Aquí arriba también puede evitar al sargento McGraw —sumido en su propia tormenta personal—, que se pregunta una y otra vez cómo no se dio cuenta de que el soldado de primera William Chen estaba sucumbiendo a la tensión delante de sus narices y si podría haber evitado que el pobre chico se volara la tapa de los sesos. Por supuesto que no podía. El punto sin retorno de cada soldado es distinto. Si ellos mismos no saben cuál es, ¿cómo se supone que tú lo sabrás?
Perplejo, Lewis niega con la cabeza. Hasta ahora, el modo en como han reaccionado sus compañeros suboficiales está haciendo que pierda un poco de respeto por el rango de sargento.
Se recuesta en la silla y se estira. Echa un trago de la cantimplora. Aborrece el sabor del agua corriente de Nueva York, pero como todos los soldados con experiencia de combate, está acostumbrado a arreglárselas con lo que hay. Tiene comida y agua, y eso es lo que importa. Un
grunt
puede quemar cuatro, cinco o seis mil calorías al día en misiones de alto estrés como la actual. Sólo hay dos opciones: o pierdes peso o comes cada vez que puedes para así reponer calorías.
Al otro lado de la calle hay dos tipos con traje y corbata fumando en el tejado. Uno de ellos se asoma por el antepecho para echar un vistazo a los cuerpos. El otro ve que Lewis lo observa y, con timidez, levanta los dedos índice y corazón en forma de «V». Quizá quiere decir «victoria», o quizá «paz», Lewis no está seguro.
«Para un verdadero soldado son la misma cosa», piensa.
La pausa le concede tiempo para reflexionar sobre los apuros de la compañía Charlie.
Lewis supone que Bowman va a tratar de reunir la Charlie con el batallón, que a su vez, tratará de reagruparse con la brigada. Es un enorme y condenado error. Justo el tipo de estrategia de gilipollas con el que soñaría un burócrata desalmado. Hasta se imagina al burócrata ahora, mostrando a los altos mandos un gran mapa de Estados Unidos de América con códigos de colores y diciéndoles qué partes pueden defender y qué partes tendrán que ceder por el momento. Como quien no quiere la cosa, anunciará las bajas estimadas y se referirá a las bajas civiles de su plan como «aceptables».
Y los altos mandos gruñirán y asentirán con la cabeza. Muchos de esos tíos sirvieron durante la guerra fría y creyeron que Estados Unidos era capaz de luchar y sobrevivir a un intercambio nuclear con la Unión Soviética. Tantos millones de personas morirán, tantos millones sobrevivirán. Han oído ese tipo de lenguaje con anterioridad y lo hablan con fluidez.
«Siempre que al final ganemos nosotros, ¿verdad? Por supuesto, sus familias no son las que van a morir. Oh, no. Las de esos hijos de puta de la retaguardia, ni hablar».
Y luego los chiflados de los ecologistas se presentarán y dirán que todo esto le va a venir de perlas al planeta, una limpieza en toda regla. La población mundial retrocederá a los años antes de Cristo, el planeta se recuperará y la humanidad vivirá en armonía con la naturaleza para siempre. Nosotros somos los virus reales, nos multiplicamos y consumimos hasta matar al huésped que nos sustenta. Tenemos que acabar con este mundo para salvarlo, ¿no es así? Claro, la teoría es condenadamente buena hasta que es tu familia la que muere.
«No. Lo más inteligente sería que todo el mundo se quedara donde está y que las fuerzas aéreas se ganasen el sueldo, para variar, reabasteciendo a las tropas. Después, se tendría que enviar patrullas a los barrios para que abatieran a todos los perros rabiosos que encontraran. Cada muerte es un eslabón roto en la cadena de infección, un pequeño incremento en las posibilidades de supervivencia de los humanos.
»Mientras tanto, proporciona armas. Que todo hijo de vecino reciba un viejo fusil con sesenta balas y una somera explicación de cómo utilizarlo así como una licencia para matar durante un mes».
Pero Lewis sabe cómo actúa el ejército, y el ejército no va a hacer eso.
«Seguramente, reaccionará al primer puñetazo que los perros rabiosos le den en la nariz escondiéndose bajo su caparazón. En lugar de acabar con ellos mientras aún están desperdigados, el ejército les permitirá agruparse y así poder barrer a la raza humana de la faz de la Tierra para devolvérsela a los pájaros y a las abejas».
Hay movimiento en la calle. Lewis acerca el ojo a la mira telescópica y ve a una mujer y a una niña corriendo cogidas de la mano. Son tan bonitas que, por un momento, piensa en su mujer Sara y en su hijo Tucker, tan alejados de él que bien podrían estar en la luna. La mujer es una joven madre de unos veintitantos años. Viste camiseta y vaqueros y tiene una larga y lacia melena rubia y un cuerpo atlético y delgado. La hija es prácticamente una versión en miniatura de la madre. Tendrá unos siete años.
«Yo os protejo —piensa Lewis—. En esta calle estáis a salvo. Id en paz».
Lewis parpadea y vuelve a mirar.
La madre ha recibido un mordisco en el brazo. La herida ha sido vendada a todo correr y un trozo de venda medio suelta, casi toda teñida de color negro por la sangre seca, cuelga tras ella.
Ya está muerta. Lo único que Lewis tiene que hacer es detenerla ahora y evitar que se lleve a quién sabe cuántos pardillos a la tumba con ella.
Apunta y se prepara para disparar, pero no aprieta el gatillo. Si mata a la madre, la niña no tendrá a nadie que la proteja. No durará ni cinco minutos en esas calles.
Pero han mordido a la madre. Si no la mata, se convertirá en un perro rabioso y matará o infectará a su hija.
Es incapaz de decidir qué hacer. Le viene a la mente la historia de la Biblia sobre el rey Salomón. Dos mujeres argumentaban ser la madre de un niño, y la respuesta de Salomón fue cortar al niño por la mitad con una espada. Cuando una de las dos mujeres pidió que no lo hiciera y que le entregara el niño a la otra mujer, Salomón supo al instante que ésa era la verdadera madre y le devolvió a su hijo.
La acción más inteligente, la apuesta más segura, es matar a ambas.
Un pensamiento le cruza por la cabeza: tenemos que acabar con este mundo para salvarlo.
Madre e hija se pierden de vista al doblar la esquina del edificio.
Sin dejar de mascullar maldiciones por haber perdido la concentración, Lewis coge el fusil y corre hacia el otro extremo del tejado, reposicionando el arma sobre el bípode con rapidez. El sargento da con ellas después de otear la calle, apunta a la nuca de la mujer y expele el aire de los pulmones.
«La teoría es condenadamente buena hasta que es tu familia la que muere».
El sargento quita el dedo del gatillo. No puede hacerlo.
Lewis escupe por encima del antepecho, indignado.
Al otro extremo de la calle, hay un hombre en una oficina que le hace señas y sostiene un letrero que pone: Atrapado, socorro.
Lewis escupe de nuevo.
—Bienvenido al club, colega.
42. Cuanto más la veo, más pienso que no es justo que me tenga miedo, y eso me cabrea, y entonces pienso en ello un poco más, y entonces decido…
El sargento Ruiz echa una ojeada al interior del aula por el ventanuco de la puerta y ve que los chicos de la tercera escuadra duermen despatarrados encima de los sacos de dormir, rodeados de las sobras de raciones de comida preparada devoradas con rapidez. Uno de ellos grita en sueños y provoca que los demás dejen de roncar el tiempo suficiente como para fruncir el entrecejo y rebullir durante unos instantes.
De nuevo, Ruiz piensa en su joven esposa y en su hijo de pocos meses que están en Jacksonville, Florida. ¿Debería intentar llamarla ahora?
¿Y qué pasa si no coge el teléfono?
¿Sería capaz de darse el piro para tratar de ir a casa, con su familia, como hizo Richard Boyd?
«Puede. Pero mira cómo acabó Boyd. El teniente dijo que le habían arrancado la mitad de la cara de un mordisco y que se había convertido en un perro rabioso».
Ruiz oye el sonido de unas pisadas, se da la vuelta y ve al teniente Greg Bishop acercándose por el fondo del pasillo a la vez que gesticula, visiblemente enfadado, hacia los suboficiales que lo acompañan. Lo más seguro es que se esté quejando de nuevo acerca de la orden que Bowman le dio a McGraw de abatir a civiles. Decía que era inhumano, incluso con las actuales reglas de enfrentamiento. Decía que Bowman no merecía tomar el mando de lo que quedaba de la compañía Charlie. Decía que hasta algunos nazis habían rehusado acatar las órdenes y participar en las matanzas indiscriminadas de la segunda guerra mundial.
Indignado, Ruiz niega con la cabeza y sigue con su discurrir hacia el gimnasio, donde hay miles de personas tumbadas, tosiendo y muriendo en los catres dispuestos en ordenadas hileras. Los civiles sanos se mueven entre ellos para cambiar sábanas, cuñas y bolsas de suero bajo la supervisión de tres desventurados ayudantes médicos del ejército con el rostro arrebatado y un puñado de enfermeras del turno de mañana que consiguieron llegar al trabajo. Otros se ocupan de deshacerse de los cadáveres y de desinfectar la zona con fregonas y trapos.
«Tenemos comida, agua y mantas. Podemos protegerlos, alimentarlos y cobijarlos. Pero si se quedan, trabajarán. Y trabajarán duro», les había dicho el teniente.
Es un trabajo desagradable y hay mucha holgazanería, pero la mayoría de los civiles están contentos de tener algo que hacer para evitar pensar en los problemas. La gente que trabaja es la más dura, aquella con la que puedes contar. El resto, simplemente, no es capaz de digerir lo que está ocurriendo con su mundo. Ésos se alejaron deambulando rápidamente y nadie ha vuelto a verlos desde entonces. Muchos lo han perdido todo, arrebatado con violencia delante de ellos. Están en un estado de
shock
del que muchos no lograrán salir nunca.
De cualquier modo, poner a los civiles a trabajar ha sido buena idea. Ruiz opina que el teniente es un oficial inteligente. Si Bowman liderase como Bishop dice que debería hacerlo, el primer pelotón aún estaría atrapado en esa clase, asediado y a punto de morir de hambre, y el segundo pelotón estaría desperdigado por la calle Cuarenta y dos.
A Ruiz le gustan las cosas simples. Así es como él lo ve.
Bowman hace todo lo posible para mantener con vida a sus chicos, y Bishop es un imbécil que se queja en lugar de trabajar.
Y sobre Knight… Bueno, según Radio Macuto, algunos de sus propios hombres quieren hacerle un presente: una granada de fragmentación. Se rumorea que cuando aparecieron los perros rabiosos y empezaron a descuartizar a los muchachos, Bishop se negó a abrir fuego y les ordenó que salieran corriendo.
Ruiz niega con la cabeza.
«La realidad sobre el terreno ha cambiado, y si nosotros no cambiamos con ella, vamos a morir. Los que no puedan aceptar esta realidad, no deberían estar al mando».
Por ejemplo, Bishop cree que Bowman debería haber solicitado unidades con equipo antidisturbios para capturar a los perros rabiosos de una manera no violenta.
«O ese hombre está loco o no quiere ver la realidad».
Eso convierte a Bowman en el hombre ideal para el puesto. Con él al frente, las probabilidades de que los maten a todos en el plazo de las próximas veinticuatro a cuarenta y ocho horas son menores.
Ruiz ve que hay algunos civiles con carabinas M4 patrullando en el gimnasio. Saluda con la cabeza a uno de ellos, un marine de mediana edad con experiencia en Panamá y en la primera guerra del Golfo. Otra de las innovaciones de Bowman: armar a civiles voluntarios que tuvieran experiencia militar previa con las carabinas que le sobran a la compañía Charlie. Ahora son la fuerza policial de Bowman y se ocupan de que ninguno de los enfermos del Lyssa se convierta en un perro rabioso y cause problemas, y al mismo tiempo proporcionan otro argumento del que quejarse a los civiles, además de los soldados.
Bowman dice que no está interesado en una misión humanitaria. Intenta conseguir que la compañía Charlie no deje de ser eficaz para el combate. Considera este lugar como si fuera territorio hostil y a los perros rabiosos como si fueran los combatientes enemigos, tal y como le ordenaron los altos mandos. Por regla general, la gente que se queda en retaguardia no suele tomar decisiones correctas, pero esta vez han acertado de lleno, maldita sea.
Ruiz camina junto a una hilera de catres con enfermos del Lyssa y los mira a la cara. La mayoría se encuentran graves. A la hora de propagar la infección, los perros rabiosos mostraron preferencia por aquellos que estaban prostrados en cama pero a punto de recuperarse. No obstante, varios enfermos le devuelven una sonrisa.
En este lugar hay esperanza. Eso lo conforta. Están haciendo algo bueno aquí. El teniente dijo que había suministros de sobra, incluyendo munición, y un montón de gente enferma a la que proteger y ayudar a recuperarse.
También dijo que no se pusieran muy cómodos.
«Si la compañía Charlie se pone en marcha —piensa Ruiz—, ¿debería irme? ¿Cómo llegaría a casa? ¿Acaso importa?»
Si lo que dijo Bowman es cierto, entonces los perros rabiosos van a tratar de erradicar la vida humana del planeta. En este momento, quizá una de cada veinte personas es un perro rabioso y ya han hecho que el país hinque la rodilla.
El ritmo de infección es increíble.
«Es un pensamiento horrible, pero nuestra única oportunidad para detener este apocalipsis es que los perros rabiosos maten a más personas de las que infecten».
Si el ritmo de infección fuera aritmético en lugar de exponencial, aún tendrían una oportunidad de detenerlos mediante un exterminio brutal. Lo mismo que hacían los iraquís antes de que la compañía Charlie volara de regreso a casa.
«Es extraño pensar que los países con mayor posibilidad de salir de ésta sean aquellos Estados fallidos con sociedades brutales y muchas armas y munición.
»En cualquier caso, si América está condenada, ¿por qué tendría que quedarme? ¿Por qué no tratar de llegar junto a Janisa y Emmanuel?»
Si Ruiz tuviera que elegir entre su familia y el pelotón, no habría duda alguna. Si el amor a su mujer es pasional, el amor a su hijo es primordial. De hecho, se cortaría el brazo antes de que ningún mal le sobreviniera a su hijo. Mataría a sus compañeros, uno a uno. Su deber en una crisis como la presente, el final del mundo, es para con su familia.
El único problema es que él está aquí y ellos allí. Y probablemente moriría antes de que pudiera reunirse con su familia.
Una mujer joven, asustada y con los ojos marrones abiertos como platos, pasa corriendo junto a él. Doc Waters, agotado y furioso, le grita que le traiga tanta amantadina —un medicamento genérico antivírico— como sea capaz de cargar.