Nueva York: Hora Z (24 page)

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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

BOOK: Nueva York: Hora Z
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»No se merece arrebatárnoslo todo. Sólo es una máquina. Un código con vida. Matará y destruirá todo lo que se le ponga por delante sólo para que los huéspedes mueran a su vez, uno tras otro. El virus desaparecerá tan rápido como apareció, dejando desesperación y ruinas a su paso. Y este equipo de seguridad y todas las demás máquinas creadas por los humanos permanecerán aquí, pudriéndose durante años bajo capas de polvo. Quizá nuestros descendientes las descubrirán en las generaciones venideras y no sabrán qué son.

»No es justo…»

Un repentino estallido de ira le proporciona la fuerza necesaria para mover la mano.

Con un gran esfuerzo, alarga los dedos hacia la alfombra. El cuerpo los sigue, tan lento como un caracol pero con la misma decisión. El miedo la abruma con su propia y peculiar gravedad, y Valeriya se pregunta si lo conseguirá. Pero al poco tiempo se encuentra de pie, mirando las pantallas de seguridad, donde ve a Sandy Cohen destrozada y tendida en el suelo al otro lado de la puerta.

Muerta.

«Sólo somos carne para ellos —piensa Petrova—. Nos consumen y luego tiran el envoltorio».

Incluso el aire parece pesarle en los pulmones.

«Si no quieres morir aquí, ponte a hacer cualquier cosa», se dice a sí misma.

Petrova clava la mirada en un paquete de cigarrillos que hay sobre la mesa. Jackson era fumador. Ella lo dejó hace cuatro años, antes de quedarse embarazada de Alexander. Desde entonces no ha tocado un cigarrillo.

«Sólo uno. Para ayudarme a pensar», se convence Petrova.

Enciende el cigarrillo y aspira profundamente. Por extraño que parezca, en parte se siente culpable por fumar en un espacio público. En más de un sentido, las viejas costumbres nunca mueren. Tose, da otra calada y ya no tose. Es como montar en bicicleta. Instantes después, la cabeza se le va un poco por la nicotina.

«Tanto esfuerzo para nada», piensa.

Dejarlo había sido un tormento, y ahora lo tira todo por la borda por tres cuartas partes de un paquete de Marlboro Lights. Y ni siquiera son mentolados, sus preferidos. Por otro lado, entre la epidemia y los perros rabiosos, duda que vaya a haber abundancia de cigarrillos en ninguna parte en los días venideros. Quizá nunca más.

De pronto se da cuenta de que no le queda mucho tiempo. La corriente se puede ir de nuevo, y, si no vuelve, no habrá forma de sobrevivir.

Empieza por inspeccionar lo que la rodea. La mayoría de los cajones de la mesa están llenos de informes, registros, material de oficina y manuales viejos. En el cajón de abajo hay una botella de
whisky
medio llena, un cartón de cigarrillos casi entero, un condón, un ejemplar muy manoseado de una revista erótica llamada
Juggs
, una bolsa de cacahuetes salados y un portapapeles con una especie de horario de adiestramiento. Coge la bolsa de cacahuetes y la devora con avidez.

«Perfecto —se dice a sí misma—. De lo único que tengo de sobra son cigarrillos y pornografía».

En una de las taquillas de almacenamiento encuentra linternas. Las coge, las prueba y las deja a un lado.

Pero no hay pistolas ni ninguna otra arma. Petrova sabe que el personal de seguridad va equipado, como mínimo, con una porra y un táser. Pero, o Jackson los lleva consigo, o los ha perdido durante la pelea o los ha abandonado después de la misma. Eso la deja sólo con el palo de golf, junto al cual coloca un pequeño extintor de acero y un cúter.

Petrova encuentra el baño en una habitación contigua y lo utiliza, además de fumarse un segundo cigarrillo sentada en el inodoro, con la puerta abierta y la luz apagada. Durante un instante, el humo del tabaco le mitiga el hambre.

Chasquea los dedos, se levanta y tira de la cadena. Se detiene frente al lavabo e, intentando no verse reflejada en el espejo, se lava la cara y las manos deprisa y se las seca con toallas de papel. Luego, vuelve al puesto del operador.

El sistema de seguridad debe tener una manera de impedir la migración de las toxinas y los microbios trasmitidos por el aire en caso de emergencia.

Con un primitivo grito de victoria, Petrova logra apagar el sistema de ventilación tras varios minutos, e inmediatamente el helado aire acondicionado deja de erizarle la piel. Dentro de poco, el ambiente se enrarecerá, pero al menos ya no pasará frío.

Este pequeño acto de control le infunde una sensación de optimismo y la llena de valentía.

—Lo siento mucho, Sandy —se disculpa frente a la cámara, y cambia la imagen.

Para salir de aquí, debe escaparse o conseguir que la rescaten.

45. No mires atrás

Marsha Fuentes está tendida en el suelo de uno de los pasillos del auditorio, sufriendo convulsiones y estremeciéndose de dolor. Lucas está en el vestíbulo de ascensores, pestañeando y olisqueando el aire. Saunders se encuentra en el laboratorio del ala oeste, andando arriba y abajo. Stringer Jackson sigue delante del espejo, meciéndose adelante y atrás; el ojo destrozado supura mucosidad y la baba cae por los labios.

Se ha convertido en uno de ellos.

Abajo, en el vestíbulo principal, la rubia guapa parece discutir con algunos hombres de su grupo. Sostiene una pistola en la mano, con la que se va dando golpecitos en la pierna mientras habla. Esa gente ya se ha dado cuenta de que cuando el instituto pasó a modo de aislamiento, no sólo quedó sellado el laboratorio, sino también todo el edificio. Están cabreados.

Detrás de la mujer, Petrova ve un grupo de gente tendida en el suelo. Víctimas del Lyssa. Varias personas del gentío están enfermas y empeoran por momentos. Pero ninguna de ellas parece haberse convertido en perro rabioso. Al menos, aún no.

«Las probabilidades de que suceda con el virus Lyssa normal, el trasmitido por vía aérea, son muy bajas», recuerda la científica.

La rubia agita la pistola por encima de la cabeza y apunta a los enfermos. Los hombres con los que discutía se alejan.

A regañadientes, Petrova aparta la vista de la pantalla. Si la tienen que venir a rescatar, debe actuar con rapidez. Recoge el extintor, el cual tiene la intención de utilizar como proyectil, y el palo de golf. El cúter se lo guarda en el bolsillo como último recurso. Respira hondo delante de la puerta, dubitativa.

Una de dos: o hace esto o se refugia bajo la mesa.

Se quita los zapatos para hacer menos ruido al andar, abre la puerta y sale con cautela.

No hay nadie en el pasillo a excepción de los cadáveres y el silencio sepulcral. Pasa rápido junto al cuerpo de Sandy Cohen, tirada como una marioneta a la que le han cortado las cuerdas; tiene las extremidades dobladas en unos ángulos extraños y la cara girada en una postura antinatural. Pasillo abajo, pasa aún más rápido junto al cuerpo de Baird, tumbado de costado como un toro sacrificado. El eco de las pisadas recorre los distantes pasillos.

Doblando una esquina, se acerca sigilosamente al aseo donde Sims continúa en el suelo, manteniendo bloqueada la puerta con su cuerpo ya rígido. Stringer Jackson está dentro.

«Ahora viene la parte complicada».

Petrova cruza por delante de la puerta, intentando que Jackson no se dé cuenta de su presencia.

Pero inmediatamente, el guardia de seguridad empieza a gruñir.

—Oh, mierda —exclama Petrova, echando a correr.

A su espalda, la puerta se abre con violencia y golpea contra la pared con un estrepito ensordecedor. Jackson sale del aseo entre resoplidos y gruñidos y tropieza con el cuerpo de Sims.

«No mires atrás».

A su pesar, Petrova echa una ojeada por encima del hombro, reduciendo la velocidad, y ve como Jackson recupera el equilibrio y empieza a trotar detrás de ella, emitiendo un sonido entrecortado a través de los dientes babeantes. Una especie de lodo de color verde amarillento le supura del ojo.

Por su profesión, Petrova conoce todo tipo de datos sobre el cuerpo humano. Por ejemplo, sabe que las mandíbulas humanas ejercen una presión de unos setenta y siete kilos por centímetro cuadrado al morder.

Momentos después, la doctora derrapa frente a la puerta de su despacho y se mete dentro. Cierra la puerta de golpe, pasa el cerrojo, se apoya contra ella y reza para que resista el impacto.

Pero Jackson no intenta entrar a la fuerza, sino que comienza a gruñir y a pasearse por delante de la puerta. Ella oye al hombre olisquear el aire al notar a su presa cerca. Otra vez se encuentra atrapada, y esta vez no tiene acceso a las cámaras de seguridad.

Petrova deja el palo de golf y el extintor y se sienta a su mesa. Es un acto tan familiar que, por un instante, tiene la impresión de que todo ha vuelto a la normalidad. El salvapantallas de su ordenador muestra una fotografía a pantalla completa de Christopher, Alexander y ella sonriendo a la cámara. Christopher hizo la fotografía extendiendo el brazo todo lo posible por encima de sus cabezas. Alexander, en los brazos de Petrova, intenta alcanzar la lente. Tomaron la fotografía con una cámara digital, casi al final de un día perfecto en Central Park. La imagen la deja petrificada.

Jackson golpea la puerta con el hombro, alarmándola.

Es hora de ponerse a trabajar. Coge el teléfono, que emite un pitido con la señal de línea fuera de servicio. Lo mismo pasa con el fax. Petrova empieza a sudar por la frente y las axilas. Ha llegado al primer callejón sin salida.

Abre el servidor de correo del ordenador y comprueba si funciona. Parece que sí, que tiene una conexión con el mundo exterior.

Con una sonrisa, Petrova abre el sitio FTP seguro que el Centro para el Control de Enfermedades configuró para que los científicos pudieran compartir su trabajo. También sigue operativo. Tras hacer un barrido de los datos, selecciona todo lo relacionado con sus descubrimientos y vuelca los archivos en el servidor.

Mientras está subiendo la información, escribe un correo a sus contactos del CDC y del USAMRIID —enviando copia a tanta gente como es capaz de acordarse de la comunidad de virología— donde les hace un resumen de sus descubrimientos y les informa de que tiene una muestra pura de la cepa del Perro Rabioso. También les dice que tanto ella como sus colegas se encuentran cerca de elaborar una fórmula para la vacuna, pero que una muchedumbre ha irrumpido en el vestíbulo del edificio, con lo que los científicos se han quedado encerrados en el interior y piden que los rescaten. Después, pulsa «Enviar».

El plan es simple, pero cree que funcionará. A estas horas, el mundo exterior ya debe de saber que la cepa del Perro Rabioso es la amenaza real. El CDC querrá una muestra pura. Ella tiene la muestra, siempre que no se vaya la corriente eléctrica definitivamente y la muestra se eche a perder. Por encima de todo querrán una vacuna. Por eso ha mentido diciendo que estaban cerca de producir una.

Lo único que tiene que hacer ahora es esperar a que el gobierno venga a rescatarla. Un plan simple.

A no ser que los contactos de su lista de correos estén muertos.

A no ser que ya no existan ni el CDC ni el USAMRIID.

A no ser que alguien ya haya presentado la información que ella dice poseer.

El estómago le ruge. Petrova abre el cajón de su mesa y saca el bolso. Rebuscando en el interior encuentra una caja de caramelos Tic Tac con sabor a naranja, vacía el contenido en la palma de la mano y los devora con rapidez. Hace lo mismo con un paquete de chicles, sacándoles todo el sabor antes de tragárselos.

No hay ningún correo de Christopher en el buzón.

Trata de abrir la página web de
Te Guardian
, pero no hay noticias. La página funciona pero no se ha actualizado desde ayer.

«¿Qué significará?»

Otras páginas web de periódicos hablan de los disturbios, algunas muestran vídeos de perros rabiosos persiguiendo a personas que chillan, los infectados las derriban y las destrozan. El número de noticias es escaso y están mal redactadas. Otros sitios, como YouTube, han caído o los han cerrado. Las redes sociales bullen con peticiones de ayuda.

Petrova no puede perder la esperanza de que su familia continúe con vida, pero después de unos minutos deja de buscar, puesto que no la conduce a nada y sólo la hace malgastar tiempo. Quiere regresar al centro de mando de seguridad lo antes posible a recoger las linternas que dejó olvidadas. Puede vivir sin comida e incluso sin agua durante días, pero la idea de estar atrapada aquí sin luz la horripila.

Si las cosas están tan mal ahí fuera como ella cree, no tardará mucho en irse la luz.

Tiene que incapacitar a Jackson o escabullirse de alguna manera. Y, si no supone un gran problema, pasarse por la sala de descanso de los empleados y coger algo de comida de la máquina cuyo cristal de protección rompió Hardy para evitar morirse de hambre.

Petrova se para a escuchar. Jackson ha dejado de moverse. El pasillo está en silencio.

Despacio, Petrova se levanta de la silla y se acerca de puntillas a la puerta. Nada. Se arrodilla frente a la puerta e intenta echar una ojeada por debajo. Se yergue despacio y, con cuidado, apoya la oreja contra la madera intentando oír algo.

Un repentino gruñido gutural suena a escasos centímetros.

—¡Oh! —susurra ella, alejándose de la puerta.

Ojalá hubiera planeado el paso siguiente a enviar el correo al CDC y al USAMRIID.

Pero no tiene ni idea.

«Puede ser más fuerte que nosotros, pero no más inteligente».

Vuelve al ordenador, abre un fichero y manda imprimir cien copias. En unos segundos, la impresora empieza a escupir hojas de papel.

Durante un momento se queda mirando la trivial acción con anhelo, y luego se dirige de puntillas a la puerta de nuevo, con el extintor y el palo de golf en las manos. Dejando el palo en el suelo, y casi sin pensarlo, abre la puerta de golpe y se aparta.

Jackson entra bramando en la habitación y corre hacia la mesa. Derriba la impresora, que cae al suelo con un gran estruendo.

Petrova se queda de pie, estúpidamente quieta, sin creerse que su plan haya funcionado. De un salto, sale del despacho y cierra la puerta instantes antes de que Jackson arremeta contra ella, golpeándola, aporreándola, pateándola y aullando con una rabia descontrolada.

Petrova se aleja de la puerta resollando.

El doctor Lucas se encuentra casi a su lado, pestañeando y olisqueando el aire.

Comienza a gruñir.

Petrova se ha dejado el palo de golf en el interior de su despacho. Apunta con el extintor y le lanza un chorro de espuma blanca presurizada con nitrógeno en la cara con la esperanza de dejarlo ciego.

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