparos.

Los disparos significan gente. Seguridad.

La noche cae. A su alrededor, las farolas se iluminan y vuelven a la vida en el ocaso.

Como si hubieran estado esperando esta señal, dos perros rabiosos salen corriendo desde un bloque de pisos cercano, pasan unos andamios empapelados por completo con unos carteles que anuncian la gira de despedida de una estrella de música
pop
entrada en años y avanzan entre aullidos hacia los policías antidisturbios.

La mujer adopta una postura de combate, levanta la porra y el escudo, mientras que sus compañeros se agachan detrás de ella, jadeando.

La policía respira hondo, espera a que se acerquen los perros rabiosos, y entonces da un rápido paso lateral para evitar al primero, un hombre de mediana edad vestido con el uniforme de personal de un hospital; el hombre pasa corriendo a su lado y resbala hasta detenerse. Segundos después, el otro perro rabioso, un hombre enorme enfundado en un mono de trabajo, salta gruñendo sobre ella. La mujer lo placa con el escudo, dejándolo aturdido, y descarga con fuerza la porra sobre su cabeza, matándolo al instante. Luego pivota y golpea de revés con el escudo al primer hombre, haciéndolo trastabillar hasta que tropieza.

Con los hombros vencidos por el peso del equipo protector y las armas, la mujer se tambalea hacia atrás, casi exhausta por el esfuerzo. El hombre lucha frenéticamente para ponerse en pie y empieza a moverse de un lado a otro delante de ella, como un gato nervioso, aullando.

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